No, no se puede: cómo impacta en las mujeres el discurso de la meritocracia
La autora advierte que debajo de los ropajes del discurso “las mujeres sí pueden” se impone el feminismo liberal: tener igualdad de oportunidades en la dominación. Las mujeres y los mandatos neoliberales.
Por Sofía Rutenberg para Página 12
El imperativo “Sí se puede”, lejos de ser un mensaje esperanzador, constituye un malestar de nuestra época. En particular para las mujeres, a quienes se les exige el plus de “poder con todo” para reafirmar su capacidad y su inteligencia, como condición necesaria para el reconocimiento. Lo que antes era una obligación como mujer -casarse y darle hijos al marido para legitimar el matrimonio y realizarse- en la actualidad no solo insiste sino que es cada vez más difícil de discernir por los ropajes del rendimiento: también es necesaria una carrera profesional, ganar dinero y tener una vida social. La doble o triple jornada invisibilizada y sin remuneración se traduce como una voluntad natural y divina. Invisible no porque sea transparente, sino porque se ocultan los entramados de poder que la hacen posible bajo imperativos de optimismo que establecen una sociedad de rendimiento individual, una carrera en la que hay que llegar a la meta pisando a los que tienen menos oportunidades, en la que todo es posible.
Lo que parecen avances de los derechos de las mujeres no son más que el aumento invisible de la explotación. El presente optimado supone la aniquilación constante del pasado y de la historia. Conlleva una resistencia a la igualdad de derechos, transforma la democracia en mercado, flexibiliza el trabajo, baja los salarios, privatiza la educación y la cultura. Conduce a una ignorancia sobre la genealogía en la que se produjeron las transformaciones de la realidad, una amnesia permanente sobre las políticas –la cuales son efecto luchas sociales– que inician los procesos de emancipación.
“Esto me lo gané yo solo, nadie me ayudó”, “Es pobre porque quiere”, son algunas de las frases que repite el sujeto meritocrático que cree que lo que tiene, y lo que es, está por fuera de una construcción social y política.
Las mujeres luchan para mostrarle a la sociedad que ellas también pueden, que lo que siempre estuvo en manos de los hombres ellas también pueden hacerlo, que son competentes, que pueden administrar una casa o un país. El inconveniente es que a los hombres no les interesa demostrar que ellos también pueden hacer las cosas del hogar o criar a sus hijos. No quieren demostrarle a la mujer que saben barrer, cocinar o sacar el sarro del inodoro, porque eso los rebajaría a hacer tareas femeninas. Las mujeres terminan demostrando cómo pueden con todo sobre-exigiéndose y sintiendo culpa en su tiempo libre, cuando se divierten o disfrutan. Cualquier fracaso es vivido con culpa por haber hecho algo mal, por no ser lo suficientemente capaz ni poder con todo.
Neolibertad
Ya no nos encontramos en una sociedad meramente disciplinaria en la que se deben hacer ciertas cosas y se prohíben otras, sino en una sociedad de rendimiento meritocrático que para pertenecer ¡tenés que poder! Este es el eslogan político actual que se despliega bajo el imperativo ¡Sí se puede! El deseo, que es paradójico, desviado, errático, excentrado, sexual, escandaloso, en una relación siempre problemática con el objeto, se convierte en “yo puedo” y se impone la yocracia como discurso que estigmatiza a quienes no pueden y necesitan ayuda: “Si no podés es porque no querés”. La neolibertad arroja al sujeto a explotarse a sí mismo, suscitando la ilusión de una independencia del Amo, achica las intervenciones del Estado y crea empresarios/as de sí mismos/as, sujetos de rendimiento que se empastillan con psicofármacos para soportar la depresión, el agotamiento y cualquier sentimiento que pueda ser considerado negativo. Si llegaran a fracasar serían los culpables, porque ¡en todo estás vos!
Ya no hay un otro que exige ni ordena, sino la propia coacción, una “autoexigencia” que imposibilita resistencia alguna sobre uno mismo.
Discursos que utilizan el coaching, la psicología positiva y las neurociencias garantizan un modelo de capitalismo abstracto y arbitrario, en el que la libertad se torna un imperativo contradictorio: ¡Sé libre! Lo que se presenta como libertad esconde la coacción del sujeto sobre sí mismo. El régimen neoliberal ya no requiere el sometimiento. Tras la aparente libertad se encubre la estructura coercitiva: explotarse voluntariamente (¡si no podés es porque no tenés suficiente voluntad!) a sí mismo. Se busca que las personas amen su servidumbre.
