Los periodistas, sus patrones y el poder
Como tantos trabajadores, los de prensa debieron enfrentar una dictadura de la que sus empleadores fueron aliados. Desde el retorno democrático, la resistencia de unos y la complicidad de otros se reedita, acaso con menos dramatismo pero similares confrontaciones ideológicas. En un nuevo aniversario del golpe, una mirada al devenir político del periodismo y la comunicación social.
Por Alexis Oliva para La tinta
“Felices tiempos aquellos en que se puede
sentir lo que se quiere y decir lo que se siente”.
(Frase del historiador y cónsul romano Cayo Cornelio Tácito,
en la portada de La Gazeta de Buenos Ayres del 7 de junio de 1810)
“Mande copias a sus amigos: nueve de cada diez las estarán esperando.
Millones quieren ser informados. El terror se basa en la incomunicación.
Rompa el aislamiento. Vuelva a sentir la satisfacción moral
de un acto de libertad. Derrote el terror”.
(Mensaje que acompañaba los despachos de la
Agencia de Noticias Clandestina (ANCLA) durante la última dictadura)
Desde antes de la última dictadura cívico-militar, los trabajadores de prensa se contaron entre las víctimas del terrorismo de Estado en nuestro país, y también han sufrido las mafiosas e impunes represalias del poder en tiempos democráticos. El Comunicado 19, emitido por la Junta de Comandantes el mismo día de su asalto a las instituciones del Estado, advertía que sería “reprimido con reclusión de hasta diez años, el que por cualquier medio difundiere, divulgare o propagare noticias, comunicados o imágenes, con el propósito de perturbar, perjudicar o desprestigiar las actividades de las Fuerzas Armadas, de Seguridad o Policiales”. Además, se le impondría reclusión por tiempo indeterminado a quien “por cualquier medio difundiere, divulgare o propagare comunicados o imágenes provenientes o atribuidas a asociaciones ilícitas o personas o grupos notoriamente dedicados a actividades subversivas o al terrorismo”.
Pero no sólo sufrieron cárcel, tormentos, censura, desempleo y exilio los periodistas perseguidos por el régimen: 129 trabajadores de prensa fueron desaparecidos o asesinados por fuerzas de seguridad o paraestatales, según los registros de la Unión de Trabajadores de Prensa de Buenos Aires (UTPBA) (1) y del Proyecto Desaparecidos (2), que incluyen desde el asesinato de José Domingo Colombo, del diario El Norte de San Nicolás, el 3 de octubre de 1973, hasta la desaparición de la estadounidense Toni Agatina Motta, corresponsal del Dailly News, en noviembre de 1980.
Allí también figuran Francisco “Paco” Urondo, Rodolfo Ortega Peña, Haroldo Conti, Rodolfo Walsh y su hija María Victoria, Raymundo Gleyzer, Norberto Habegger, Miguel Ángel Bustos, Susana “Pirí” Lugones, Marcelo Gelman, Rodolfo Fernández Pondal, Alicia Eguren, Héctor Oesterheld, Mario Ángel Hernández, Rafael Perrota y muchos otros que desafiaron la persecución y la censura, aunque también sufrieron represalias “en su calidad de delegados sindicales o por su relación con organizaciones partidarias, de derechos humanos o político-militares”, como aclara Eduardo Blaustein en la introducción al libro de su coautoría Decíamos ayer – La prensa argentina bajo el Proceso (3).
En Córdoba, hubo por lo menos tres trabajadores de prensa víctimas de las huestes del general Luciano Benjamín Menéndez, comandante del Tercer Cuerpo de Ejército: Luis Carlos Mónaco y Horacio Norberto Poggio, secuestrados y desaparecidos; Miguel Hugo Vaca Narvaja (h), fusilado con el falso pretexto de un intento de fuga durante un traslado de presos políticos de la penitenciaría de barrio San Martín.
Tras la recuperación de la democracia, a esa trágica lista se sumarían los asesinatos de Mario Bonino, redactor de los diarios Popular, Sur y La Razón y secretario de prensa de la UTPBA, el 11 de noviembre de 1993; del reportero gráfico de la revista Noticias, José Luis Cabezas, el 25 de enero de 1997; y del propietario y director del diario El Informador Chubutense de Trelew, Ricardo Gangeme, el 13 de mayo de 1999.
