Cuando las escobas se pararon solas – Parte 2
Un docente, en un colegio de Córdoba Capital, le propone una experiencia a sus alumnxs de sexto año. En el marco de la cátedra de Comunicación, Cultura y Sociedad, transitan tres días desconectadxs totalmente de las redes sociales. Aquí, la segunda parte de cómo lxs estudiantes vivieron esos días: sus miradas, reflexiones y sentimientos.
Por Ezequiel González Carrera para La tinta
(En el recreo, arrebatadas, extasiados. Segundo día sin redes).
China: Yo yoyo, yo… que estaba durmiendo la siesta…
María: ¡No! ¡Yo anoche soñé con el celular!
China: Bueno, que estaba durmiendo la siesta y empecé a soñar que prendía el celular, porque no lo prendí nunca desde ayer, y no me daba cuenta y empezaba a usarlo, WhatsApp, Instagram, y decía ¡nooooo!
(Coro de risas nerviosas)
Valen (esquivando carcajadas): ¡Yo soñé lo mismo! Me despertaba y, sin darme cuenta, empezaba a descargarme las aplicaciones y decía ¡nooo, cómo las estoy usandoooo, no voy a poder hacer el trabajo! Y lloraba, lloraba, lloraba…
María (arremete exaltadísima): ¡Yo soñé que funcionaba solo! Tipo que no lo podía controlar, o sea, ¡y no lo podía cerrar, no podía controlar mis manos! ¡No lo podía controlar!
Catalina (con el tono de quien va a contar algo realmente grande): En el gimnasio, ayer, media hora en la cinta, después en la bici… y yo estaba… (Hace la cara de “here is Johnny”, de Jack Nicholson) ¡Necesito mi celular, quiero mi celular, quiero mi celular! ¡Y no lo tenía!
(Nuevamente, las risas amigas)
María (resignada): Anoche comí y me fui a dormir porque no tenía más nada que hacer.
Matías (que estaba rezagado entre tantos gritos femeninos): Yo ahora me levanto quince minutos más tarde.
(Se ríen todos)
Catalina (sorprendida): Ayer, estuve quince minutos caminando por mi casa sin saber qué hacer.
Matías (ya tomó coraje en la conversación): ¡Yo también! Me pasó lo mismo, o me siento en el sillón a pensar ¿qué puedo hacer?
(Todos ríen)
Valen: Yo comparto pieza con mi hermana, llegamos del gimnasio y las dos nos ponemos a usar el celular, y yo… Pauli, hablame… no, dejá de joder… y yo, pero por favor… (Todos ríen) y me puse a leer un libro que ya estoy terminando.
Catalina: Todo el tiempo, me nacía la idea en la cabeza de, tipo, lo tengo que mandar por Snap, lo tengo que mandar por Snap, lo tengo que mandar por Snap… (Síiiii, aprueban todos) Ay, no, ¡no tengo a quién contarle!
Valen: Y bueno, cuando me pasó lo de la escoba que vi lo de la gravedad… por lo del eclipse… ayer, cuando llegó mi hermano, me dijo, no sabés todo lo que están subiendo… y yo… no, no sé, y me dice, todos mis amigos están mandando videos de lo de la escoba, mirá, dame una escoba, y yo, Mati… estás flasheando mal, no, no puede ser, yo estaba lavando los platos y me dice ¡tomá! Me doy vuelta y estaba la escoba parada ahí y yo… chicas… encima empecé a filmar para mostrarles… y decía no, no tengo Snap… para mostrarles, para mostrarles (se angustia reviviendo el pasado)… la llamé a Cata y le dije ¡Catalina, por favor, pará una escoba! y me dice, estás loca, te está afectando esto de estar desconectada.
(Carcajadas)
María (excitadísima): Y yo, como quería mostrarles que había empezado el gimnasio, porque encima empecé el gimnasio porque estaba tan aburrida que empecé, y como no podía mandar el Snap, y… ¡me saqué una foto y se las mostré después, personalmente, mirá, acá está! (hace la mímica como si tuviera su extrañado celular en las manos).
