La huerta del fin del mundo
En la base Marambio, un proyecto revolucionario permitió desarrollar un módulo productivo donde se cosecha rúcula, lechuga y perejil. Hojas frescas de un verde intenso hacen historia en las tierras heladas de la Antártida Argentina.
Por Alexis Panozzo para En Estos Días*
Es mayo del 2022. Afuera, el frío supera los 20 grados bajo cero. Adentro, tres amplias bandejas de chapa entran al horno para terminar de cocinar la pizza que, como cada sábado, reúne a más de 70 personas en el comedor de la base Marambio, en la Antártida Argentina. Pero esta vez la pizza no es cualquier pizza. Los cocineros agregan el toque final y desparraman sobre la masa crujiente el resultado de años de trabajo: rúcula fresca. Cosechada allí mismo. En una isla del fin del mundo, semidesierta y congelada.
Los comensales no se inmutan. Algunos están ocupados saboreando esa mezcla de jamón crudo, muzzarella y, ahora, hojas verdes. Otros murmuran por lo bajo. Notan el detalle, pero no dicen mucho. César Araujo, uno de los responsables de que esa noche haya rúcula fresca en el menú, piensa lo que dirá luego:
-Es una noche trascendente para la historia antártica argentina.
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En 1951, Gustavo Marambio, piloto y militar argentino, sobrevoló el territorio donde en 1969 se construiría la primera y única pista de aterrizaje argentina en la Antártida, y que sería el inicio de numerosos asentamientos.
El joven piloto iba a morir en el aire casi dos años después de ese vuelo, sin saber que aquella lejana y blanca isla, en honor a su hazaña en el continente de hielo, llevaría su nombre
Marambio es una de las trece estaciones que nuestro país tiene ubicadas para la investigación en la Antártida. Y es una de las bases más importantes de todo el continente, considerada “la puerta de ingreso a la Antártida” por las condiciones de aterrizaje que presenta su aeródromo.
Solamente en época invernal, llega a alojar a 70 u 80 trabajadores. Para el verano, son más de 180 personas en tránsito. Se estima un promedio de más de 100 vuelos intercontinentales al año, aunque los habitantes pasan varios días aislados por cuestiones climáticas. Esto perjudica la provisión de alimentos y el funcionamiento general de la base principal y las estaciones aledañas. La isla alcanza los 35 grados bajo cero en invierno y vientos de más de 130 kilómetros, sin ningún tipo de freno natural.
Hoy, la base Marambio es noticia por darle de comer verduras frescas a sus habitantes. Un proyecto de módulo productivo, elaborado al 100% por científicos argentinos y con tecnología nacional, produce a escala alimentos frescos. El método es el de la agricultura hidropónica, en el cual se utilizan soluciones minerales en vez del convencional suelo agrícola.
Uno de los técnicos involucrados en el proyecto es Jorge Birgi, quien pertenece a la base experimental que el Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria (INTA) tiene en Santa Cruz y desde allí monitorea la performance del módulo. También analiza lo realizado en Marambio y dice que muchos países utilizan el método hidropónico, aunque casi ninguno lo hace a escala, como lo montaron ellos.
Birgi sostiene un tono serio durante su relato. Sus palabras parecen sonar con la misma precisión con que se calibran los paneles del control del módulo antártico. Dice que la comunidad científica internacional presta mucha atención al desarrollo del proyecto porque la Antártida posee condiciones climáticas extremas que son similares a las de otros planetas, como Marte, y que se estudian en la actualidad porque proyectan un nuevo escenario para la vida.
-La Antártida es un poco Marte -dice Birgi y nada de lo que cuenta parece exagerado.
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Rúcula, lechuga y perejil. Esa fue la selección inicial con que las autoridades del INTA, la Dirección Nacional del Antártico (DNA) y el Comando Conjunto Antártico (COCOANTAR) pusieron en marcha un proyecto sin precedentes: el Módulo Antártico de Producción Hidropónica (o como sus siglas lo indican, MAPHI) para cultivar allí mismo, y por primera vez en la historia, verduras frescas.
En 2018, una comitiva del INTA, encabezada por Birgi, viajó a la Antártida para inspeccionar y buscar un lugar propicio para desarrollar el ambicioso proyecto. Eligieron un container marítimo de seis metros de largo por dos metros y medio de alto, que se utilizaba como depósito de limpieza y quedaba a escasos metros del casco central, en Marambio. Esa fría y oscura pieza metálica, pensó Birgi, podría reacondicionarse y ser perfecta para producir alimentos. Fue así como, durante todo el 2019, personal de la base puso manos a la obra.
César Araujo, encargado de la división de Prevención de Accidentes, Seguridad e Higiene, y Cuidado Ambiental del COCOANTAR, y su equipo empezaron desde cero a desmantelar aquel viejo container hasta transformarlo en un moderno e hiperconectado módulo productivo. Lo cubrieron con capas aislantes, pintura térmica y utilizaron lana de roca y durlock. Rehicieron los pisos con poliuretano expandido y lo revistieron con vinilo aislante. Colocaron las conexiones de agua e internet, puertas antipánico de vidrio y sensores. Luego vino la incorporación de la tecnología. Se instalaron cámaras de alta definición que fotografían diariamente los cultivos para ver su evolución. También articularon el trabajo con la Universidad Nacional de la Patagonia Austral que elaboró un sistema de telemetría para controlar y corregir, a través de un panel, las condiciones de producción del módulo.
