La última tejedora del Cerro Colorado
Porque era ciega, no podía ir a la escuela como los otros niños y se tenía que quedar en casa, bajo la custodia de su mamá que no la dejaba salir a ningún lado. Habitando su ceguera aprendió a vivir sola en el monte, cuidando a sus animales y haciendo lo que más le gusta: tejer utilizando hojas de palmas Caranday, las palmeras autóctonas que tiene Córdoba. Hoy, Beti es la última tejedora de palma en el Cerro Colorado, un oficio en peligro de extinción. Contra todas las dificultades que le pudo imponer su ceguera, Beti gusta de hilar lana también y recorre varios kilómetros montada en su yegua todos los días. Hay quienes dicen que Beti puede escuchar el sonido de la palma cuando crece. Una mujer dura que habla con palabras que se estiran en su tonada, tanto como las palmeras Caranday cuando crecen.
Por Daniel Díaz Romero para Sala de Prensa Ambiental
No se sabe muy bien a qué hora ni qué día, pero, en el horizonte que se adentra en el caserío del Cerro Colorado, suele aparecer la sombra de una mujer montada sobre una yegua que camina con paso cansino.
Con rienda suelta, asoma la figura de “la Beti”, mujer tan sencilla como optimista. Delante de ella, “el Tobi”, un pequeño perro que le va abriendo camino al trotecito y acompañándola adonde va.
Beti es una mujer que despilfarra carcajadas interminables y las arrugas de su cara son el mapa de una vida llena de historias, amigos, saberes y trabajo.
Devota de sus animales y de la amistad, dice que el perfume de la flor de la palma es el aroma más bonito del Cerro Colorado y que es tejedora desde los 13 años: “Tejido con palmera Caranday es mi oficio” dice con orgullo esta mujer ciega que es guiada en los caminos por su yegua “ Tostada” y su perro, el “Tobi”.
“Ando sola por el monte. ¿Miedo? No, no le tengo miedo a ningún bicho. Por ahí, me doy miedo yo misma… puras locuras nomás”, dice “la Beti” y retoma: “Un poco de respeto por las víboras, pero yo sé cuándo alguna anda cerca porque las gallinas me avisan: se alborotan, señal de que alguna anda cerca”.
Beti es la última tejedora con palma del Cerro Colorado, un oficio en riesgo de extinción en el norte cordobés: “Primero, hay que cortar la hoja y, después, desorillarla; me pincho un poco las manos para sacarle las orillitas dejándolas parejas. Luego, elijo las tiras más pequeñas para trenzar las manijas de los canastos: trenzo la base, después la ato para reforzar y empiezo a subir en hileras, atando y atando”, dice Beti, que asegura tener 68 años. “Primero siempre la base, una por fuera y otra por dentro. Canastas, paneras, morrales para los caballos, todo bien reforzado y pesado”, detalla Beti mientras nosotros nos quedamos pensando en el dominio de la técnica que la mujer despliega, a pesar de su ceguera.
—¿Le traen las hojas de las palmas para su trabajo?
—»Nooooo, las busco yo, quién me las va a traer”, se apresura a decir y agrega: “Me encanta hacer ese trabajo, me hinco espinas en las manos, pero no me importa, me gusta hacerlo porque no quiero estar de vicio tampoco. Voy solita junto con mi yegua por el campo, cuando encuentro palmas corto las hojas, dejo que se sequen, las embolso y las llevo».
—¿Cómo aprendió el oficio de tejedora?
—»Hace más de 50 años que aprendí a tejer porque a mi hermano le enseñaban en la escuela y yo le preguntaba cómo era la técnica e iba practicando en mi casa. A la escuela no pude ir -dice Beti- pero aprendí algunas cosas sola; a mí las cuentas me salen bien”, se apresura a decir y lanza: “A la cabeza no hay que tenerla para llevar sólo los pelos, saben decir. Mientras haya palma buena voy a seguir, vamos a seguir buscando palmitas buenas.
—¿Si tuviera que elegir otra vida, cual elegiría?
—¿Otra vida? No, yo elijo ésta nomás, con los canastos y los animales.
