El lado B de la maternidad
Por Bettina Marengo para La Luciérnaga
El lado B de la maternidad no son las noches sin dormir porque el hijo está con fiebre, ni la lucha por conciliar la crianza con el trabajo afuera de la casa, ni la depresión post parto. El lado B de la maternidad es el desprecio por la maternidad ajena. Que suele ir acompañado con el ensalzamiento del «ser madre» en abstracto y que, de última, relativiza el valor de los hijos e hijas de los otros.
En su libro El Dictador, la periodista María Seoane cuenta cómo la esposa de Jorge Rafael Videla (a él se refiere el título de la investigación), cristiana, madre de varios hijos, le daba rango cero a los sentimientos de las mujeres secuestradas y desaparecidas que parían en cautiverio y a las que les robaban sus bebés ni bien nacían, para entregarlos como gatitos.
Una versión siniestra y extrema de ese lado B, en el que los hijos de mujeres guerilleras, militantes u opositoras, eran destinados a satisfacer las necesidades parentales de otras y otros.
Una traducción «democrática» de esto es la demonización de las madres pobres, extensión de género de la demonización del pobre a secas. Se hizo muy evidente con la publicación del dato Indec de la pobreza del primer semestre del 2019. La Argentina tiene un 35,4% de su población pobre, incluido el 7,7% que no tiene para comer. En la clase media y los autopercibidos como tales, la información disparó más cuestionamientos a los pobres que a los responsables políticos y económicos del naufragio.
El 29 de octubre se cumplirán diez años de la implementación de la Asignación Universal por Hijo (AUH) por un decreto de la ex presidenta Cristina Fernández de Kirchner. No importa lo que digan los informes estadísticos elaborados con datos de Anses en relación a que ni ésta política social, ni la ampliación del pago a las embarazadas, provocaron una «explosión» de maternidad, como decían algunos. Tampoco importa que más de la mitad de las titulares de la AUH cobren por un solo hijo y que el promedio no llegue a dos. Y más aún: aunque la realidad dicte que quienes perciben más de tres asignaciones son una minoría, esto no hizo mella en el prejuicio.
Para los odiadores de madres pobres, ellas siempre abrirán las piernas por un plan. Y para los que las infantilizan, siempre tendrán sexo e hijos en contra de su voluntad. No hay deseo de embarazo, ni de maternidad, ni de hijo, creíble para ellas, las pobres. El argumento de que entre ellas y el acceso a los medios anticonceptivos y al aborto seguro hay un tabique de vidrio (cuando no un portazo o una puerta de consultorio que solamente se abre dos horas a la mañana) no cuenta. La posibilidad de que una «bendición» no sea un giro sarcástico o condescendiente sino un sentimiento genuino ante la maternidad, también es puesto en duda.
El deseo y el no deseo, parece, pertenecen al mundo de los que pueden pagar. Y el conocer la diferencia entre uno y otro, al continente de los graduados.
Pocas cosas provocan más prejuicio que una mujer pobre con sus hijos en el espacio público. La sororidad no permea la clase social. Si sube al colectivo con ellos, molesta. Si va al médico con todos, incomoda. Si entra a un negocio a comprar, irrita. Si lleva a los chicos al río o la pileta, entorpece. Organizadas, empoderadas y guerreando con los pibes al lado, causan espanto. El lugar de ellas es la casa, con la puerta cerrada, con su pobreza oculta y el televisor encendido. O la casa de otros, pero para limpiar de 8 a 16 y sábado hasta las 13. Sin los hijos. Ahí están las madres pobres, que son las madres del 52% de los niños menores de 15 años que vive en la pobreza en la Argentina. Son civilmente invisibles, socialmente aisladas, estéticamente canceladas, académicamente mudas, económicamente ocluidas y políticamente romantizadas.
*Por Bettina Marengo para La Luciérnaga / Imagen de portada: Eloisa Molina.