En 2020, sobrevino la pandemia y, lejos de frenar los avances en el proyecto, los técnicos se tomaron ese tiempo para perfeccionar el funcionamiento del panel. Fue así como lograron terminar de ensamblar una pieza clave. Con el panel podían leer y corregir, de forma remota, variables como la humedad relativa, saber cuánta agua consume el módulo, si tiene filtraciones o derrames, si hay presencia de humo, llamas, entre otras numerosas funciones que rigen y maximizan la productividad.
Al finalizar el proceso de armado y adecuación del módulo y de aplicación de tecnología, vino el paso más ansiado: la plantación. Quizás en otro espacio que no sea la Antártida, el paso considerado más primario, pero que allí era todo un experimento.
La primera siembra la hizo Birgi. 90 lechugas de una variedad (Grand Rapid), 90 de otra (Red Salad), perejil y rúcula. Ocupaban tres niveles de estanterías de aluminio enervado. El perejil al principio no prendió y resembraron todo con más rúcula. La siembra se produjo un mediodía. Al otro día, a la misma hora, habían germinado raíces de lechuga y rúcula. A las 96 horas, ya había pequeñas plantitas. A la semana, tenían tallo y raíz bien formada.
Durante la espera, Birgi recitaba el calendario de los cultivos: “La rúcula de hojas pequeñas tarda 12 días. Las lechugas adultas, 30”. Araujo imaginaba los menúes: “Lechuga con palmitos. Rúcula con parmesano y aceite de oliva. Ensalada rusa con perejil antártico”.
En poco menos de dos mese, generaron algo así como una “cadena virtuosa” de ensaladas. El módulo producía intercaladamente para que, una o dos veces por semana, las alrededor de 70 personas que están en la base, a esta altura del año, puedan comer verduras frescas.
Antes de que el módulo hidropónico se ponga en funcionamiento, la experiencia de comer verduras en la Antártida era otra cosa. Los habitantes de Marambio (y las demás bases) debían esperar a que lleguen las verduras frescas en avión. Un Hércules de la Fuerza Aérea Argentina les dejaba estas y otras provisiones. El problema venía en las épocas de tormenta: Marambio queda aislada por malas condiciones para la aeronavegación y las provisiones no llegan por dos o tres semanas. Es ahí cuando sus habitantes se vuelcan a lo ya conocido hasta el hartazgo: los supercongelados. También recurren a conservas y enlatados. Así lo recuerda Araujo. Por eso piensa en el proyecto y dice:
-Tener algo fresco y producido acá es revolucionario.
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El día en que todos se dieron cuenta de que algo distinto estaba pasando fue con el sánguche de milanesa. El menú tocó inmediatamente después del sábado de pizzas. Acompañaron los sánguches con lechuga fresca del módulo. Cada comensal ponía dos, tres y hasta cuatro hojas entre los panes. Era una novedad.
El día de las pizzas con rúcula fue el primero, fue especial, pero este se transformó en el de la ovación, recuerda Araujo.
-¡Un aplauso para los de las hidropónicas! -se escuchó en el salón y todos los sánguches volvieron momentáneamente a sus platos para despejar las manos y que el reconocimiento sea unánime.
La base estaba cambiando para siempre su forma de consumir vegetales. Aquellas eran las primeras demostraciones de un hecho histórico que se instalaba en el comedor de Marambio a fuerza de ensayos culinarios y una juiciosa masticación colectiva.
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El mayor período de tiempo que César Araujo estuvo en la Antártida fue en 2019. Fueron nueve largos meses. Justo el tiempo en que desarmó un abandonado pedazo de metal para convertirlo en un radiante módulo al servicio de la tecnología y la producción de alimentos. Araujo piensa en la primera vez que visitó Marambio. Once años atrás, un avión Hércules lo depositó en una isla congelada. Un cascote de hielo. Eso era, a simple vista, Antártida para él. Solo tiempo después, brotó el afecto por aquel lugar. Despacio, como si ese sentimiento también se incubase al calor del módulo y fuese una semilla que un día se rompe y no para de crecer.
Araujo tomó dimensión de su experiencia en Antártida cuando se fue, al pisar este lado del continente:
-Para mí, Antártida es camaradería, pasión por lo que se hace. Siento a Marambio como mi segunda casa.
Ahora, lo que se viene, son más hojas verdes y fruta. Araujo dice que tienen previsto plantar albahaca, espinaca, achicoria, ciboulette, orégano. Más adelante, tomate cherry y frutillas, y que deben hacerlo bajo estricta seguridad ambiental. El tratado antártico es muy riguroso con la inserción de especies no nativas, remarca.
Se lee en la voz de Araujo el vértigo que provoca la sensación de futuro ante una iniciativa que los arroja hacia adelante y llena la mesa de platos de colores que se imponen sobre un helado y espeso fondo blanco. Vendrá la pizza a la napolitana con una capa fina de orégano, frutillas con crema, tartas de espinaca o fideos con salsa de albahaca. Una opción para cada paladar que, de postre, sirve una paradoja: decirle definitivamente adiós a los congelados en el continente del hielo.
*Por Alexis Panozzo para En Estos Días (Crónica publicada originalmente en julio de 2022) / Imagen de portada: Rocío Griffin.