(Hartas risas)
Valen (todavía riéndose): ¡Yo también a la escoba se las mostré hoy!
(Continúan las risas y empiezan a apagarse)
María: Hoy, me levanté con dos llamadas perdidas de Cata y cinco de la Juli.
Juli: ¡Ah, eso! Teníamos que organizar una exposición y nadie la hizo porque no sabíamos cómo hacerlo, nosotras estábamos hablando y dijimos, bueno, cada una busca un poquito y mañana vemos cómo hacemos.
Matías (riendo): Nosotros estuvimos como cuarenta minutos en llamadas organizando, por el celular, no por el teléfono fijo.
Juli: Yo creo que mi fijo ni anda.
China: Yo llamé al fijo de la Guille y no me atendió nadie (todos ríen). Mi mamá me pregunta a cada rato ¿qué se siente?
Valen: Mi mamá se largó a llorar. No lo podía creer. Ayer, antes de dormir, me fui a la cama de ellos para hablar un poco porque no sabía qué hacer y mi papá me dice, viste, esto no lo harías si estuvieras con el celular, no hablarías con tu mamá como estás hablando ahora… y fue como… (Hace una cara como que le explota la cabeza).
(El recreo sigue su murmullo de todas las mañanas entre meriendas traídas de casa)
«Por suerte, ninguna está de novia, hay dos que tienen y lo están usando, y si no, llamaría a la noche y diría qué hiciste hoy y chau, sí, claro, tal cual, por ejemplo, Mariano dijo que no lo iba a hacer… tenía que hablar con la guacha… pero dijo que iba a probar, yo tengo miedo porque, para mí, ya estoy resistiendo un montón, mirá si será mucho que al Agus le agarró un tic, ¡sí! me empecé a morder el cuerito de al lado de las uñas porque me volví ansioso por no poder entrar a Instagram, y yo hablé con personas en el bondi, duermo mejor, ¡ay, sí!, y yo cociné ¡ah, pará! yo leí un libro en el colegio en vez de estar con el celular, me retaron por estar con el libro, a mí me preguntaron qué era gonzo-antropológico, porque yo uso el nombre raro para sentirme especial, y a mí se me cagaron de risa mis compañeros de orientación vocacional, y mi familia hablaba de cosas que yo no estaba enterada porque lo habían hablado por mensajes, yo bloqueo y desbloqueo el celu todo el tiempo, miro la hora, no sé, sí, casi todos lo tenemos en la mano igual, y yo le di mi contraseña de Snapchat a dos amigas para que cuidaran mis fuegos, yo me di cuenta, por primera vez, que el techo de mi dentista era rojo y hasta fui a visitar a mis vecinos, yo no aguanto el silencio prolongado, con el Snap de la mañana ya sabía cómo se sentían mis compañeros, pero ahora tengo que llegar y descubrirlos, mirá, borré todo, yo no me tiento, lo tengo ahí, tuqui… tranca… lo único que hice fue jugar a un jueguito porque, bueno, no puedo dejar de jugar ¿y usted cómo va, profe?, ¿usted lo hace, profe?, no, yo no lo hago ni en pedo, apa… se estaba haciendo el dolobu el profe».
Se ríen todos y el timbre empieza a sonar apagando las risas, todavía no saben que esta tarde la Cele y Martina terminarán con sus rodillas moretoneadas después de danza por no haber recibido el mensaje virtual “esta tarde llevar las rodilleras”, tampoco saben que mañana les espera una de las mejores juntadas del año en algún kiosco, organizada de manera espontánea, con muchísimas llamadas por teléfonos, «¿qué me dijiste, Agustina?, que quiero mi celular, necesito mi celular, otra vez a clase.
***
Desperté y tuve que contener el impulso de agarrar el celular para revisar redes sociales, que se han convertido en mi periódico. Terminé el desayuno y me llevé una sorpresa al ver que me había tomado tan solo diez minutos.