Beti cabalga unos 7 km todos los días guiada por su yegua Tostada, hasta llegar a su casa. Gran parte de su vida transcurre a orillas del río de los Tártagos, pero, hace unos meses, le cerraron la entrada al campo habitado por su familia desde hace 3 generaciones. “Necesito comprar maíz y comida para los animales y ahora lo tengo que llevar porque no pueden entrar vehículos hasta mi casa. Llevo las compras en la yegua por un camino que recorre 2,5 km: las garrafas son incómodas de cargar, pero hay que darse maña”, cuenta Beti.
La vida según Beti
“Cuando tejés en soledad, te encontrás con tus pensamientos. Tiempo de pensar cosas que me pasan y de recordar a los amigos”, señala Beti.
—¿Cuánto tiempo lleva tejer?
—Entre 4 y 5 días, no es sólo sentarse y ya queda todo listo”. Beti narra el complejo proceso para elaborar una canasta o un morral, que va desde elegir con cuidado las hojas que no deben estar verdes, hasta cortar las palmas y dejarlas para que se aireen. “Hoy iba a traer unas hojas, pero al final no las traje, las tengo guardadas de hace muchísimo. Recorro los lugares y con un machete corto las hojas de la planta: las dejo que se oreen unos días para que se amortigüen. Si se resecan de más, las ablando con agua llovida, porque es mejor que el agua común y ahí las sigo trabajando».
—¿Cómo hace para juntar palma?
—Tocándola, necesito que tengan espinas para poderlas trabajar. Hay muchas que tienen los pinchos secos por las heladas o por la misma seca que hay. Qué se yo, me doy maña. Hay mucho monte de palma, pero no todo es bueno, siempre hay que buscar la palmera larga y con la espina para poderla trabajar.
—¿No le han pedido que enseñe el oficio de tejedora?
—Siempre, pero son propagandas nomás, porque el intendente cuántas veces me dijo eso, pero nunca concretan nada.
—¿Cómo es su vida?
—Me levanto temprano, en verano, a las 5 de la mañana y agarro mi yegüita, le doy de comer, tomo un mate cocido y salgo, porque mate no me gusta tomar sola. Me voy para el Cerro, más que todo.
Beti tiene 2 yeguas que la acompañan siempre: “la Tostada” y “la Pituca”: “El animal que más quiero en este mundo es el caballo, locura que tengo con ellos. ¿Por qué será, no?», se pregunta Beti con una sonrisa. “También tengo un cusco que anda conmigo”. Beti gira su cabeza en varias direcciones buscando a su perrito como si pudiera mirar lo que le rodea y dice: “Ahora se debe haber ido con las yeguas, se llama “Tobi”. La mujer cuenta que “tengo también algunas gallinas, poquitas, pero hay mucho daño de bichos, de perros. Pumas y jabalíes, eso es lo que abundan, no por cerquita de las casas, pero hay muchos”.
—¿Se aburre?
—A veces, me aburro. Entonces, salgo a caminar por ahí, el “Tobi” me sigue para todos lados, como a la yegua: por ahí, la largo para el lado del río y él va con ella y si se le arrima algún otro animal, lo saca corriendo. Es muy buen perro. Ha sido de la cocina del Hugo Mario, ahí estaba y me lo llevé conmigo cuando tenía 2 meses.
Hugo Mario es un histórico despensero del Cerro Colorado y, lo que más importa, su gran amigo. Detrás de la despensa, hay un tinglado que se convierte en el boliche del pueblo cuando los números musicales lo ameritan. Pero, además, Hugo Mario le reserva una piecita con una cama para cuando a Beti se le hace muy tarde para volver a su casa. Eso sí, Hugo Mario la tiene amenazada a que cierre bien la puerta, porque la yegua de Beti siempre quiere entrar. “Con el Hugo Mario somos mejor que un hermano, hay que decir lo que es”, sentencia Beti.
—¿Además de la palma, qué le gusta hacer?
—Hilar con lana, pero ahora no tengo buen material. Tengo algunas, pero son feas, no sirven para ovillar. Hilo lana de oveja con un huso, que es un palito que lo hacés dar vuelta y la hebra se va torciendo. Si está livianito el huso, le agrego un hueso, que es la coyuntura de la vaca: le hago un agujerito y lo pongo para que haga peso. Es muy lerdo hacer el hilo, para producir un kilo tengo que estar 15 días. Más me conviene hacer estas otras cosas.
La vida de Beti no ha sido fácil, no sólo por su ceguera, sino por pequeñas tragedias que ha debido enfrentar. En un episodio policial que aún no queda claro, su humilde casa en el “Parajillo” –paraje ubicado a unos 7 km. del Cerro Colorado- ardió una noche: “Me la quemaron toda, no me quedó más que la ropa que llevaba puesta y el apero que tenía la yegua”, declara la mujer.
