Carla Savarese, docente rural: «Si viviera en un ambiente sano, no estaría enferma»
Carla es una docente rural que está en pleno tratamiento oncológico por una alteración de la médula espinal. Nacida en Ayacucho, sudeste de la provincia de Buenos Aires, es una de las afectadas por la expansión del uso de agrotóxicos. Integra un grupo ambiental local y participa de diversas redes para concientizar y denunciar la situación de pueblos y escuelas fumigadas en su región.
Por Mariana Jaroslavsky para Almagro
Carla está parada, enérgica. Junto a su amiga Consuelo forman parte de un desprolijo semicírculo de personas de pie alrededor del monumento a San Martín y a los Ejércitos de la Independencia, en la plaza que recuerda al prócer, raíz de la city porteña. En el escenario, a los pies de los jinetes de bronce, suena música latinoamericana y hay un micrófono abierto. Es uno de esos días raros de los que abundan en los tiempos de cambio climático -frío, calor, humedad y el cielo entre gris y agrietado, ciclotímico- y las personas están reunidas para exigir que Monsanto, ahora parte de Bayer, se vaya del país.
Es la segunda vez que Carla Savarese participa de esta manifestación, que se repite en muchas ciudades del mundo todos los años (el 18 de mayo se realizó en Buenos Aires).
Carla es una docente rural que está en pleno tratamiento oncológico por una alteración de la médula espinal (Síndrome Mielodisplásico) que no le permite fabricar glóbulos rojos, ni blancos, ni plaquetas. A su paso, en la marcha se leen carteles que dicen que se puede producir alimentos de otra manera, que las fumigaciones nos están enfermando.
Que el método que se está usando en Argentina para ingresar dólares a la economía no es sustentable. Que tiene el glifosato comprobada toxicidad y que la Justicia, tanto en Argentina como en Francia y Estados Unidos, está reconociendo el daño generado por la empresa en cuestión y sus competidoras en el oligopolio de la producción de commodities y el encubrimiento de información.
«Es difícil encontrarse con personas que te entiendan», es la frase que Carla usó para terminar esta entrevista, explicando por qué manejó desde Ayacucho, a pesar de que pinchó una goma a 60 kilómetros de partir, y siguió viaje. En este tipo de encuentros Carla se nutre, les cuenta a sus coterráneos que no están solos, que en Buenos Aires, la ciudad que recibe todo y poco mira al interior, aunque sea hay un par de cientos de locos caminando por la 9 de Julio con carteles que dicen “Soberanía Alimentaria Ya”.
En la explanada de la plaza de los árboles soñados, también hay reunidas personas de organizaciones que confían en los ciclos vitales de las plantas, el sol y la luna, y también en la ciencia. “Ciencia Digna”, como la que practicó el doctor Andrés Carrasco, el primero en poner luz en el daño genético que provoca el paquete tecnológico aplicado a la producción agropecuaria en más del 70 por ciento del territorio cultivable del país. Un método de cultivo extensivo, de utilización de semillas modificadas genéticamente, resistentes a venenos. Se puede fumigar sin problema, la soja seguirá en pie; el resto, morirá: insectos, polinizadores, aves, microorganismos del suelo, otras hierbas. Las poblaciones quedan así expuestas crónicamente a estas pulverizaciones. Frente a este modelo a gran escala, los manifestantes proponen dar vuelta el sistema y producir alimentos seguros para la población, regenerando el ambiente.
Hace 45 años que nació Carla en Ayacucho, sudeste de la provincia de Buenos Aires. Su padre es electricista jubilado y su madre falleció hace tiempo. En aquella época, la zona era más ganadera que agrícola, ahora la soja ganó mucho terreno. Allí se celebra aún la Fiesta Nacional del Ternero. Es una zona de cría: Carla dice que no son tan buenas las tierras. Más agrícola es Tandil, que está a 70 kilómetros. Ayacucho fue un 70 por ciento ganadero y un 30 por ciento agrícola. Ahora esa ecuación se invirtió. Más cría intensiva, impiadosa y cruel -si no, lean Malcomidos de Soledad Barruti- de ganado en corral a base de alimento balanceado (feed lot). Menos animal comiendo yuyaje y fertilizando el suelo entre alternancias de cultivos con su bosta. Más campos de brotes verdes y nada más que brotes verdes regados de químicos.
