Lita Boitano: política, memoria y feminismo
Lita es la presidenta de Familiares de Desaparecidos y Detenidos por Razones Políticas y hada madrina feminista de varias generaciones. La sede de Familiares dio albergue a las primeras reuniones de la CHA en 1984. Dos años después pasó a buscar a su amiga Laura Bonaparte y fueron al primer Encuentro Nacional de Mujeres, en el Centro Cultural San Martín, de Buenos Aires. En ella se conjugan juntas la lucha de los organismos de derechos humanos y la del feminismo, que trajo del exilio en Italia. Si hiciéramos una Lita para armar deberíamos poner tres pines, el de Migue, el de Adriana, sus hijxs desaparecidxs por el terrorismo de Estado, el de Familiares, y un pañuelo verde en la muñeca. Te amamos, Lita.
Por Luciana Bertoia para LATFEM
Lita Boitano tiene 88 años y vive en la misma casa en la que vivía cuando secuestraron a su hijo y a su hija durante los primeros años de la dictadura. Es una calle relativamente tranquila en el límite con Recoleta. Su departamento está en el primer piso. Sube con esfuerzo las escaleras y se sienta en un sillón junto a dos adornos: una muñeca tejida de una Madre de Plaza de Mayo y su propia muñeca. La Lita de tela tiene lo mismo que viste a menudo la Lita de carne y hueso: prendedores con las fotos de Miguel y de Adriana, un pin de Familiares de Desaparecidos y Detenidos por Razones Políticas –el organismo de derechos humanos que preside– y un pañuelo verde anudado en el puño.
La prehistoria
Lita, en realidad, se llama Ángela. Ángela Paolín, viuda de Boitano. Tiene acento italiano, pero es argentina. Su madre estaba embarazada de tres meses cuando llegó desde el Véneto a Buenos Aires. Ella nació el 20 de julio de 1931. Fue la única hija de la pareja que se mudó al barrio de Caballito. A Lita la encontró el fin de la Segunda Guerra mientras cursaba la escuela secundaria en un comercial. Ahí también, un poco a escondidas, hablaba del peronismo y se atrevía a preguntarle a una profesora que solía ir al Colón si la había visto a Evita y qué ropa llevaba.
Miguel Boitano era doce años mayor que ella. Venía de un familión. Eran cinco hermanas y cinco hermanos. Él era empleado. Cuando se casaron, no les alcanzaba para la casa propia, así que los padres de Lita les dieron una pieza grande adonde mudarse. Quedó embarazada a los pocos meses. Adriana nació en el sanatorio Anchorena en 1952. Juntaron algo de plata y se mudaron en 1955 a la casa donde todavía vive, en la calle Mansilla. Llegaron como inquilinos en mayo de ese año. Desde ese balcón vieron la llegada de la Revolución Libertadora –o la Fusiladora, como la bautizó Rodolfo Walsh y la llama Lita. Cuando se mudaron no sabía que estaba embarazada de Miguel, su segundo hijo.
Adriana y Miguel fueron a una escuela bilingüe. Los dos ganaron viajes para ir a perfeccionar el idioma a Italia. En la casa de Lita la plata no sobraba, y menos después de la enfermedad y muerte de su marido en 1968. La muerte de Miguel (padre) iba a ser una estocada para ella, pero volvieron a matarla tres veces y siempre resucitó.
El hijo
Migue estudiaba Arquitectura y militaba en la Juventud Universitaria Peronista (JUP). Hacía tiempo convivía con el miedo, aunque era difícil imaginar la magnitud de la destrucción. No se anotaba en las materias, otros lo hacían por él. Cuando su mamá le contó que se habían llevado a César Lugones y al grupo que militaba en las villas –entre quienes estaba Mónica Mignone, hija del fundador del Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS)–, le contestó: “Uh, mami, vas a ver que por seis meses no sabemos nada de ellos”.
El 29 de mayo de 1976 cayó sábado. Lita se preparó y se tomó el colectivo hasta la casa de sus primos en Devoto. Migue no había pasado esa noche en casa. Había estado el viernes. Mientras se bañaba, ella le había preparado un rico café con leche con tostadas. Le dijo que se iba a una reunión y que, más tarde, iba a la casa de su novia, María Rosa.
La jornada fue larga en la casona de Devoto. Era tarde cuando se tomó el 146. Mientras el colectivo avanzaba por Avenida San Martín, Lita no paraba de ver camiones del ejército. “Ojalá que Migue no haya venido”, pensó.
Llegó y se sentó. Se sobresaltó por el teléfono. Era la esposa de un compañero de Migue. Había ido a una reunión y no había vuelto.
–No te preocupes. No es tan tarde. Cualquier cosa, llamame. Chau.