“Fue hace 10 años, cuando volvía a mi casa desde el Cerro Colorado de madrugada. Entré y saqué algo para comer de la heladera y, en eso que pongo la fuente sobre la mesa, siento un ruido de vidrio roto. Mientras me preguntaba qué era eso, me asomé a una pieza en la que tenía maíz y otras chucherías. De la cocina, sentía el calor de las llamaradas. Pude rescatar algunos animalitos que tenía con la ayuda de algunos vecinos”. Beti impone un silencio por unos segundos, tras lo cual dice: “Tengo teléfono celular, pero solamente para que me llamen porque no lo entiendo mucho, para marcar los números necesito que alguien me ayude”, expresa la mujer mientras saca de su bolsillo un Nokia 1100 y recuerda: “Cuando eso pasó, tenía el teléfono, pero no lo entendía mucho, así que no lo pude usar para pedir auxilio, después me enseñaron. Intenté, pero no pude llamar, tuve que ir hasta “El Pantano”, un paraje cercano a mi casa. No hacía un año que había terminado de construir mi casita y bueno, hasta que los muchachos llegaron, ya había agarrado fuego todo. Pero empecé de nuevo, gracias a Dios”.
—¿Se siente la soledad?
—Sí, a veces, por ay cuando no anda nadie, la soledad se siente.
—¿Si tuviera que elegir un perfume del Cerro Colorado, cuál elegiría?
La flor de la palma, ahora nomás están con flores y largan un perfume muy lindo. Las vacas las comen porque la fruta es dulce, yo la he probado y uaaaajjjj, es como si se te pegara en la lengua; yo digo, ¿cómo puede ser que a los animales les guste eso? Y, sin embargo, le gusta mucho a los caballos y a los cabritos también, lo mismo que la algarroba”.
El suspiro de las ánimas
—¿Es cierto que los espíritus silban cuando se acerca el “Día de las Almas” en el monte?
—Yo escucho unos silbiditos así: fiuuuuuuu, claritos. Sabe ser el 2 de noviembre, el “Día de los Muertos”. Silbiditos que van y que vienen en el monte, cuando vuelvo a mi casa por el camino. Pero no es más que eso, aunque un poco se me impresiona el cuerpo, pero nada más. Los caballos no se asustan, los animales no”.
—¿Si tuviera que agradecerle algo a la vida, qué le agradecería?
—»La vida es como es, pero yo no me quejo”, dice rápidamente mientras sonríe. “Agradezco muchas cosas y amigos es lo que tengo, agradecida de tener muchos. Cuando vengo para acá, no me dejan llegar, voy parando a cada rato y demoro como 2 horas entre charla y charla. Saben decir que los amigos son hermanos y yo tengo muchos hermanos.
—¿Lo conoció a Atahualpa Yupanqui, aquí en el Cerro Colorado?
—No, pero dicen que no era muy de darse con todas la personas. Sin embargo, ha quedado ser famoso.
—¿Le fastidia su ceguera?
—Sí, me jode. Dicen que todo lo que hago, otros no lo podrían hacer. Los aromas, los olores son mis ojos. Saben decir que uno pierde la vista, pero no pierde el olfato ni el oído… Uh, ¡yo tengo un oído! A mí no se me escapa nada.
Dice que hay un hombre que le ha roto el corazón, pero que ella lo seguirá esperando. Se divierte contando que su amada yegua nunca se le ha retobado, aunque cuenta: “un par de veces me he caído del caballo. Los otros días nomás, me caí plancha, pero no fue culpa de la Tostada, ella ni se movió. Pasa que antes de montar, habíamos estado festejando mi cumpleaños y se me fue el cuerpo… a lo mejor, tomé unos vinitos de más, habrá sido eso…”, dice soltando una carcajada.
Beti Medina nació ciega y, habitando su ceguera, aprendió a vivir sola en el monte, cuidando a sus animales y haciendo lo que más le gusta: tejer con hojas de palmas Caranday, las palmeras autóctonas que tiene Córdoba. Beti Medina, una mujer que nunca necesitó sus ojos para mirar.
*Por Daniel Díaz Romero para Sala de Prensa Ambiental / Foto de portada: Sala de Prensa Ambiental