Más al norte, en la provincia de Entre Ríos, una de las más sojeras del país, hay 1023 escuelas rurales, rodeadas de campos. En 2017, varias asambleas ambientales de distintos puntos de la provincia formaron la Coordinadora por una Vida sin Agrotóxicos en Entre Ríos Basta es basta, alarmados por las muertes, las enfermedades y la presencia de los productos tóxicos del paquete tecnológico en los ríos y cursos de agua, constatada por estudios del EMISA de la Universidad de La Plata.
Desde el Foro Ecologista de Paraná y el gremio docente AGMER presentaron dos amparos a la Justicia, y resultaron victoriosos. Sin embargo, los ruralistas se manifestaron en contra de la preservación de las escuelas y el caso llegará a la Corte Suprema de la Nación. Reclamaron que se creen y respeten las distancias de un kilómetro a la redonda con mosquitos, mochilas o cualquier fumigación hecha por tierra, y tres kilómetros para las fumigaciones con avionetas, que pulverizan desde el aire. Como con las que trabajaba Fabián Tomasi, de Basavilbaso, el operario de una empresa fumigadora que sufrió una intoxicación crónica que terminó con su vida en un proceso degenerativo perverso.
Al enfermarse, Carla trabajaba en una escuela rural. Docente inicial de Jardín de Infantes y Profesora de Geografía, estudió en el Instituto Superior de Ayacucho. Trabajó 20 años como docente y en 2012 tomó un puesto en el campo, en estación Fair, donde quedó a cargo del Jardín de Infantes. «Ahí hacés las veces de directora, de maestra y de preceptora. Y tenés un auxiliar. Seguro siempre somos tres que vamos todos los días».
En 2017, dos años después de haber arrancado el tratamiento, fue al Octavo (ya van 10) Encuentro de Pueblos Fumigados en San Andrés de Giles, a ver de qué se hablaba. «Me animé, quería saber en qué situación estábamos». Marcó un antes y un después en su vida y, además, allí conoció a Ana Zabaloy, de la Red Federal de Docentes por la Vida, un grupo en red nacional que lucha, se sostiene, se acompaña, se informa. Y Ana, docente fumigada intoxicada por agrotóxicos varias veces, que falleció en la madrugada del 9 de junio pasado, fue una compañera, inspiradora y motivadora indispensable, que la ayudó a alzar su voz.
Ese mismo año fue con Ana Zabaloy, Fernando Cabaleiro, Yamila Vega y Facundo Cuesta a presentar casos de las Escuelas Fumigadas a la Defensoría del Pueblo de la Nación. Su caso forma parte de la presentación.
«Este verano fumigaron la Escuela del Boquerón mientras estaba la maestra con los nenes, ella terminó descompuesta, en el hospital. A raíz de esto entra a la Red, hace la denuncia y vino la Policía Ambiental de Tandil y multó al aplicador. O sea, nosotros no queremos que se llegue a la multa, queremos prevenir», dice. En Argentina, la población rural integra apenas el 8 por ciento de la población total. El 92 restante vive en ciudades. La tierra está vacía de gente en el país más austral del mundo. Mucho pool de siembra y poco campesinado.
«Tenemos una acopiadora de granos a cinco cuadras de mi casa, en la ciudad. Está todo mal diseñado, tampoco hay zona industrial bien delimitada. Donde da, da. Te lavan un mosquito (el vehículo que hace la aspersión de los venenos) en una avenida donde termina el pueblo, en el arroyo. Molinos no hay, pero los silos largan mucho polvillo. Del barrio de atrás de ese predio nos han venido a ver porque tienen alergias, asmas, hay casos de cáncer. Son dos o tres manzanas, pero en Ayacucho eso es bastante. Hay muchos casos de niños enfermos».