Apenas entré al aula, noté que todos estaban más animados, el espacio estaba lleno de charlas, risas y personas mirándose a los ojos. Por un momento, imaginé que así serían todos los días si hubiéramos nacido diez años antes. Se podía observar que muchos tenían su mano en el bolsillo, como protegiendo el celu. Unas horas después, se empezaron a escuchar risas nerviosas, eran de aquellos que decían haber caído.
La ansiedad me surgió cuando estaba yendo al doctor en colectivo. A pesar de ir leyendo, sentía que alguien me hablaba para coordinar algo. Decidí dedicar las últimas cuadras a observar a los demás pasajeros. Se veían caras preocupadas, divertidas, enojadas. Todas iluminadas por el LED de las pantallas móviles, a excepción de una madre que hablaba con su hijo por celular. Bajé horrorizada. En la sala de espera, un 90% de la gente tenía el celular en la mano. Por costumbre, saqué el celular para prender el Wi-Fi. Al abrir uno de los mensajes, me di cuenta del error que había cometido. Inmediatamente, guardé el celular, intentando convencerme de que tropezón no es caída. Pero en la academia de inglés, el profesor nos informó que había pasado un Reading por el grupo de WhatsApp, por lo que, forzadamente, tuve que abrir la aplicación nuevamente.
Comienza el jueves. Pasé quince minutos sentada, mirando la pared de mi habitación. A las 12:05, mi profesor que propuso el ‘experimento’, se acercó a preguntar cómo nos estaba yendo. Le comenté que WhatsApp me pudo. Me llamó gallina y, más por orgullo que por otra cosa, decidí volver al ruedo, pero con más determinación que antes.
A las 17:00, apagué el celular por completo. Me duché por un rato largo para despejarme, agarré mi libro, preparé mate y salí al patio. Desde ese momento, empezó la magia. El olor del jazmín paraguayo me inundó los sentidos. El aire estaba templado, era una tarde hermosa. Durante media hora, leí en silencio, descalza, dándole un sorbo al mate y una caricia a mi perra por cada párrafo que terminaba. Cuando levanté la vista y miré al cielo, me sorprendí. Ahí me di cuenta de que hacía meses no lo miraba así, pero que sí lo veía en las historias de Snapchat. Me dediqué a mirarlo tan ensimismada, que hasta que mi papá no me tocó la cabeza, no noté que ya había llegado. Estaba más gordito, no me había fijado. Me acordé de que hacía años no le preguntaba de su día con verdadero interés. Estaba contento y yo también.
La falta de celular no me iba a dejar sin plan de viernes. Busqué la agenda con los números de teléfono fijo. Hola, no, equivocado. ¡Qué vergüenza! Me había olvidado los nervios que se pasaban escuchando el tuu-tuu-tuu, quién me atenderá, estará, y si no está, qué hago. Me atendió, no podía salir a comer el viernes. Las ganas de mandarle un emoji con cara triste me mataban. Lo reemplacé por un ‘uh, bueno. Nos vemos mañana’. Llamo a dos personas más, diez minutos alcanzaron y sobraron para enterarme de cómo había sido su mes.
Me desperté el viernes sin alarmas. Dormí bien, no me preocupé por ver si hablaban de alguna prueba o tarea. Salgo de mi casa y surgió la charla con mi papá, me di cuenta de que el hombre con el que viajo todos los lunes y viernes sí está interesado en escucharme. En escuchar de mis proyectos, mis deseos, mis ganas.
Cuando empezaba a creer que no todo estaba perdido, fui a almorzar con mi prima. Dejó la bandeja en la mesa para sentarse y agarrar el celular. Disparó cuatro veces a la comida hasta que la foto estuviese perfecta para subir a Snapchat. Me di cuenta lo ridículos que nos vemos al sacarle fotos a una hamburguesa desarmada. Intenté distraer su atención del celular haciéndole preguntas de su vida, contándole de la mía. Por cada bocado, ella respondía un chat o un Snap. Largué una triste risa interna imaginando que mis abuelos están en la misma situación cuando salen a comer conmigo. Espantada, agradecí cuando ya era momento de irnos. Íbamos charlando y comenté que me estaba empezando a gustar alguien, a lo que mi prima me dijo que me fijara en el mapa de Snapchat si estaba cerca nuestro. Le hice acordar que no tenía el celular conmigo. Palideció. Me miró y dijo: «Qué horror. ¿Para qué haces eso? Ya fue, dejalo».