En la provincia mediterránea, un mes después del Golpe de Estado del 24 de marzo de 1976 la dictadura ordenó cerrar la Escuela de Ciencias de Información (ECI) de la Universidad Nacional de Córdoba (UNC). La decisión se basaba en un informe de inteligencia de la “Comunidad Informativa”, el grupo de inteligencia y coordinación represiva formado por Menéndez, donde se alertaba que los egresados de esa unidad académica eran “casi todos elementos marxistas que se injertarían (sic) en los distintos medios de comunicación y/o difusión”. Con 50 estudiantes muertos o desaparecidos, la ECI fue la más castigada por la represión dictatorial en la UNC.
Por esos días, bajo el vidrio del escritorio de la Secretaría de Redacción del diario La Voz del Interior podía leerse el Memorándum Interno 44, fechado el 22 de abril del 76: “Por disposición de esta Dirección, y con motivo de las directivas del Comando del III Cuerpo de Ejército en el día de la fecha, no se deberán publicar reclamos de familiares de presuntos detenidos que deseen conocer su paradero”.
Aquel abril oscurantista tendría su apoteosis el 29, con la quema de centenares de libros prohibidos en el predio del Tercer Cuerpo. “De la misma manera que destruimos por el fuego la documentación perniciosa que afecta al intelecto y nuestra manera de ser cristiana, serán destruidos los enemigos del alma argentina”, amenazaría Menéndez en declaraciones a la prensa (4).
Con más simpatía que temor
Las patronales de los medios masivos de comunicación poco hicieron para proteger a sus trabajadores y menos para resistir la censura. Al contrario, legitimaron, reforzaron y difundieron la construcción teo-ideológica de la supuesta defensa de la “civilización occidental y cristiana” contra la “amenaza marxista atea y apátrida”. Tras ese fantasma se encubría al verdadero enemigo del poder político-económico y su brazo militar: el pueblo consciente, organizado y en lucha por sus derechos y por una sociedad más justa.
Para ilustrar este aporte, Blaustein recurre en el libro citado a una opinión del periodista Rodolfo Braceli en 1987, publicada en la revista Plural: “La mayoría de los medios de comunicación y muchos notables periodistas, más que ser sumisos y salvar el pellejo, la pasaron bien. No fueron víctimas. Ni fueron inocentes. Decir que no fueron inocentes es una manera suavísima de decir que fueron, también, particularmente culpables… Y hay más para revisarnos: una cosa es la sumisión por pavura y otra cosa es la genuflexión azucarada y gozosa, la de la complicidad”.
En un ensayo titulado Medios: discurso único y negocios a la sombra del terrorismo de Estado, Damián Loreti explica: “La plataforma que dio a luz las principales políticas en materia de comunicación definidas durante aquellos años encontró en la complicidad de algunos de los principales empresarios de los medios gráficos nacionales un aliado imprescindible para cimentar su propia legitimidad, acallar toda denuncia vinculada a las gravísimas violaciones de derechos humanos que tenían lugar en el país y sostener la autoridad de los gobiernos dictatoriales que –al ritmo de las disputas facciosas dentro de las Fuerzas Armadas– se sucedieron en el poder entre 1976 y 1983” (5).
Sobre esa plataforma se montó no sólo el “Servicio Gratuito de Lectura Previa” (eufemismo que encubría a la oficina de censura periodística de la Casa Rosada), sino las contraprestaciones económicas de esa complicidad, como la suspensión desde el minuto cero del golpe de los derechos laborales reconocidos en estatutos y convenios colectivos de trabajadores de prensa, la entrega de la mayoría accionaria de la fábrica Papel Prensa –luego del despojo extorsivo a la familia Graiver(6)– a los diarios Clarín, La Nación y La Razón en agosto de 1977, la excepción para el IVA y el decreto-ley de Radiodifusión 22.285 de septiembre de 1980, que además de su “profunda impronta autoritaria y antidemocrática” basada en la “seguridad nacional”, tenía un “fuerte sesgo comercial –al punto que discriminaba y prohibía prestar servicios audiovisuales a personas físicas o jurídicas sin fines de lucro– y privatista –relegaba al Estado a un rol subsidiario, permitiéndole prestar servicios sólo en los lugares donde no hubiera actores privados–”, señala Loreti.
