La panza llena, los nutrientes justos

La panza llena, los nutrientes justos
31 diciembre, 2019 por Redacción La tinta

Las primeras graduadas de la Diplomatura en Alimentación y Cultura Saludable de la Escuela de Humanidades y el Programa Lectura Mundi de la UNSAM son cocineras comunitarias que ya multiplican lo que compartieron en el aula: comen más verduras, cocinan sin exceso de harinas y se sienten más livianas. En 2020 ellas serán las formadoras de otras mujeres. Una acción desde una universidad pública que acompaña las políticas contra el hambre, se piensa desde del territorio y busca democratizar la consciencia sobre la comida sana.

Por Denise Berler para Revista Anfibia

En el grupo de whatsapp de la Diplomatura en Alimentación y Cultura Saludable de la Escuela de Humanidades y el Programa Lectura Mundi de la Universidad Nacional de San Martín (UNSAM), la primera camada de graduadas comparte sus logros:

—¡A comer ensaladas!

—Hoy cociné guiso de garbanzos con arroz yamaní y ensalada con verduras y semillas.

—¡Qué bueno!

—Yo preparé yogurt de kéfir con leche y está muy bueno.

—Miren: esta es la huerta de mis hijos.

En ese grupo están Elvia, Magdalena, Maribel, Jenny y Nilda, que ahora entran con paso firme al comedor de la UNSAM, pegadas entre sí como amazonas. Con risas explosivas saludan en voz alta.

En la parrilla de Mensa, construida con material reciclado, Antonio Jara prendió el fuego para agasajar a la primera camada de egresadxs de la diplomatura que enseña a cambiar las recetas, promueve la soberanía alimentaria, invita a defender el derecho a la alimentación saludable también en el plato urgente de los comedores populares de las villas. Elva, Magdalena y Jenny, por ejemplo, vienen de ahí: su laboratorio de química está en una cocina de la Villa 31. Lo que se llevan de la diplomatura de la UNSAM propaga el efecto del fuego para transformar los elementos que se sirven en la mesa y de allí, al cuerpo y al futuro de muchos niños y niñas afectadxs por la pobreza, el hambre y la malnutrición. Lo que escucharon en el aula lo evidencian ellas mismas en sus actividades de todos los días. La comida sana no sólo puede ser rica sino que cura y ayuda a sentirse mejor.

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(Imagen: Leandro Martínez / UNSAM)

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Como primeras catadoras de su platos, la transformación empezó por ellas mismas. Jenny, que cocina para otros, aprendió a mirar su propia alimentación. Está sorprendida. Antes no sabía cómo comer, era “un desastre”.

—Comía grasa, mayonesa y el yogurt más caro porque pensaba que era el mejor. Ahora a la comida le sentís el gusto, no es sólo grasa. Me empecé a sentir bien, más liviana. Ahora puedo correr.

Desde que hizo la diplomatura, en su comedor venden la harina mala que les mandan y hace feriecitas para comprar ingredientes y preparar pan de arroz. Es más sano.

—Me di cuenta que podés hacer maravillas con menos tiempo y menos plata.

Para Elvia, del merendero Saldia de la Villa 31, la cursada también marcó un antes y un después: su menú incluía mucha harina, pan, papas. Arroz al mediodía, arroz a la noche. Siempre arroz y poca verdura.

Elvia tiene 41 años y llegó a los 19 de Perú. Antes de venir estudió enfermería y le dijeron que acá iba a tener oportunidades de empleo. Nunca pudo trabajar en lo suyo, hizo lo que pudo para sobrevivir. Hubo días que vivía a mate: mate a la mañana, mate a la tarde y listo. Luego empezó a ir a un comedor para comer por lo menos una vez al día.

A su casa en la Villa 31 se llega por una calle sin nombre, queda cerca de la estación de Retiro y de una plaza. Un día vio que chicos entre once y doce años bajaban del tren con hambre y sed:

—Venían solos desde provincia a trabajar, a buscar cartones. Los veía en la plaza tristes.

Se acordó de cuando ella también pasó hambre. Con lo poco que ganaba empezó a comprar alimentos para dar una merienda a los chicos: jugo y galletitas. Luego se le sumaron otras vecinas, y de vez en cuando hacían tortas fritas. A la plaza llegaron el Movimiento Evita y la CTEP y les consiguieron leche con chocolate.

—Al comer variedad te ponés más contenta. Quizás una ya sabe cómo comer, pero lo tiene guardado y no lo sacá. Después lo descubrís y decís ¡wow! y te cambia la vida porque sabés que estás comiendo algo sano.

