El problema del reduccionismo radical

El problema del reduccionismo radical
7 febrero, 2019 por Redacción La tinta

“¿Portar un órgano potencialmente productor de esperma es ya, desde el vamos, encarnar la dominación?” Emmanuel Theumer escribe acerca de la diatriba conceptual de cierto feminismo, hasta llegar al reduccionismo de las Radfem y el feminismo transexcluyente. “¿Qué es lo que sucede cuando aceptamos que nuestras experiencias de opresión pueden ser compartidas, pero no idénticas?”, una pregunta que abre a las políticas feministas posibles.

Por Emmanuel Theumer para LatFEM

Al intentar sindicar quienes pueden o no incorporarse al feminismo las feministas autocalificadas de radicales han auspiciado un doble determinismo. Un determinismo biológico que informa sobre la posesión de un sexo que determina lo que cuenta como mujer, “el” sujeto del feminismo. Un determinismo cultural que ofrece análisis sobre la opresión en la que la mujer siempre es efecto del deseo del otro, una condición de víctima que oblitera la capacidad de agencia.

En los últimos años, diversas regiones del mundo han visto precipitar un nuevo ciclo de protesta feminista orientado hacia modos de volver mejor habitable la vida y articulado alrededor de la categoría abierta “mujer”. Al mismo tiempo, una cruzada moral se ha extendido “contra la ideología de género”. Tal cruzada secular y religiosa ha sido impulsada por un movimiento de restauración heterosexual. Curiosamente, activistas que se identifican como feministas comparten algunas bases argumentativas con estos restauradores del orden: la nostalgia por un orden de la naturaleza cuál paraíso perdido, una sustancia orgánica determinante que fija de antemano que cuenta o no como mujeres y, por tanto, qué cuenta como un feminismo. Este punto de vista alcanza decibilidad en los intentos de expulsar a las trans del feminismo —por no mencionar a las maricas— para quienes, digan lo que digan, hagan lo que sea que hagan, oprimen y hacen peligrar lo que sería una versión auténtica del feminismo. También ocurre algo muy parecido para quienes se identifican como varones feministas. Pero, ¿cómo es posible aquello? Algunas personas tienen como único fundamento una emoción políticamente producida: el odio. Llamarse feminista, bajo estos términos, no es garantía de “nada”, pero bajo ese “nada” se acobija el compromiso con una organización sociosexual. Se ven convocadas a garantizar ciertas normas heterocentradas del género. Otras feministas — anti trans, anti maricas o anti putas — afirman identificarse en una tradición, la del feminismo radical. Ciertamente, tales conflictos son parte de una historia caracterizada por interrupciones y sucesivas reelaboraciones del sujeto político del feminismo.

En los últimos sesenta años, desde diversas coordenadas geohistóricas, las feministas han respondido de diversos modos el doble llamamiento de Simone de Beauvoir para el segundo sexo: el de “mujer no se nace, se llega a serlo” y, menos recordado, el de “desbordar al marxismo” ante su insuficiencia explicativa de la opresión en las mujeres. Desde entonces, dicho groseramente, en algunas ocasiones el sexo —el cuerpo sexuado— fue expulsado de la historia y asumido como entidad natural auto-evidente, codificable a través de órganos genitales, hormonas, fenotipos, etc. El sexo también fue problematizado como la expresión material de una operación (sexage, heterosexual, capitalista) que producía a las mujeres como una clase sexual o una clase definida por el sensual trabajo doméstico y de cuidados. La bicategorización del sexo también ha sido cobijada en la trascendencia, un orden imaginario psicoanalítico o en dualidades ancestrales. Otras comprensiones biopolíticas-performativas del sexo indagaron sobre la imposibilidad de dar cuenta de su materialidad sino es a través de ciertas convenciones de género. Ofrecieron argumentos orientados a revelar su provincianismo moderno-colonial, su contingencia así como su fragilidad citacional. Por caso, el influyente trabajo de Judith Butler argumentó que la supuesta coherencia interna heterosexual entre “sexo”-género-orientación sexual no solo es arbitraria, sino también inestable.