La consagración del oligopolio
Con la recuperación democrática, los medios concentrados que habían sido socios económicos o aliados ideológicos de la dictadura, lógicamente fueron –y siguen siendo, aunque lo disimulen– refractarios al creciente reclamo por “memoria, verdad y justicia”. Ya desde los primeros intentos de investigar y juzgar a los responsables del terrorismo de Estado, cristalizados en la Conadep y el Juicio a los Comandantes, sintonizaron sus líneas editoriales para alentar sucesivamente la “teoría de los dos demonios” –durante el alfonsinismo– y la “reconciliación nacional” sobre la base de la impunidad –durante el menemismo–.
“Esta Argentina democrática no quiere más golpes de Estado militares pero ha adoptado una estrategia para defenderse de la demagogia de los políticos”. En esos términos, un artículo del diario Ámbito Financiero publicado en diciembre de 1989 pretendía explicar la debacle del gobierno de Raúl Alfonsín, que había cedido anticipadamente el poder a Carlos Menem en un contexto de hiperinflación, recesión y saqueos. El título era “Golpe de Mercado”. Toda una confesión.
A poco de asumir la presidencia, Menem había derogado el artículo 45 de la ley de Radiodifusión 22.285, que impedía a las empresas periodísticas editoriales ser permisionarias de canales de TV o radios y obligaba a que el “objeto exclusivo” de un licenciatario fuera la radiodifusión. Así se dio vía libre a la privatización de los canales estatales y a un proceso de concentración empresarial que consagró al oligopolio mediático como factor de poder . La norma dictatorial no sólo era respetada a rajatabla, sino potenciada en su contenido mercantilista, monopolista y discriminatorio.
Paradójicamente, dos años antes, en la reforma de la Constitución de la Provincia de Córdoba, se había incluido en el artículo 51, a instancias del Círculo Sindical de la Prensa y la Comunicación (Cispren), una cláusula explícita: “Se prohíbe el monopolio y oligopolio público o privado y cualquier otra forma similar sobre los medios de comunicación en el ámbito provincial”. Una década después, el desembarco del capital concentrado en los otrora “familiares” medios de comunicación de Córdoba convirtió a ese enunciado en letra vacía.
Correlativamente, las empresas periodísticas adhirieron al dogma privatizador y la ficción de la paridad peso-dólar, legitimando el modelo que durante más de una década liquidó la infraestructura económica estatal, consagró la especulación financiera y condenó al desempleo y la exclusión a millones de argentinos. Quienes desde mediados de los 90 comenzaron a protestar en las rutas, eran condenados por esos mismos medios que bendecían la causa de sus padecimientos.
Mientras tanto, los ciudadanos eran bombardeados con mensajes que inoculaban el consumismo, el individualismo y el rechazo a la política. Con gran eficacia, los medios capitalistas cumplían, como describe el sociólogo belga Armand Mattelart, “una función esencialmente desorganizadora y desmovilizadora de las clases dominadas”, al tiempo que generaban “solidaridad en torno a la clase dominante y sus intereses” (8).
Al periodismo consecuente con su mandato social, sólo le quedaba espacio para investigar la corrupción institucional, según aquella idea expresada por Horacio Verbitsky en su libro Hacer la Corte: “Al Poder Ejecutivo no le molestan las opiniones políticas de la prensa sino la información que publica” (9).
Como correlato de la concentración empresarial, la desocupación y la precarización hicieron estragos en el gremio de prensa. La conjunción de debacle laboral y deterioro de la conciencia de clase redujeron a la mínima expresión la participación sindical, poniendo en peligro la propia subsistencia de las organizaciones. Es difícil de imaginar cómo puede representarse la lucha colectiva por sus derechos laborales y profesionales una generación de periodistas que aún siendo empleados de grandes medios de comunicación no desarrollan su trabajo en las redacciones. Y aunque lo hicieran, aquel romántico espacio de trabajo del “mejor oficio del mundo” se parece cada vez más a un call center.
Grietas en la máscara
Hacia fines de los 90, la coartada de la neutralidad comenzó a resquebrajarse, la credibilidad a decaer, y ya durante el 19 y 20 de diciembre de 2001 el “que se vayan todos” incluyó algunos escraches a medios hegemónicos de comunicación que habían apoyado al modelo en derrumbe. En ese trágico fin de ciclo que se cobró 33 vidas, la corporación mediática rompió el matrimonio de conveniencia que contribuyó a llevar al gobierno a la tibia Alianza UCR-Frepaso.