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(Imagen: Leandro Martínez / UNSAM)

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Magdalena tiene 60 años y 7 hijos. Nació en Chile. De su primera noche en la Argentina, a los 12 años, recuerda que sus padres la dejaron con sus dos hermanos en la estación de micros durante seis horas mientras buscaban un lugar donde dormir. A los 16 fue mamá. Cuando su séptimo hijo tenía 3 meses, su esposo se borró. Magdalena los siguió criando sola mientras trabajaba en un taller de costura que se puso en la casa de la madre. En épocas de entrega llegaban a pasar 24 horas cosiendo sin parar.

—Era trabajar para darles de comer o estar con ellos.

Desde temprano participó en la comisión de la villa 31 por el derecho a las tierras, y desde allí siguió participando en actividades para mejorar la calidad de vida en el barrio. Hace tres años empezó a cocinar en un comedor del Movimiento Evita donde meriendan más de 250 personas por día. Allí se enteró de la Diplomatura de la UNSAM.

—Antes comía cualquier cosa, muchas harinas y mucho azúcar. Aprender a comer te pone más feliz.

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Guillermo “Billy” Suárez es el gestor de dos proyectos que están revolucionando a la Universidad Nacional de San Martín (UNSAM) y a las cocineras comunitarias: el comedor universitario saludable Mensa y la Diplomatura en Alimentación y Cultura Saludable para cocineras de merenderos y comedores comunitarios. Ambas son apuestas a pensar la alimentación saludable de otra manera y a convertir a la universidad pública en un actor activo en el territorio y en las políticas de salud.

Billy trabaja en la universidad hace más de 20 años y tiene una cátedra en Economía y negocios. Académico y autodidacta se autoproclama de triple condición: docente, cocinero y economista. Criado en una cocina de campo por una abuela española, acostumbrado a cosechar duraznos, cerezos, nogales y a fabricar dulces caseros, hizo su primera receta a los cinco años. Desde ese entonces en sus diarios íntimos acumula recetas de todo tipo. Vivió en España y cuando volvió se puso un restaurante de cocina gourmet en un viejo almacén de Adrogué. En 2015 se cansó de la “alta cocina snob”, de “la alimentación fashion” que se preocupa más por el impacto final del producto que por todo lo que produce -de dónde viene, cómo se cultiva, cómo se trata, si se produce y se vende de manera justa- y empezó a gestionar el comedor de la universidad.

Mensa es luminoso y espacioso, todo vidriado y con un techo de lona blanca rodeado por pasto y árboles. La cocina está impecable y en las bachas de acero inoxidable se ven legumbres, verduras crudas, soufflé y tortilla de verduras, semillas, frutas, pan de centeno y algo de carne y pollo. Al costado hay jugo de frutas orgánicas de producción casera.

Billy llega con una carpeta llena de informes sobre nutrición y malnutrición:

—No hacen falta más hospitales y más médicos, hace falta cambiar nuestra alimentación. Lo que ganamos en tiempo abriendo una lata, lo perdemos yendo al médico por enfermedades. Tenemos a la mitad de nuestros pibes desnutridos o malnutridos. El hambre no se sacia solo con la panza llena. El hambre requiere de un buen comer.


Según la Segunda Encuesta Nacional de Nutrición y Salud del Ministerio de salud, en 2019 se observa un consumo altísimo de alimentos y bebidas hipercalóricas y ultraprocesadas, de baja calidad nutricional: altos en azúcar, grasa y sal, y pobres en fibra, vitaminas, minerales y otros nutrientes. Solo un tercio de la población consume al menos una vez por día frutas y verduras. El consumo de alimentos no recomendados es extremadamente alto: el 37% toma bebidas azucaradas diariamente, el 17% consume diariamente productos de pastelería y galletitas dulces y el 36% y 15% consume productos de copetín (snaks) y golosinas al menos dos veces por semana.


Billy cree que la Mesa contra el hambre, de la que es parte como representante de la UNSAM, tiene que pensar en la calidad de la comida también. No solo en llenar la panza. En Mensa todos comen lo mismo: el rector de la universidad y los pibes del secundario de la zona, que llegan becados por la universidad. Los menúes proponen un 50% de carbohidratos, un 35 % de grasas y un 15% de proteínas.

—Acá no les damos un menú de estudiante, pobre, ultraprocesado, hipercalórico, barato. Lo que te metés al cuerpo es clave. El cuerpo se vuelve más lúcido, te cambia el humor, la alegría, tenés más energía, más claridad. No tenés que ir a un terapeuta, le digo al que me pregunta, tenés que desintoxicarte.

Al principio le decían que estaba loco, que cómo le iba a sacar la milanesa con papas fritas al argentino, que no somos pajaritos para comer semillas. Ahora le dicen: “Son las 19 y estoy con energía, no estoy pesado”.