Cuando cortó, miró el reloj. Ya había pasado la medianoche. Ningún militante volvía después de las diez de la noche. A la una y pico de la madrugada, volvió a sonar el teléfono. Era María Rosa. Migue no había llegado a su casa tampoco.
El cura
Adriana vivía en Brasil cuando a Migue lo secuestraron. Estaba casada y su marido trabajaba como ingeniero allá. Ella venía cada tanto, especialmente para rendir los exámenes que le quedaban de la carrera de Letras.
Después del secuestro de Migue, Lita viajó a Brasil. La casa de la calle Mansilla se quedó vacía, con la única excepción de la perrita, Greta, que terminó yéndose a vivir a la casa de la mamá de Lita. A los pocos días, Adriana se volvió con Lita a Buenos Aires. Fueron a vivir a un hotel con María Rosa, la novia de Migue. Terminaron alquilando un departamento en Devoto para las tres.
Lita tenía un primo que era marino y otro, con alto cargo en el ejército. Recurrió a los dos, pero no tuvo respuestas. Fue a las iglesias. También terminó viendo a Emilio Grasselli, que atendía en la Stella Maris, frente a lo que hoy son los tribunales de Comodoro Py.
–¿En qué libro estará su hijo, señora? ¿En el de los vivos o el de los muertos? –le dijo Graselli mientras Lita temblaba.
–Yo le diría que no lo busque más.
La hija
Ya de regreso en Buenos Aires, Adriana había conseguido un trabajo como secretaria bilingüe. Lita trabajaba en un consultorio, así se las ingeniaban para pagar el alquiler.
El 24 de abril de 1977 cayó domingo. Adriana estaba intentando encontrarse con un compañero. Había ido a dos citas, pero no había tenido suerte. El domingo era la tercera. “Yo te voy a acompañar”, le dijo Lita.
La cita era a las 10 de la mañana, cerca de Plaza Irlanda. Fueron antes a misa. Algo le preocupaba a Adriana. “Mamá –le confesó la chica– yo a lo único que le tengo miedo es al dolor”. Después le dijo que no iban a llegar juntas a la cita. Una iba a caminar para un lado y la otra, para el otro.
En eso estaban cuando Lita levantó la vista y la distinguió caminando sobre la calle Nicasio Oroño. Estaba vestida de turquesa. En ese mismo momento, vio que dos hombres aparecían de atrás, la tomaban de los hombros y la metían en un auto negro. Ellos corrían y se subían a otro. Lita vio que un coche celeste enfocaba los faros hacia ella. Pensó que venía hacia ella. Se quedó clavada. Se persignó. El auto dio vuelta y se fue.
La búsqueda
Al día siguiente, entró dando alaridos de dolor a Familiares. “Se llevaron a Adriana”, gritaba. Le hicieron un Hábeas Corpus y lo presentaron. Con el tiempo, unos chicos que estuvieron secuestrados y pudieron salir hacia Italia, dijeron que habían compartido cautiverio con su hija en una comisaría. Nunca pudo saber en cuál.
Lita se había sumado a Familiares en los primeros días del ’77, mientras buscaba a Migue. Una madre, Beatriz Ketty Neuhaus, la había llamado para que fuera a una reunión en Corrientes y Callao. No tenía la dirección exacta ni sabía qué tenía que buscar. Llegó solo con la esperanza de que le dieran alguna información de su hijo. Vio que había un grupo de gente que subía hasta el quinto piso, departamento J. Era donde funcionaba la Liga Argentina por los Derechos del Hombre (LADH), el organismo de derechos humanos más antiguo del país. La Liga le prestaba una oficina a Familiares, que se había conformado un año antes.
Lita, desde entonces, alternó el trabajo en el consultorio con las asambleas de Familiares. Su mamá iba a las iglesias, donde también se reunían madres y parientes de desaparecidos. Después del secuestro de Adriana, optó por irse del trabajo. Aguantó una semana. No podía tolerar cuando le decían: “Ay, vos siempre con esa sonrisa. Cómo se nota que no tenés problemas”.
El destierro
En enero de 1979, se hacía en Puebla la Tercera Conferencia del Episcopado latinoamericano. Unos pocos meses atrás Juan Pablo II se había convertido en Papa. Los organismos de derechos humanos querían hacerle llegar las listas de las personas desaparecidas. A Lita le dijeron en Familiares que ella iba a viajar. Era católica y tenía buen trato con los religiosos.
Antes del viaje, la citó Julia, una mujer joven que iba a las reuniones en el organismo. Con pelo corto y detrás de unos enormes anteojos con marco grueso, le dijo que tenía que ayudar a sacar a un compañero del país.