Es que ya tenía a otro poderoso para seducir. “La crisis causó 2 nuevas muertes – Suman 31 desde diciembre”, se leía en la portada del diario Clarín del 27 de junio de 2002, al día siguiente de que la Policía bonaerense asesinara a los militantes piqueteros Darío Santillán y Maximiliano Kosteki. El titular –que bien podría integrar el top ten universal de la canallada periodística– fue uno de los tantos favores que el entonces presidente Eduardo Duhalde retribuyó cuando durante su gobierno se sancionó la ley de Bienes Culturales, llamada ”ley Clarín”, por proteger al grupo mientras la crisis empobrecía al pueblo y empujaba a la quiebra a numerosas empresas.
A partir de 2003 la historia comenzó a cambiar. El desplante del presidente electo Néstor Kirchner al “pliego de condiciones” que pretendió imponerle el subdirector del diario La Nación, José Escribano, presagiaba otro fin de ciclo: el del cogobierno mediático (10). En los primeros años del kirchnerismo, su política de impulso a los juicios al terrorismo de Estado, ampliación de derechos sociales y militancia por la unidad y emancipación latinoamericana tuvo en los medios hegemónicos una respuesta beligerante.
En 2008, el conflicto entre el Gobierno nacional –ya encabezado por Cristina Fernández– y las entidades del agro-empresariado resultó ilustrativo del retorno de una estrategia comunicacional propia de la Guerra Fría, que en la Sudamérica de los “nuevos vientos bolivarianos” mostraría cotidianos ejemplos: los mismos medios que antes se dedicaban a entretener, despolitizar y predicar el individualismo, frente a una política que afectaba intereses propios y de aliados se ideologizaron y desplegaron una comunicación militante. Por derecha, claro. En estos días, el embate político-judicial-mediático que derivó en la destitución de la presidenta brasileña Dilma Roussef nos da otra elocuente contrastación empírica.
En Córdoba, durante el llamado “conflicto del campo” Cadena 3 propalaba la “Marcha de la bronca” y el diario La Voz del Interior decidió prescindir de los servicios de uno de sus columnistas más respetados, Enrique Lacolla, luego de rechazarle una nota crítica a la posición de la Mesa de Enlace de las patronales agropecuarias (11). El episodio debería considerarse la muerte de la “teoría de las grietas”, aquella que postula que un periodista sólidamente formado, con sensibilidad social y convicciones éticas puede ocupar un espacio digno y conquistar un mínimo de libertad de expresión en un gran medio periodístico empresarial. Y si una minoría lograra resistir el control interno, está claro que cuando las disputas ideológicas se acrecientan, la grieta inexorablemente se cierra.
“Si unos pocos controlan la información, no es posible la democracia”, alertaba la Coalición por una Radiodifusión Democrática, en los 21 Puntos Básicos por el Derecho a la Comunicación que había presentado en agosto de 2004. Ese documento fue la base del proyecto que el Poder Ejecutivo elaboró y el Legislativo convirtió en ley 26.522 de Servicios de Comunicación Audiovisual en octubre de 2009. A pesar de haber sido debatida por la sociedad civil y en un Congreso nacional que la aprobó con amplia mayoría, la plena vigencia de ley de medios de la democracia fue bloqueada durante cuatro años por el Poder Judicial –a instancias del grupo Clarín–. Pero el intento de anular las cláusulas antimonopólicas –que justamente se hacen eco de aquel alerta de la Coalición– fracasó y la Corte Suprema de Justicia reconoció su carácter constitucional.
Tras el triunfo macrista en las elecciones presidenciales, una de las primeras medidas fue la intervención la Autoridad Federal de Servicios de Comunicación Audiovisual (AFSCA) y la virtual anulación de la ley 26.522. A cambio, las grandes empresas periodísticas prodigan al Gobierno nacional un “blindaje mediático” inversamente proporcional al empeño puesto en publicitar “la ruta del dinero K”. Mientras tanto, la exaltación de las medidas económicas de corte neoliberal, la indiferencia ante sus consecuencias sociales y la demonización de los sectores populares en lucha vuelven a ser el leitmotiv de la prensa hegemónica, que así legitima el rebrote de la pobreza y la criminalización de la protesta. En simultáneo, la dirigente social Milagro Sala sigue presa (política) y la opinión pública parece más contenta que indignada.