El viernes al anochecer, llegó la pelea semanal con mis papás. Me moría de ganas de desquitarme con muchos emojis enojados en el grupo de mis amigas, de leer un twitt o buscar una frase que me levantara el ánimo. Llegó la hora. Voy a ir de a poco. Todavía no quiero dejar ir a Gonzo por completo, ya me encariñé. Uf, qué nervios. La esperanza de ver alguna foto del que ocupa mi cabeza desde hace un tiempo. Veo fotos de él con amigos, con la amiga, con la novia. Glup. Glup. ¡GLUP! El nudo en la garganta no pasa. Veo las fotos de nuevo. Me quiero enterrar mil metros bajo tierra. Hoy me voy a dormir enojada. Enojada conmigo, enojada con las redes.
(Giuliana)
***
De los cuarenta y un estudiantes, el 66% no llegó al final, no cumplieron con la propuesta de las setenta y dos horas sin redes. Algunos cayeron a voluntad, otros sin querer, otros no aguantaron más y algunos pocos cayeron pocas horas antes de terminar. Pero casi todos los que llegaron, pusieron la alarma a las 00:00 del sábado para no perderse ni un segundo más de virtualidad.
«Última cena sin redes y me la pasé cagándome de risa con la Cele, hablando boludeces», escribía Martina. «Pero se acercaban las 00:00 y ninguna podía ignorarlo. Estábamos tiradas cuando Cele me dice que faltaban dos minutos. ¡Qué nervios! Prendí los datos, notificaciones y abrí sesión en todas las redes. Más nervios. Estallaban los grupos. Todos dándose la bienvenida. No sé si estoy feliz o triste. Dejamos de hablar con Cele y pasamos a hablar por los grupos. Como si nos hubieran apagado un interruptor. Después puse a cargar el celular lejos y me fui a dormir frustrada. ¿Por qué somos así?
Y la Cele, que todo lo cuestiona, terminó pensando que no comunicarte por una tarde con tus amigos no es una penitencia, sino que es un alivio, no depender de una pantalla táctil todo el día puede hacer que aproveches más tu tiempo y estoy feliz de haberlo hecho y ver que era capaz, al final, terminó siendo todo lo contrario a un infierno.
Una semana después, en la clase, mientras me van entregando sus crónicas, le pregunto al curso qué más me pueden decir sobre esto.
Dicen, en general, que si lo hubiesen tenido que hacer solos, no lo hubiesen hecho porque hubieran sentido que se quedaban afuera de todo. Y después, Catalina, dejando por un momento sus dibujos, larga: «Como que estaba sola… indefensa… no sé, como estar en la calle yendo a algún lado caminando y… no sé… que nadie sepa a dónde estás».
«Yo me sentí tontaza cuando abrí las redes antes del tiempo que habías propuesto», agrega la China, con sus ojos chiquitiiitos que develan un halo de desilusión. Quizás recordando cuando «se olvidaron de las redes y se pusieron a jugar, a robarle los zapatos a Cata para colgárselos en el aro de básquet, que después buscaría venganza hasta que terminaron todos descalzos por la galería. Y ningún videíto para documentarlo. Solo nosotros, nuestra memoria, nuestras risas, nuestros ojos, escribirá Martina.
Martina, que tiene la mano levantada hace rato y esa sonrisa imbatible, tira desde el fondo de un aula cada vez más apretada: «Yo pensé como que iba a cambiar, que después de este trabajo no lo iba a usar tanto porque me re di cuenta de que lo usaba muchísimo… pero no, no cambié nada».
*Por Ezequiel González Carrera para La tinta.