Infancia y hambre
Por Silvana Melo para Pelota de Trapo
El conurbano aprieta once millones de personas en apenas el 1% de la piel del país. Todos esperan a dios, que dicen que atiende cerca. Pero la demanda es tan grande que su oficina está detonada de niños que comen mal o no comen. De niños que toman agua impura. De niños con el futuro jugado por ausencia total de nutrientes en su dieta diaria. Porque, en los últimos meses, uno de cada cinco chicos del Gran Buenos Aires (GBA) pasó hambre. Son una multitud. Capaz de llenar estadios y de extenderse kilómetros en marcha por las rutas destruidas de este lado del mundo. Con hambre.
Son el 14,5% de los niños del conurbano. Tres puntos y medio más que los chicos del resto del país (11%). «La Provincia tiene los números más altos porque es donde vive más gente”, dijo a Clarín Santiago López Medrano, ministro de Desarrollo Social de la Provincia de Buenos Aires. Con el mismo estilo de aquel “hay más desempleo porque hay más población”, que ensayó la Gobernadora dándole alas carroñeras a la demografía.
Cuatro de cada diez niñas, niños y adolescentes de ese conurbano feroz se alimentan en los comedores comunitarios. Es decir que gran parte de la infancia depende de la mezquindad estatal para sus comidas más importantes del día. Es decir, para conformar su estructura física y cognitiva. Es decir, para construirse futuro, para armarse sujeto político, para ponerse en pie resistente. Y como el hambre es un disciplinador clave en el plan de descarte, no serán muchos los que puedan plantarse.
Lo que el Observatorio de la Deuda Social de la Universidad Católica Argentina (que, hasta hace un suspiro, era voz oficial de los mismos que hoy lo ignoran desde la supremacía mediática) llama inseguridad alimentaria severa es hambre. Cuando no hay comida en casa. Y la alimentación en comedores escolares y comunitarios se disparó en el último año. Y se multiplicó desde 2010: 17,4% al 40% en el tercer trimestre de 2018. En el conurbano. Donde se apiña la gente en busca de sueños que nunca llueven. Lo que está sucediendo hoy, después de que los miserables empobrecieron de un golpe a millones tras de una elección, se sabrá otro día. Quién sabe. Pero se siente en las panzas. En la calle.
Dicen en el informe que los pibes del conurbano “presentan grandes desventajas en materia de seguridad alimentaria frente a sus pares del promedio nacional”. Casi el 8% no incorpora ningún nutriente esencial en sus comidas del día. Ni carne ni lácteos ni frutas ni verduras. Entre polentas y fideos, los nutrientes se ven de lejos, en los estantes del cielo. Cerca de las oficinas de dios, que nunca atiende si no es a través de sus delegados.
En casas donde no se pueden comprar alimentos, el 44 % de los niños no tiene asistencia alimentaria. Son el 6,5 % del total de la infancia del conurbano. Si no van a la escuela, no comen. Y muchos no están escolarizados antes de los cinco años y en la adolescencia. Demasiados.
El 25 % de la población del país se sofoca en el conurbano. Un cuarto de las niñas, niños y adolescentes de punta a punta de esta tierra crecen, comen poco, beben agua impura, se enferman, resisten, doblan sueños chiquitos como grullas, se mueren, viven. Vuelven a morirse y a vivir, tercos. Pertinaces en ese territorio mínimo donde los parias del sur del mundo se arriman para apostar a una vida distinta, cerquita de donde dicen que atiende dios.
Pero tienen hambre. Imperdonablemente, tienen hambre. Hambre que se extiende, que no tiene mantel del mediodía, pan que sacia, plato calentito, futuro en el horno gratinado y fuente con frutas en la sobremesa.
El futuro es un hueso en el desierto, el puerto donde encallan las esperanzas.
Hasta que haya un pan, uno no más, que resista un pellizcón colectivo. Para ponerse en pie. Y desarmarles el hambre a los disciplinadores.
*Por Silvana Melo para Pelota de Trapo.