Lita no lo dudó, pese a los reproches de su madre. “Si Migue o Adriana necesitaran de alguien para salir, yo quisiera que la tengan”, le respondió.
El muchacho se llamaba Mito y tenía 21 años. Viajaron juntos a Brasil primero. Compartieron habitación como si fueran madre e hijo en un hotel despampanante. Viajaron separados a México. Ella iba a reunirse con quienes participaban de la Conferencia y él quería hacer contacto con el grupo de Montoneros que estaba asentado allá.
–Te tengo que dar una mala noticia –le dijo a Lita otra madre en una calle mexicana.
–¿Qué pasó?
–El muchacho que viajó con vos se escapó.
A Lita se le volvió a desmoronar el mundo. Pasaron los días y a Mito lo encontró la policía mexicana. Les dijo que era un secuestrado de la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA) y que estaba ahí para detectar a la conducción montonera. Julia, la muchacha que la había citado, también lo era. Los militares los habían infiltrado para hacer inteligencia.
A Lita le dijeron que estaba en peligro y no podía volver a Buenos Aires, al lugar donde estaba su búsqueda. Consiguieron plata y la mandaron a Europa. Allá se quedó por cuatro años. Cuatro largos años.
Derechos en Roma
Con otra madre, Juana Bettanin, hicieron un ayuno en Roma. Querían atraer la atención del Santo Padre. Así tomaron contacto con la Iglesia de La trasfigurazione y consiguieron asilo. “Yo me ofrecí para ser cocinera porque no había cómo comer. En Italia no había refugio ni nada”.
En la iglesia, cocinaba y planchaba ropa. Pero también conocía a integrantes de gremios y empezó a participar de manifestaciones feministas. “Todo eso fue cotidiano. Aprendí muchísimo en Italia. En la práctica, como se dice. Yo, como católica y creyente, me pareció perfecto lo de la legalización porque acompañé a una compañera que iba a hacerse un aborto en un hospital público. Tenía una charla, un pre-quirúrgico y la posibilidad de salir del quirófano como una persona normal y que la acompañara alguien. Había un montón de objetores de conciencia dentro del hospital, pero eran los que después hacían los abortos en sus consultorios privados, decían las italianas”, relata.
Estando allá fue testigo del referéndum que la Iglesia promovió en 1981 para restringir el derecho a decidir, pero perdió.
Volvió a Buenos Aires al poco tiempo del fin de la dictadura. El 8 de marzo de 1984 estuvo en la Plaza Congreso con otras mujeres. “Yo creo que no éramos más que 30”, dice Lita. Para esa época, conoció a quienes integraban la Comunidad Homosexual Argentina (CHA), que les pidieron la sede de Familiares –a una cuadra del Congreso– para empezar a reunirse. Dos años después, fue con una compañera de Madres –Línea Fundadora, Laura Bonaparte, al primer Encuentro Nacional de Mujeres, que se hizo en Buenos Aires.
En la última Marcha de la Resistencia, se encontró con dos amigas, Marta Fontenla y Magui Bellotti. “Yo digo que fueron nuestras grandes maestras acá en feminismo y derechos humanos”, cuenta Lita. Por nada del mundo se perdía los talleres que armaba ATEM todos los años. Iba con dos compañeras de la Línea Fundadora, Renée Epelbaum, Yoyi, y con María Adela Antokoletz (madre). “Cuando había que elegir el taller, siempre íbamos las tres al taller de sexualidad”.
Otro 10 de diciembre
El 11 de agosto, Lita se abrigó para ir al búnker del Frente de Todes. Pasadas las once de la noche salió con el propio Alberto Fernández para festejar el triunfo. Del otro lado, iba su socia y compañera, Taty Almeida. Una silla para cada una a cada lado de Alberto. Lita tenía la sonrisa grabada en el rostro. El 27 de octubre también estuvo ahí.
Un par de días antes había ido a un homenaje en el club Banfield a quienes pertenecieron a esa institución y fueron víctimas del terrorismo de Estado. “Miren que es un club y es complicado dar mensajes partidarios”, les advirtió a ella y a Taty uno de los organizadores, militante de derechos humanos.
–A mí no me digas nada –le respondió Taty– Decile a Lita.
–¿No me vas a decir que no puedo hacer la “V”? –le dijo Lita con picardía.
–Sí, la “V”, sí.
Desde hace unos días atesora un mail con los detalles para entrar a la jura del nuevo presidente y de Cristina Fernández de Kirchner como vicepresidenta. Lo tiene bien guardado. Justo debajo de un cuadro con las fotos de Migue y de Adriana, sus tesoros más preciados.
*Por Luciana Bertoia para LATFEM. Fotos: Sebastián Pani / CELS.