El comedor Mensa no es solo la alimentación saludable sino todo lo que la rodea. En un cartel a la entrada se lee: “Evitemos tirar comida. Ayudanos eligiendo tu porción adecuada. Gracias a tu colaboración durante el 2018 pudimos reducir los desperdicios un 50%”. En el cuarto donde funciona la administración se ven dibujos hechos a mano por Billy con paneles solares y sectores para huerta orgánica; es el diseño de cómo hacer todo el espacio autosustentable. En el techo un calentador solar. En la parte de atrás del salón se ve una parrilla con materiales reutilizados, varios tachos con compost y distintos espacios y máquinas para tratar la basura.

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(Imagen: Leandro Martínez / UNSAM)

—Soy un economista amante de la mierda: amo la caca y amo ver qué pasa con todos los restos. No me interesa solo la alimentación, sino todo lo que produce el círculo virtuoso del consumo alimenticio. Nada es basura todo puede reutilizarse.

En Mensa se come y se trabaja de forma saludable y justa: con buen salario, roles rotativos, formación interna, sin desperdiciar comida, reutilizando todo lo que se puede, reciclando el agua, aprovechado la energía solar y recurriendo a organizaciones con cadenas de producción justas, libres de explotación y agrotóxicos como la Unión de trabajadores de la tierra (UTT). El comedor les compra verduras y les promueve los nodos, también hacen intercambios de formación como cursos de huerta orgánica y charlas.

Antonio Jara tiene 33 años y una hija. Vino de Paraguay hace tiempo en busca de trabajo y al principio tuvo que buscar colchón en la calle para dormir en la piecita de un amigo. Desde que trabaja en Mensa llega sonriendo todas las mañanas, hace café y pone música:

—Cumbia o reggaeton porque es lo que les gusta acá, sino ya hubiera puesto música paraguaya.

Empezó a cambiar su alimentación y se dio cuenta de que le desaparecieron los dolores de cabeza quincenales. También pudo hacerse su casa, comprarse un auto y una moto.

Juan Ignacio Peralta, la mano derecha de Billy, fue apodado por los trabajadores Moisé: sienten que los liberó de un trabajo esclavo anterior. Ahora vienen a trabajar con alegría.

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En el Comedor Comunitario de la Villa 31 donde trabaja Jenny, que alimenta a más de 150 personas por día, hay torta fritas, manteca, grasa, papas fritas, carne ultragrasa, pollo, carne, harinas, masas de todo tipo, fideos, galletitas, latas de tomate, lata de arvejas, más latas. Comida procesada, triturada, envasada, acumulada en depósitos y a veces vencida, naranjas echadas a perder, verdura llena de químicos que la hacen inmortal y peligrosa.

Los pibes llegan raquíticos o supergordos, inflados de pan.


Según un estudio de Barrios de Pie y el ISEPCI sobre niños que asisten a comedores comunitarios de la organización, el 43,34% está malnutrido, pero no tanto por bajo peso sino por problemas de exceso y obesidad. ¿Cuándo nos acostumbramos a que los niños coman tan mal?


En 2016 Billy convocó a especialistas de distintas carreras de la universidad – ambiental, ingeniería, energía, nutrición- y armó este espacio de capacitación. El objetivo es formar formadoras que en 2020 sean las jefas de trabajos prácticos y que multipliquen en sus comedores, en sus casas y en sus villas.

La primera cohorte debutó en 2019. La cursada de una vez por semana está dividida en 10 módulos: uno introductorio, cuatro dedicados a los elementos (agua, fuego, tierra y agua) y su relación con la cadena de la alimentación, dos de nutrición, uno de salud comunitaria y dos de economía popular -que dicta la Ctep-.

El 80 % de la currícula es práctica: se aprende cocinando en una cocina muy grande llena de utensillos y materias primas, y para calcular las proporciones saludables de lo que hay que comer se usa el propio cuerpo: en dos manos tiene que entrar la fruta y la verdura. En una sola mano las legumbres y cereales secos, en apenas un puñadito más cerrado que la mano la proteína animal y en una uña el aceite y los azúcares.

Las estudiantes aprenden a cocinar sano -contemplando una proporción saludable de nutrientes en cada comida– y a distinguir la calidad de la alimentación en toda la cadena productiva. Trabajan sobre salud comunitaria, economía popular, producción orgánica y producción y distribución justa de los alimentos. Y se sienten más sanas, más fuertes, más livianas. Con la panza llena y los nutrientes justos.

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(Imagen: Leandro Martínez / UNSAM)

*Por Denise Berler para Revista Anfibia / Fotos: Leandro Martínez-UNSAM.

Palabras claves: Alimentación, CTEP, economía popular, soberanía alimentaria

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