Educación para la soberanía alimentaria: generar parentescos para transformar nuestra comida
En un país donde millones de personas pasan hambre o están malnutridas, las jornadas “Tierra sana, alimentos sanos”, realizadas por la organización Figura Fondo, son una propuesta para tejer nuevas alianzas en momentos de crisis. En un secundario para adultos de barrio Irupé y con la participación de cooperativas de productoras agroecológicas, se dio un encuentro nutritivo para propiciar una alimentación más justa desde la educación y la economía social y local.
Por Lucía Maina Waisman
El alimento en la escuela, como en todas partes, está presente cada día. Lo llevamos en nuestros cuerpos, nuestros relatos, nuestros deseos y recuerdos. Nuestras necesidades. De hecho, esta experiencia empezó cuando una docente de un Centro Educativo de Nivel Medio para Adultos (CENMA) contó que los y las estudiantes estaban comiendo cada vez peor o cada vez menos, y enfermándose cada vez peor o cada vez más. Así es la cotidianeidad de un país que dice tener capacidad de producir alimentos para 400 millones de personas, pero donde millones de sus habitantes pasan hambre o están malnutridos. Ante esta realidad, nacieron las Primeras Jornadas de Soberanía Alimentaria «Tierra sana, alimentos sanos”, realizadas días atrás por la organización de cultura y ambiente Figura Fondo en el CENMA 125 de barrio Irupé de la ciudad de Córdoba, y acompañadas por las cooperativas de producción agroecológica Macollando, Las Rositas y Gallo Rojo.
Ahora la palabra comida gira en la ronda a través de una pelota roja que vuela por los aires del salón de la escuela y aterriza en las manos de cada uno de los casi 50 estudiantes que participan de las jornadas. Quien recibe la pelota suelta nuevas palabras que aparecen en su cabeza al decir “comida”: salud, hambre, hecho con amor, comidas caseras, bienestar, un lomito, un derecho, comercio, compartir, delicioso, asado, familia, desigualdad, amistad, aprendizaje, contaminación, crecimiento, privilegio, comida de campo y la pelota sigue girando.
Remolachas, huevos y acelgas se transforman en aprendizajes, y las manos agricultoras intercambian saberes con las bocas que se alimentan. Estudiantes que van desde los 18 a los 60 años traen sus memorias del alimento y cuentan cómo cambiaron las costumbres en sus mesas. Productoras agroecológicas explican cómo se organizan para cultivar verduras y criar animales sanos sin patrón, mientras directivos y docentes hablan de la importancia de la economía social para lograr una alimentación más justa para todos y todas.
Así, durante dos días, la escuela se puebla de intercambios nutritivos. Los platos son relatados, dibujados, problematizados, hasta que, por fin, son servidos con un pollo al disco hecho con amor y con los alimentos cultivados por productoras participantes de las jornadas.
El antes y el después de nuestros platos
La escuela para adultos de barrio Irupé ya tiene experiencia sobre el valor de la economía social, un paradigma en relación directa con la soberanía alimentaria. “Se trata de darle un rostro humano a la economía, priorizar la horizontalidad, fomentar la solidaridad, pensar en el medio ambiente”, explica el director del CENMA 125 y sus distintos anexos, Javier Correa, al inaugurar la jornada. Así describe los valores de la mutual “Los horneros” que sostienen hace años los y las estudiantes de la escuela. Desde allí, crearon, entre otras cosas, un proyecto de alimentación: armaron una huerta y una cantina escolar saludable, donde cocinaban y vendían a precios accesibles. La cosa funcionaba, hasta que le cortaron el gas al edificio y ya no pudieron continuarlo.
Ahora, en las jornadas de soberanía alimentaria, los y las estudiantes debaten en grupos para llenar dos platos dibujados en un gran afiche: uno de ellos debe completarse con imágenes y palabras de las formas de alimentarse antes; el otro, con las maneras de comer hoy.
Aunque la huerta ya no existe en la escuela, aparece una y otra vez en los relatos. Para muchos, la huerta era parte de sus patios o un recuerdo de su abuela, al igual que el campo, los gallineros, los huevos frescos. También aparecen otros recuerdos: el horno de barro, la leche de ordeñe, las mujeres como únicas protagonistas del trabajo en la cocina, el guiso, la sopa, las charlas en la mesa, los postres en la sobremesa.