Uno de los mayores inconvenientes del imperativo “sí se puede” es que no se da en condiciones sociales, económicas y políticas que puedan sustentarlo: trabajo, educación, una vivienda y salario digno, jardines para la primera infancia en los espacios de trabajo, lactarios, etc. Cuando el Estado se hace cargo, la gente cuestiona y estigmatiza cualquier ayuda social porque ¡están haciendo trampa! Es necesario que puedan hacerlo solas y solos si realmente quieren ser merecedores de ese poder.
La crueldad del optimismo
Llegan al poder con la promesa de una “revolución de la alegría”, traen colores, bailan en los eventos políticos y llenan los lugares con globos amarillos. Políticas de maquillaje: pinturas, veredas, arbolitos y lugares para hacer gimnasia en las plazas. El mandato fitness es aprovechado para difundir que los que están arriba de las bicicletas todo el día entregando pedidos de comidas están haciendo ejercicio físico y que eso es bueno para la salud. Detrás de esas máscaras hay desidia, hambre, desempleo y miles de familias viviendo en la calle. Se trata de una alegría siempre postergada, alojar el problema en el pasado y sostener la mentira de que en el futuro estarán mejor. La felicidad se vuelve una promesa que no está en el presente, sino en otro lugar. Algunos pueden esperar. El golpe es para los más vulnerables.
Se promueve la idea de que un gobierno popular arruina la fiesta porque se niega a adoptar el futuro como único lugar de la felicidad. Admite y reconoce a la injusticia social en el presente bajo una conciencia política que involucra lo colectivo, sin individualizar las conquistas de derechos. En la toma de conciencia sobre las desigualdades de clase, etnia y género, necesariamente emerge una negatividad, que los principios del marketing ocultan debajo del optimismo del futuro y en que el problema está en el pasado, estableciendo a la negatividad como estancamiento, incapacidad de avanzar, quedarse en el pasado, en la historia. ¿No es acaso necesario cierto pesimismo, ver el vaso medio vacío, para dejar de encubrir la crueldad del optimismo? Decir “Sí se puede” cuando hay millones de personas que no pueden, ¡no por el pasado! sino porque se quedaron sin trabajo en estos últimos 4 años, es cínico.
El optimismo origina una neutralidad política en la que se regocijan aquellos que les queda el vaso medio lleno para consumir, en lugar de reconocer que hay personas que están completamente fuera del vaso.
“Yo les dije que era un machirulo…” twitteó Cristina Kirchner ante los dichos de Mauricio Macri en una entrevista en una radio en la que se refirió al populismo: “Es como que le cedas la administración de tu casa a tu mujer, y tu mujer, en vez de haber pagado las cuentas, usó la tarjeta. Usó la tarjeta y un día te vienen a hipotecar la casa”. La violencia de género existe y se acrecienta precisamente por la relación de dependencia de las mujeres al salario masculino. A través del dinero se crea una jerarquía, una forma de organización de la desigualdad, lo que Silvia Federici ha llamado “patriarcado del salario”. El hombre tiene el poder del dinero y es quien supervisa el trabajo no pago de la mujer creando situaciones de opresión, sumisión y acatamiento. La mujer es libre para nada porque su emancipación es negativa, su independencia económica no engendra ninguna capacidad política. Muchas mujeres que trabajan entregan el dinero a sus maridos para que estos lo administren. Las mujeres que no pueden dejar situaciones de violencia mayoritariamente dependen económicamente de un hombre y han sido aisladas, convencidas de no formar lazos con amigas ni familiares. No pueden acceder a un tratamiento psicológico, ni salir del encierro trágico de la violencia.
La violencia es un problema complejo, social y político, que no se resuelve de un día para el otro con 5 medidas “extraordinarias”. El Estado actualmente destina 11 pesos por mujer para prevenir la violencia de género, y los femicidios aumentan asiduamente.
Debajo de los ropajes del discurso “las mujeres sí pueden” se impone el feminismo liberal: tener igualdad de oportunidades en la dominación, que sólo un puñado de mujeres pueda progresar en la escalera corporativa, la mercantilización de la igualdad, la cultura empresarial, la tercerización de la opresión para que sean las mujeres más pobres y migrantes las que realicen las tareas de cuidado y limpieza a cambio de bajas remuneraciones.
La verdadera emancipación de las mujeres tiene que incluir servicios públicos, sistema de salud pública y gratuita, vivienda social, y el dinero necesario para que puedan abandonar situaciones de violencia, para no tener que elegir entre vivir en la calle o en una relación abusiva.
Decir “No, no se puede” quiere decir: ¡no hay felicidad en la opresión!
*Por Sofía Rutenberg para Página 12. Foto de portada: Lucía Grossman.