— ¿Se tienen que ir a otra ciudad a atenderse?
— Generalmente lo más rápido es Tandil y, si no, Mar del Plata. Hay profesionales que van a la ciudad, pero tenés que sacar un turno. Yo me atendía con una hematóloga que venía de Tandil. Pero ella me dijo que yo podía vivir igual, que era una anemia común. No me derivó, y yo me asusté.
— ¿Qué te encontraste en el campo?
— Yo no me daba mucha cuenta de lo que pasaba, cada uno anda metido medio en su vida, los nenes, la casa. Pero por ahí empezamos a ver cosas que no resultaban familiares. Los mosquitos fumigando, tener que esperar a que pase, que destruyan la calle porque es de barro cuando llueve y no se puede transitar con tractores o maquinaria pesada. Y te encontrabas con que la calle estaba toda rota porque habían pasado ellos antes y te re complica el camino. Pasaban muchos camiones por el jardín. Está al lado de un destacamento policial, de un boliche de campo, una cancha de bochas. Generalmente con los chicos salíamos a dar un paseo, o cuando tenían educación física los sacaban a caminar. Por ahí pasan camiones.
Tenemos muchos casos de nenes con problemas respiratorios, de alergias, la piel con sarpullidos. A ellos no les gusta faltar, yo les mandaba las tareas a la casa, teníamos un plan pedagógico de continuar en la casa lo que se hacía en el jardín.
— ¿Los sarpullidos les dan picazón? ¿Qué les producen?
— Sí, un poco, tienen manchas en la piel. Ya estábamos acostumbradas a verlos así. Y con muchos mocos, esas toses que escuchás desde marzo hasta diciembre, muchos chicos visitando también neumonólogos en Tandil, Mar del Plata. En las reuniones de padres siempre se comentaba el tema.
— ¿Y lo asociaban con las fumigaciones?
— No, porque algunos papás trabajaban en eso. No es fácil. Cuando algunos se enteraron de lo que me pasaba, no me entendieron y otros, por ejemplo Adriana, que es la mujer del boliche, me llama para que vayamos con el grupo a dar charlas, a contar lo que pasa.
—¿Cómo fue tu proceso hasta dar con el tratamiento?
— Empecé con mucha anemia, llegué a tener 2 millones 200 mil de glóbulos rojos, lo normal es 4,5. Me mareaba, un día me perdí. Iba manejando y me ubicó un cartel de campaña de un candidato a intendente. Cuando me bañaba me bajaba la presión. Terminé ese año como pude y llamé al gremio a ver qué licencia podía sacar. No daba más. En el gremio me dijeron que tenía que sacar una crónica, ver a un médico. Empiezo a hacer el tratamiento con la hematóloga, estuve un año con eso. Lo único que ella hacía era sacarme sangre. De lo que me daba, nada me hacía efecto. Todos los meses me daba igual. Me renovaba la licencia, me daba ácido fólico, todas cosas a base de hierro y vitamina B12, lo que necesitás para que la médula fabrique glóbulos rojos, blancos y plaquetas. Mi tema es en la sangre, en la médula. Terminé re pasada de hierro, de todo. También te hacen estudios sobre esto y cuando ven que tenés un montón de hierro y vitamina B12 y no tenés glóbulos rojos, en el proceso hay algo que no anda. Un día me dice que vaya a consultar a otro médico. Salí re angustiada, no me sentía nada bien. Yo le ponía y le pongo toda la onda, pero la medicación no me funcionaba. Fui a Mar del Plata. Allá el médico me hizo una punción de médula urgente porque nada estaba haciendo efecto y que lo más probable era que fuera una anemia refractaria, que se da cuando el cuerpo rechaza la medicación. Esto fue en julio y en octubre vuelvo con el resultado y me dice que es un Síndrome Mielodisplásico con alteración en las tres series. Es como si estuviera inmunodeprimida. A partir de ahí, octubre de 2015 me medican con un tratamiento de soporte oncológico.