Una niña que se ocupa de colorear los dibujos pregunta con qué color pintar la mazamorra, pero en el grupo se miran, no saben bien qué responderle. Blanco o cremita, le indica después la mujer que trajo del recuerdo ese postre de origen indígena hecho a base de maíz.
Las imágenes contrastan con los dibujos que aparecen al hablar del alimento actual: lomitos, papas fritas, chatarra, galletas, fideos, gaseosas, las compras del súper, las cuotas para llegar a pagar la comida del mes, los conservantes y químicos en todos lados, la publicidad, la velocidad. Las frases se repiten entre los y las estudiantes:
—Antes, había tiempo para cocinar la masa para el pan, lo que se consumía, todo estaba en la casa. Ahora es todo ultraprocesado. La demanda de comprar la comida o tener más cosas hace que trabajen padre y madre, y es todo rápido: salís de trabajar y te comés un sándwich —dice una de las estudiantes.
—Antes, se tomaba agua nomás. Ahora, es increíble cómo se toma más gaseosa —acota una mujer más grande—. Y los problemas de salud que hay ahora no se veían antes.
—Ahora, vas al súper, comprás unos fideos y ya está. Antes, eran más elaboradas las comidas, pasar tiempo con la familia, pero ahora ni hablás en la mesa, te ponés a mirar el celular. Y la calidad: antes, era todo más sano, sin nada de todo lo que se usa ahora —dice Jere, de unos 18 años, al compartir las conclusiones de su grupo.
—Además, la gente ya no vive en el campo o no tiene un patio para cultivar, porque vive en un departamento o lugares chicos sin tierra en la ciudad —agrega una chica del último grupo.
¿Qué comemos cuando comemos?
La nutricionista Marianela Rojos, de la cooperativa Macollando, empieza a hacer preguntas para reflexionar sobre cómo estos cambios se expresan en nuestros cuerpos, nuestra salud, nuestra economía.
—¿Qué comemos cuando comemos? —dice y pide que nos llevemos esta pregunta a casa—. Pensemos: esta comida, ¿de dónde vendrá, quién lo habrá producido, qué tendrá? Conocer qué comemos nos invita a conocer el recorrido de los alimentos.
La nutricionista continúa con más preguntas: “¿Por qué nos gusta lo que nos gusta? El gusto y la forma de comer no es algo con lo que nacemos, sino un aprendizaje determinado por el contexto”. Después, advierte que, en los productos más consumidos hoy, se agregan sustancias que los hacen adictivos, una realidad que está cambiando nuestro paladar. También influye la publicidad, agrega, que es en lo que más invierte la industria alimentaria.
Luego, en pantalla, vemos una foto de personas trabajando la tierra vestidas como astronautas: el traje los protege de los agroquímicos que rocían sobre el cultivo de alimentos. La imagen por sí sola advierte el riesgo a la salud que contiene la comida que se vende masivamente. Y las investigaciones difundidas por la ONG Naturaleza de Derechos lo confirman, con la detección de agrotóxicos por encima del permitido en una gran variedad de frutas y verduras. En los tomates, llegaron a detectar hasta 29 tipos de agrotóxicos.
Julia Pereyra, docente de la organización Figura Fondo, repasa también otros impactos de este modo de producción. Los monocultivos transgénicos y fumigados, señala, ocupan el 70% de la tierra de nuestro país con productos para exportación; esto hace que la frontera agrícola avance con más desmonte y un campo sin agricultores, sin campesinado y sin alimento local.
A esto, se suma que pocas corporaciones concentran la producción, industrialización y distribución de alimentos ultraprocesados, con el poder que ello da de fijar precios. Al respecto, el director del CENMA recuerda que el Gobierno nacional actual derogó la Ley de Góndolas, que obligaba a supermercados a ofrecer una variedad de marcas y fomentaba que cooperativas tuvieran su espacio. El presidente Javier Milei también eliminó la Ley de Abastecimiento, que habilitaba al Estado a fijar precios máximos.
