La historia que se cuenta en Volverte a ver es un eslabón más del activismo transnacional surgido de la politización de la maternidad y el maternaje, de este asunto de criar y socializar seres humanos, que va más allá del hecho biológico de parir, seguro, y que habitualmente, como afirma Carmen Magallón, “entra en contradicción con el ejercicio de la violencia”, pero no contra la indignación ni la agencia política que emana de la rabia y el dolor. Hace ya algunos años, en este mismo medio, la compañera Emma Gascó escribió un estupendo artículo sobre estos colectivos, ampliamente formados y sostenidos por mujeres. En él, Gascó recogía unas palabras de la socióloga Silvia Trujillo que explica de forma contundente y sencilla qué transformación de lo maternal supone esta lucha política contra el silencio: “De la madre-sumisión, de la madre-abnegación, de la madre-espacio privado, se colocaron en un lugar nuevo: la madre que toma la calle, la madre-lucha, la madre-fuerza”. Mujeres que revuelven la tierra con sus propias manos, que buscan, identifican y reclaman responsabilidades y justicia para sus seres queridos, para esos cuerpos desechados y cosificados que merecen cuidado y una despedida digna. Esas son las protagonistas de este documental y a ellas pertenece la voz narrativa del relato.
El espíritu de Cihuatcoatl
En su libro Borderlands/La frontera. La nueva mestiza, Gloria Anzaldúa rescata la figura de Cihuatcoatl, “la antigua diosa azteca de la tierra, de la guerra y los nacimientos, patrona de las parteras y precedente de la Llorona”. La autora la describe cubierta de tiza y vestida de blanco, y así, en el panteón municipal de Jojutla, enfundadas en sus trajes de protección forense y sus guantes blancos, vemos a Edith, a Angy y a Lina, y a otras de sus compañeras, documentando presencialmente en las exhumaciones de las fosas, en la zona cero de la memoria, todas las irregularidades cometidas: informes de necropsias falseados; tres personas en una sola bolsa y con un solo expediente; ropa fuera de las bolsas que debería estar conservada y registrada por las autoridades; cuerpos sin necropsia; carpetas ilegibles o inexistentes…¿Negligencia e incompetencia? ¿Encubrimiento de los vínculos entre funcionarios públicos y el crimen organizado? Sobre ello reflexionan cada noche Edith, Angélica y Tranquilina mientras repasan las notas tomadas durante las exhumaciones, día tras día. “¿Qué quieren encubrir a estas alturas?”, pregunta una de ellas. “Nunca pensaron que fuéramos a estar aquí revisando su trabajo”, responde otra. “Cuando van describiendo todo esto, es imposible que no te imagines cómo murió o cómo la mataron. (…) Es imposible que no pienses que eso mismo le pueden hacer a tu hija”, sostiene Angy en medio de una de esas revisiones nocturnas. Y ante la herida que supura y el flaqueo de las fuerzas, Carolina Corral Paredes nos muestra una escena cuyas imágenes encarnan la política feminista de la sororidad, el acuerpamiento, el sostenimiento mutuo, ese pacto entre mujeres con un lenguaje corporal propio. Lo macabro, el daño, la violencia institucional continuada, la desesperanza… todo queda en suspenso, igual que el cuerpo de Edith sostenido amorosamente por Lina en una piscina, ayudándola a flotar, a confiar, a desconectar por unos minutos.
Un camino de resistencia ante la doble desaparición
A medida que pasan los días, aumenta el número de cadáveres descubiertos. En el Panteón de Jojutla, las familias extienden una lona: “No somos 36, somos más de 100”. Una voz en off anónima confirma que hay tres fosas con un total de 124 cuerpos que no llegarán a desentarrarse porque, en 2017, los trabajos de exhumación e identificación fueron suspendidos. La apuesta estatal por el olvido forma parte de la revictimización constante de las familias que, como bien explica Angélica hacia el final del documental, son testigos de una doble desaparición: “Por primera vez, los desaparecen. No sé quién se los lleve, la delincuencia, los secuestran… se las llevan para trata, no lo sé. Pero desaparecen esa vez y la fiscalía y el gobierno los vuelven a desaparecer por segunda ocasión”. Ciertamente, las desapariciones forzosas son uno de los ejes centrales del narcogobierno y de la necropolítica en México. Y aunque no podemos hablar propiamente de una guerra, el país norteamericano es un gran exponente de lo que dentro de los estudios de paz se ha venido en llamar “contextos de alta violencia” o “violencias fuera de los contextos bélicos”, ya sea esta perpetrada por el Estado o por grupos del crimen organizado o, en la mayoría de los casos, por ambos al mismo tiempo. Ya lo decía Sayak Valencia en su Capitalismo gore: “La mafia se entreteje con el Estado y cumple (o financia) muchas de las funciones de aquel, creando un entramado indiscernible y difícil de impugnar de forma eficaz”. ¿Cómo impugnarlos, pues? La lucha contra esa maquinaria de destrucción es titánica y el trabajo extenuante, pero como explica Tranquilina al principio del documental, “la ausencia te duele más cuando tú no haces nada”. Y ante la imposibilidad de llevar a cabo el duelo, solo queda resistir, escarbar la tierra para encontrar la verdad, sacarla a la luz, denunciarla y exigir justicia y reparación. Así lo confirman Edith y Angélica: “Aquí está la verdad, la tenemos nosotras. ¿Qué vamos a hacer con esta verdad?”. “Esto es un camino de resistencia (…) Lo que sí no saben es que nosotras no nos vamos a cansar”.
Epílogo
Este texto debería haber sido una crítica cinematográfica al uso, pero se ha negado a serlo y yo me he negado a hacerla. Me sumo desde mi propia subjetividad a la denuncia de la directora y le agradezco -como a tantas otras documentalistas- que pongan luz y registro sobre tanto horror, y lo hago recordando, además, la propia historia de España, con sus 114.000 personas desaparecidas enterradas en las cunetas y me viene a la cabeza el poema Decía hielo de la poeta sevillana Julia Uceda porque me trae de nuevo las imágenes de Lina, Edith y Angy, intentando poner palabras comprensibles a lo impronunciable. Con ella cierro:
¿Qué dijo?
¿Qué decía? Palabras, eso sí,
palabras eran, pero ¿qué palabras?
Caían sobre una mesa. Y había luz.
Una luz muy oscura.
Ahora las manos se agrietaron
buscando los sonidos, revolviendo
agujeros, bolsillos falsos, nidos
abandonados, hojitas de musgo
y hojas secas: todo lo quieto. Sacude
los recursos para encubrir, por si cayeran,
las palabras, al suelo, con un sonido comprensible.
Pregunta
a los árboles del más allá, de vez en cuando,
si se acuerda, al llanto de los helechos y a la nuez
en que la luz, copo de fe, se encierra.
Porque asegura
que las oyó y eran como rastrojos, nudos
de alambre, manzanas podridas y un rostro
volcando todo eso, echando todo eso, tan frío,
en la nuca inocente. Y helaba la dulzura.
¿Dónde se han escondido? ¿Desde dónde
la miran, las palabras, agazapadas, riéndose
de que no las encuentre, tan torpe?
Que se muera buscándolas, dirán.
Tal vez al otro lado…
*Por Sonia Herrera Sánchez para Pikara Magazine.