Sentada en un banco de la plaza a la sombra, Carla cuenta que recibe dos inyecciones en los brazos o en la panza, según cómo el cuerpo lo acepte. También asegura que se la está bancando bien. Una de eritropoyetina de 20 mil unidades y otra de filgrastim de 300, tratamiento que hoy tiene un costo de 24 mil pesos por mes. IOMA, su obra social, se hizo cargo de las drogas después de 3 meses de pedidas, con un amparo legal de por medio.
— ¿Por qué relacionás tu enfermedad con haber trabajado en la escuela rural?
— Cuando el médico me da el resultado me pregunta si trabajo o vivo en el campo. Le dije que no, pero si me tenía que ir a vivir al campo, me iba a vivir al campo, si la solución estaba en eso, me iba. ‘No Carla’, me dijo, ‘esto en Ayacucho, Balcarce y Tandil se está viendo mucho, es por el glifosato, están envenenando todos los pueblos’, me dijo. Él me abrió un montón, no cualquier médico te lo dice.
Me explicó que no es algo con lo que nací, que en la punción sale si es algo genético o algo adquirido. En lo genético no tenía ninguna aberración, pero sí la adquirí, por el motivo que quieras, por la exposición, por predisposición, por la alimentación, que también recibimos los venenos por la alimentación. Él me dijo que trabajar en el campo me había enfermado.
— ¿Y cómo nace tu vínculo con el grupo Ayacucho Conciencia Ambiental?
— Me costó un año poder hablar de esto. Tengo un hijo de 12 años y otro de 20 estudiando en Buenos Aires, les tenía que decir que estaba con un tratamiento oncológico, lo tenía que decir de alguna manera. Con ayuda entendí que lo que me pasa, me pasa para algo. No me voy a preocupar por qué. Para algo, que sirva para algo. No me voy a quedar llorando, acostada. Ya está. El mejor ejemplo que pueden tener mis hijos es este. Acá venimos a informarnos, a marchar. El año pasado vine y me sirvió un montón, mandé videos y mucha gente se enteró de las charlas que dieron. Estuvo un médico, habló la docente Mariela Leiva de Entre Ríos, una chica de Mendoza sobre fracking. Estuvo re bueno. Después de que el médico me dijera que era por intoxicación, yo pensaba «nadie se está ocupando de esto», y una de esas veces escucho en una radio que estaban hablando de los agrotóxicos y me entero de que había un grupo conformado en Ayacucho. Me contacto con ellos y me re abrieron las puertas. Y empezamos a sumar más gente. Somos un grupo totalmente abierto, es de autoconvocados.
— ¿Y qué están haciendo desde la organización?
— El año pasado llevamos la película Viaje a los Pueblos Fumigados de Pino Solanas al cine, también la dimos en algunas escuelas. Estamos dando charlas en escuelas que nos llaman e invitan las maestras y profesoras. A primarias, a tercer grado he ido. No enfocamos al tema ahí desde la muerte y la enfermedad. Ellos mismos te dicen que sus papás fumigan o manejan un mosquito. Entonces, llevamos, por ejemplo, El cuento de la buena soja, una obra de títeres. Siempre tratamos de ir a la gente con algo, llevamos cosas que tengan base científica. Se puede trabajar desde jardín. Invitamos al abogado Marcos Filardi a dar una charla y asesorarnos. También hicimos el Segundo Encuentro del Sudeste Bonaerense al que fueron agrupaciones de Mar del Plata, de Batán, de Rauch, de Tandil, de Benito Juárez, de Necochea. De Juárez vino el intendente Julio Marini, que había vetado la ordenanza de que podían fumigar a 30 metros de las escuelas. Nos habló, nos contó de cómo lo pudo manejar con la gente del campo, porque todo es decisión política.
— ¿Hay más casos como el tuyo?