El blindaje tuvo una ostensible muestra en el escándalo de los Panamá Papers, revelado por el Consorcio Internacional de Periodistas de Investigación, que en la Argentina sólo integran el diario La Nación y Canal 13, medios afines a uno de los principales involucrados en la megadenuncia de la creación de empresas offshore en paraísos fiscales: el presidente argentino Mauricio Macri. Su parcialidad les deparó el reproche de su principal socio en el ICIJ. “Llama la atención que el Presidente –ante la gravedad de la denuncia– sea tratado tan amablemente por los medios argentinos, con contadas excepciones”, expresaba un artículo de Süddeutsche Zeitung, el periódico alemán que recibió los documentos y luego los compartió con el consorcio internacional (12).
Frente a la renovada influencia de los oligopolios de la comunicación, el saldo positivo de los últimos años es la repolitización de la profesión periodística, la caída de la máscara del objetivismo que encubre los intereses de los medios concentrados, la evidencia del aporte empresarial al terrorismo de Estado y sus herencias y –sobre todo– el creciente interés de la ciudadanía por los derechos relativos a la comunicación. En esas fuentes abreva la resistencia al contraataque del Leviatán mediático-judicial.
Notas:
(1) Los periodistas desaparecidos – Las voces que necesitaba silenciar la dictadura, Editorial Norma y Unión de Trabajadores de Prensa de Buenos Aires, 1998.
(2) http://www.desaparecidos.org
(3) Diario La Opinión, 30 de abril de 1976.
(4) Decíamos ayer – La prensa argentina bajo el Proceso, Eduardo Blaustein y Martín Zubieta, Ediciones Colihue, Buenos Aires, 1998.
(5) Cuentas pendientes: Los cómplices económicos de la dictadura. Horacio Verbitsky y Juan Pablo Bohoslavsky, editores. Siglo XXI, Buenos Aires, 2013.
(6) “Quienes forzaron a los integrantes del ‘Grupo Graiver’ a transferir el paquete accionario de control (de Papel Prensa) fueron no sólo los compradores a precio vil sino que esta operación se realizó en el marco de su complicidad y con el acuerdo de la Junta Militar y sus funcionarios de primera línea (…) Y los directivos de los tres periódicos más importantes de la Capital Federal no podían ignorar que se aliaban estrechamente a una Junta Militar que había pergeñado un plan criminal (…) Obtenidas las firmas para la transferencia a precio vil del paquete, es decir logrado el objetivo de la extorsión orquestada por los diarios y sus representantes, el ‘Grupo Graiver’ es mantenido en detención clandestina y torturado, con resultado de muerte en el caso de Jorge Rubinstein”. Querella presentada por la Secretaría de Derechos Humanos con el patrocinio de la Procuración del Tesoro de la Nación en el Juzgado en lo Criminal y Correccional Federal Nº 3 de la ciudad de La Plata, 21 de septiembre de 2010.
(7) Diario Ámbito Financiero, 15 de diciembre de 1989.
(8) La comunicación masiva en el proceso de liberación, Armand Mattelart, Siglo XXI, 1973. En esta obra, Mattelart analiza el rol cumplido por los medios empresariales de comunicación en Chile para desestabilizar el gobierno socialista de Salvador Allende.
(9) Hacer la Corte: la construcción de un poder absoluto sin justicia ni control, Horacio Verbitsky, Editorial Planeta, Buenos Aires, 1993.
(10) Los cinco puntos, Horacio Verbitsky, Página 12, 18 de mayo de 2003.
(11) Ver La sedición del campo, Enrique Lacolla, Prensared, 27 de marzo de 2008 (http://www.prensared.org.ar/4201/la-sedicion-del-campo) e Intolerancia y doble discurso, comunicado del Cispren, 10 de abril de 2008 (http://www.rebelion.org/noticias/2008/4/66102.pdf).
(12) So reagiert Argentiniens Staatspräsident (Así respondió el presidente argentino), Boris Herrmann, Süddeutsche Zeitung, 4 de abril de 2016.
(*) Publicado en la revista Solidaridad Global, Nº 27, Universidad Nacional de Villa María, agosto de 2016.
(*) Foto de tapa: Diego Pintos en Revista Cítrica.