—Todo el sistema influye en nuestra forma de comer ahora, en el presente —concluye la nutricionista—. Hoy, estamos en una gran crisis en la forma de producción y en la falta de acceso al alimento, porque, si no podemos comprar, no podemos comer. Pero la alimentación y la salud son derechos humanos fundamentales.
Así, debatimos la importancia de saber lo que muchas veces se oculta para poder decidir cómo alimentarnos. Aumentar el consumo de frutas, verduras, legumbres es fundamental por sus nutrientes, también el consumo de alimentos locales, sanos, de estación, orienta la nutricionista. Pero para acceder a ellos, para poder ejercer nuestra soberanía alimentaria, crear lazos y actuar en conjunto es clave.
Producir sin venenos
“Hacemos una verdura sana, para mejorar la vida de todos y de nosotros”. La voz de la agricultora Rosa Tolaba y fundadora de la huerta “Las Rositas” resuena en el salón de la escuela. Llegó el momento de escuchar y ver otro modelo de alimentación: la agroecología. Y, para eso, Las Rositas y las cooperativas Macollando y Gallo Rojo viajaron desde sus territorios en Villa Retiro, Colonia Caroya y Piedra Blanca, en las afueras de la ciudad, hasta este barrio del sur de la capital.
Ahora, la comida ya no es palabra, sino verduras y huevos traídos por las productoras que pueblan el centro de la gran ronda. Y aroma, un aroma que llega desde el patio, allá donde integrantes de la organización Figura Fondo están cocinando para todos y todas.
—Mi madre trabajó toda la vida en el campo y, hace 10 años, decidió cultivar la tierra sin patrón —cuenta Nilda Galeán, agricultora e hija de Rosa—. En 2013 un ingeniero del INTA la invitó a producir agroecológico y ella respondió: “Ah, producir natural, como antes”. Ella conocía ese modelo y, cuando pudo dejar de ser empleada, decidió trabajar así. Las hijas no sabíamos producir sin venenos, así que ella nos enseñó.
El acceso cada vez más difícil a la tierra para la huerta también la sufren las agricultoras: Nilda cuenta que su familia alquila y que es muy difícil ser dueña de un terreno en el Cinturón Verde, donde se encuentran la mayoría de las huertas que cultivan alimento para la capital. El avance de industrias, countries, desarrollos inmobiliarios o monocultivos va afectando las condiciones y el valor de las tierras. “Prontamente, vamos a quedarnos sin zona para producir alimentos, por eso, es importante defender esto”, advierte Nilda.
—Venimos de Piedra Blanca, que queda por la ruta 36, somos muchas productoras ahí —cuenta más tarde Marina para presentar la cooperativa Gallo Rojo—. Empezamos en 2012 y, por tres, cuatro años, criamos pollos de chacra. Después, empezamos este emprendimiento entre vecinas de criar gallinas de campo para que produzcan huevos, que es un poco más fácil, más que todo por los gastos. Ahora, producimos huevos agroecológicos y podemos seguir criando de a poco.
—Es un trabajo que tenemos nosotros mismos, sin patrones, y comiendo algo sano, sin comprar afuera —agrega Eugenia, otra de las productoras, y cuenta que 11 mujeres y 2 varones integran hoy la cooperativa.
—¿Y cuántas gallinas tienen? –pregunta una estudiante
—Yo tengo 200 gallinas —responde Marina— y, entre todos, deben ser como mil.
Las preguntas siguen: se conversa sobre los colores del huevo, la comida de los pollos y las gallinas felices, criadas en el campo, sin recibir hormonas ni vacunas para producir más huevos. Se habla de las hojas de remolacha, que se pueden comer y se parecen a la acelga.
—Yo soy vendedor ambulante y, antes, vendía verduras —cuenta un estudiante y les pregunta si venden la verdura en el Mercado de Abasto.
Consumir en comunidad
Iván cuenta que la Feria Agroecológica de Córdoba, que funciona cada sábado en Ciudad Universitaria, permite sostener buena parte de la comercialización y la economía de estas cooperativas.