— Sí, en Ayacucho hay un montón de cáncer, de leucemias, de cáncer de órganos del sistema digestivo, asma, de todo. La celiaquía es terrible. Antes no sabíamos qué era y ahora todo el mundo es celíaco.
— ¿Se ven cambios a partir de su trabajo?
— Sí. La gente común de Ayacucho no tiene campo, pero quizás nos llaman y nos avisan que están fumigando frente a la estación de servicio. O que están lavando un mosquito en tal o cual lado. Nosotros lo subimos al grupo, lo denunciamos en Tandil a la Policía Ecológica.
Una de las chicas que estaba en el grupo es concejal, Paola Domínguez, así que ella metió en el Concejo Deliberante un proyecto de ley para prohibir el glifosato, el expendio, el almacenamiento, el uso. Porque además de que se usa en el campo, se usa en la ciudad, sin rotular, fraccionado, sin nombre. «Matayuyo», le dicen.
En el Concejo hay también una ordenanza para fomentar la Agroecología y crear una Policía Ecológica para no depender de Tandil, y que tampoco dependa de la autoridad de Ayacucho, porque hay muchos intereses en el gobierno. Si hubiera intenciones de que saliera, ya hubiese salido el proyecto. Pero se cajonea y se cajoneó todo el año. Tuvimos una reunión con los concejales y ellos nos aceptan que enferma, pero dicen que no la pueden votar porque puede ser nula y que vuelva todo para atrás y que es un papelón. Yo creo que no lo hacen porque no quieren.
— ¿Cómo se vivió el tiempo que fue efectiva la resolución 246/18 del Ministerio de Agroindustria bonaerense que permitía las fumigaciones sobre escuelas hasta un minuto antes de que entren las y los alumnos?
— Nosotros sacamos una nota en repudio, la mandamos al Concejo. Anduvo fumigando un avión todo el verano arriba nuestro. Se perdió toda una producción de miel justo en el paraje, mataron todas las abejas.
Fumigaciones aéreas y terrestres con productos diseñados para matar hongos, hierbas, plagas sobre plantaciones de soja, maíz, algodón, crecidas de semillas con una modificación genética que les permite sobrevivir a los químicos. A esas plantas y sólo a esas. A esta tecnología no la produce sólo la empresa que se quiere echar del país y de Latinoamérica toda, hay hasta una versión nacional del mismo negocio. El tema es que se produce un acostumbramiento (como el de las cucarachas al raid) y esas malezas y plagas generan resistencia, hecho que lleva, cosecha a cosecha, a multiplicar la cantidad de litros que se utilizan.
«Allá los mosquitos entran al pueblo y a las estaciones de servicio, que está prohibido que anden pero no que vayan a cargar nafta. Te lo paran en la puerta. A veces a los playeros les piden que les limpien los picos. Todo lo que podemos, lo subimos. No con ánimos de ofender, es para que tomen conciencia. Se puede enfermar un chico que está en la estación de servicio, el dueño. No está nadie exento de la posibilidad de enfermarse”, alerta Carla con fuerza.
— ¿Hay productores agroecológicos en la zona?
— Sí, hay dos. Es espectacular lo que están haciendo. Hasta tienen biofábrica para sus insumos. Todo lo que está en el campo, vuelve al campo, mantienen el ecosistema. Tienen un rendimiento buenísimo, dicen que no volverían a usar glifosato ni nada del paquete tecnológico. Uno es padrino de la escuela.
— ¿Qué te pasa al saber que tu estado de salud tiene que ver con esto?
— Te da bronca. Primero pasé por una depresión, decís «me muero», te preguntás «¿cuánto tiempo de vida me queda? ¿cuánto efecto me va a hacer todo esto? ¿hasta cuándo voy a estar con esta medicación? ¿y si voy a trasplante de médula qué va a pasar?». Te vivís haciendo las preguntas. Por eso no me pregunto por qué, para mí es para qué. Es horrible porque me la tengo que fumar sin comerla ni beberla, y ver que hay gente que te critica o que defiende el modelo. Yo respeto, por eso hablo, no me da vergüenza, no me da miedo, no me hago ningún tipo de historia ni complejo ni de nada. A veces pienso que algunos dirán «uy, esta loca hablando de nuevo sobre agroquímicos», pero hasta el cansancio lo voy a repetir.
Esto nos envenena y nos mata, me va a matar a mi como mató a mucha gente, han fallecido un montón de chicas jóvenes, no te estoy hablando de 45 años, jóvenes en Ayacucho, de cáncer. El cáncer ha aumentado enormemente. Tenés siempre un conocido, amigo, alguien en la familia. Antes no era así, era algo más de viejo, no como ahora a los 20, 30, a los 4 años.
— ¿Quiénes los escuchan?
— Los chicos. Los chicos de la secundaria se están moviendo un montón, son ellos los que van a cambiar todo. A nosotros ya poco nos queda. Y gente que vive de cerca casos. Nos quisieron meter que las enfermedades son por los sentimientos, que la generaste. Yo entiendo que hay muchas cosas que uno puede generar si uno no perdona, todo bien, todo bárbaro, pero que a mí no me vengan a decir que me enfermé porque no sané un vínculo. Me enfermé porque me enfermó el ambiente, porque si vivo en un ambiente contaminado me enveneno. Si viviera en un ambiente sano no estaría enferma, no estaría mi médula envenenada. El medio ambiente está envenenado, el agua que tomamos.
— ¿Cuál es la situación alimentaria de Ayacucho? ¿Tiene cordón frutihortícola? ¿Cómo se abastece?
— No, traemos todo de Mar del Plata y es terrible lo que fumigan toda la producción.
— ¿Cómo hace alguien que quiera salir de la alimentación ultraprocesada y fumigada en un lugar como Ayacucho?
— No hay lugares donde comprar orgánico, te tenés que hacer tu huerta. Pero vas a la carnicería y te comprás las milanesas y esa carne tiene todos los agroquímicos que te imagines. Podés generarlo vos, pero en la locura que uno vive es difícil. Yo la podría hacer ahora porque estoy de licencia, agarrar la pala. Yo veo que mis compañeras laburan todo el día. ¿Qué tiempo van a tener? También es el sistema que te lleva a consumir así, lo fácil. Un ejercicio que hacemos con los nenes es mirar en la etiqueta qué tiene lo que consumen todos los días. Llevaron paquetes vacíos de la polenta, del arroz, de los fideos, de las macitas, de los caramelos. En todo hay soja.
— ¿Cómo es su agenda?
— La vamos diseñando, generando charlas. Estamos en plan de concientizar y que las personas puedan darse ese espacio de juntarse a hablar, a debatir, a ver, a escuchar al otro, eso cuesta mucho en un pueblo chico. A veces nos creemos que somos los dueños de la verdad y ahí, chau. Nos llamamos Ayacucho Conciencia Ambiental y hacemos eso. Generamos vínculos con gente que pueda ayudarnos, nos ponemos en contacto con otros grupos de otros lugares, adherimos a movidas. Nos reunimos una vez a la semana. Yo fui al Concejo Deliberante de Mar del Plata con los barrios autoconvocados y cada cual expuso. Estuve participando en un programa de radio los domingos el año pasado, entonces sacaba gente también por ahí para que cuente, por ejemplo a la pediatra María del Carmen Martin de Mar del Plata que contó sobre la situación de los niños allá. Se trata de generar conciencia, no imponer nosotros el cambio, que salga y se geste desde donde tenga que salir. Siempre estamos dispuestos a ir adonde nos llaman.
— ¿Qué te da esta lucha?
— Fuerza. Me da mucha fuerza. Venir a algo como esta marcha me hace bien, me alimenta, encontrarme con gente que conozco. Es difícil encontrarse con personas que te entiendan.
*Por Mariana Jaroslavsky para Almagro