Producir verdura agroecológica requiere más trabajo, pero, al mismo tiempo, no cuenta con tantos canales de comercialización por fuera del mercado concentrado. Por eso, uno de los mayores desafíos de la agroecología es tender puentes entre quienes producen y quienes consumen sin intermediarios, para lograr precios justos que permitan sostener el trabajo y, a su vez, que más personas accedan a alimentos sanos. En la ronda, Nilda e Iván comparten alternativas y alianzas que construyeron para enfrentar este desafío:
—Así nació La Comunitaria, una organización social que está en Müller, Maldonado, Campo La Rivera, Villa La Tela, San Roque, Las Violetas y unos cuantos barrios más —cuenta Iván—. Son grupos de consumo; personas comunes que se organizan entre 10 o 20 familias, y hacen pedidos en cantidad. Nosotros llevamos alimento sano cobrándoles a un precio por volumen, como si fuese al Mercado de Abasto.
La docente de Figura Fondo subraya que este modelo también genera puestos de trabajo: en el agronegocio, hay una persona cada 295 hectáreas, mientras que, en la agroecología, hay una persona cada 3 hectáreas. Por eso, agrega Iván, esta verdura es un poco más cara, pero “te estás llevando a la boca algo seguro y que está construyendo un trabajo, que también ayuda para que los pibes no anden choreando y no haya violencia en los barrios”.
Alguien pregunta dónde pueden comprar sus productos. Nilda responde que pueden ir a la feria, pero también: “Si se animan, podrían armar un grupo de consumo en el barrio y vender acá”. Sandra, la coordinadora del CENMA, se entusiasma con llevar adelante la propuesta desde la escuela.
Después, Iván hace circular las verduras para que los estudiantes se las lleven a casa. La remolacha se la da al vendedor ambulante, que la recibe con una sonrisa. Un chico joven de flequillo teñido de rubio entrega zanahorias que pasan de mano en mano.
Pollo al disco o la riqueza de encontrarse
La soberanía alimentaria está hecha de comida sana, local, accesible, de manos y tierras campesinas, trabajadoras. Pero, hoy más que nunca, está hecha de comunidad y territorio: del diálogo indispensable que necesitamos darnos para buscar grietas, estrategias, alianzas que ayuden a transformar un sistema alimentario injusto e insostenible que se impone cada día en nuestros platos.
—Nos estamos concientizando en el mundo que estamos y cómo consumimos —dice Fabián, uno de los profesores del CENMA al cierre del encuentro—. Esperamos, desde la mutual escolar, poder coordinar con ustedes, los productores, para consumir todos este alimento, también los profes. Porque este es un cambio de paradigma, de forma de ver la vida.
La experiencia nos asoma al gran valor de la educación pública y su rol en las realidades que la pueblan, atravesadas muchas veces por vidas con hambre o violencia, pero también con deseos, saberes y proyectos. Una pequeña señal de lo que pueden las aulas en alianza con la comunidad local. Así lo expresa el director de la institución al concluir las jornadas:
—Las grandes preguntas básicas de los sistemas económicos son: qué producir, cómo producir, para quién producir. Pero, en nuestro país, hay una familia con niños que hoy quizás no cenen. Creo que se sabe qué hay que hacer, pero nuestros políticos piensan muy poco en esto. Así que vamos a cerrar este espacio con la construcción comunitaria de un vínculo que ojalá pueda crecer. Y que todos podamos aprender de estos trabajadores cooperativistas que, como lo remarcaron, no tienen patrón y trabajan en algo tan importante como la comida. Celebro este espacio muy constructivo y rico para todos, y hablando de rico… ya se siente el aroma.
Todo el salón comienza a moverse, el círculo se desarma y, en su lugar, se arman tres largas mesas. Las y los participantes buscan sus platos, y arman fila en la zona de la cocina. Las cebollas y las arvejas de Las Rositas se mezclan con los pollos criados por Gallo Rojo en el paladar de cada estudiante. Las caras muestran disfrute, las conversaciones se replican en cada rincón. Los recuerdos nombrados al inicio de las jornadas se vuelven presentes: hay comida sana, hay tiempo de saborear y compartir, y un largo aplauso a las cocineras de esta gran cena. Hay alimento, hay comunidad.
*Por Lucía Maina Waisman para La tinta / Imagen de portada: Julia Buyatti.