Desde fines de los sesenta, la contribución de Kate Millet ganó peso entre las feministas que se identificaban como radicales al desarrollar críticamente la categoría de patriarcado. Aquí el adjetivador de radical estaba puesto decididamente en que existía una raíz que producida las desigualdades e injusticias y que era posible extirpar. El patriarcado ha sido entendido como un sistema de dominación de los varones sobre las mujeres, relación comprendida en términos de intercambio, tributo y sometimiento. Esta acepción descansaba en la creencia de una organización primaria del poder, un principio unificador-organizador de lo social (el patriarcado). Pero, en tanto sistema ¿se trataría de una organización definida por la relación entre sus partes? ¿cuál es su vínculo con otros “sistemas” de opresión? Cuando las feministas navegaron hacia sociedades “tribales”, del pasado o del presente inmediato, trajeron más interrogantes que certezas. La prevalencia de un “sexo” sobre otro tendió a ser una marca. La mujer es al hombre lo que la naturaleza a la cultura, afirmaban. Otras señalaron las insuficiencias del patriarcado al dar cuenta de otros vectores culturales que organizan las diferencias. Pusieron en cuestión la pretensión universalista del “patriarcado” al arrastrar una noción de individuo y naturaleza fermentada en la modernidad. Subrayaron, por ejemplo, las tramas comunitarias en las que se desenvuelven las mujeres indígenas que son irreductibles a una programa emancipatorio occidental. Algunos trabajos notaron que la lengua colonial era utilizada en ciertas sociedades para purgar a quienes no se ajustaban a sus convenciones etno-específicas de aquello que solemos llamar sexualidad. Investigaciones históricas presentaron fuentes que permiten rastrear la invención moderna de la diferencia sexual (entendida como una bi-anatomía irreductible entre dos sexos) y también las identidades opositivas homosexual/heterosexual. En las calles y la academia, el segundo sexo comenzó a ser problematizado por variadas narrativas feministas negras, chicanas, trans, lesbianas, maricas, de la diáspora. Este fue también el contexto en el que tuvo lugar la apropiación política de la categoría género proveniente del dominio de la psicopatología sobre personas intersex y trans.

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(Imagen: Colectivo Manifiesto)

El género fue ampliamente tematizado como una construcción cultural que organizaba diferencias y jerarquías sobre los sexos. Género, como también había ocurrido con la categoría patriarcado, permitió señalar las violencias, la desigualdad de oportunidades así como posibles resistencias. Hizo falta otro largo trecho para problematizar ese supuesto biologicista con el que se entiende el “sexo” y, en efecto, extender la comprensión no sólo sobre quienes podían habitar la categoría mujer (al no estar ya sujeta a un determinante natural) sino también sobre los múltiples modos de experimentar, incorporar, percibir el género. Aceptar que la idea de que la bicategorización del sexo no existe por fuera de ciertos arreglos culturales, más aún, que es el género el que produce una superficie de inscripción como natural que llamamos “sexo”, no ha sido una tarea sencilla. Quizás por ello la categoría género ha sido objeto de tensión e incluso resistida en algunos feminismos.

Durante los años ochenta, feministas como Catherine MacKinnon proporcionaron nuevos alicientes teóricos al autodenominado feminismo radical. MacKinnon comprendió el sexo desde una estructura de subyugación de los varones sobre las mujeres a través de la sexualidad. En MacKinnon pertenecer a un género es ya haber entrado en una relación sexual desigual, relación heterosexual en tanto va dirigida de los varones hacia las mujeres. Así entendido, el sexo para las mujeres es ya, de antemano, una situación de subyugación que, en algunas ocasiones, fue alegorizada en el acto mismo de la penetración. MacKinnon y sus seguidoras conservan un silencio estridente cuando se les pregunta cómo podría funcionar este artefacto teórico sino fuera a través de convenciones previas —a menudo demasiado blancas, demasiado héteros— de lo que cuenta como varón y mujer. ¿Portar un órgano potencialmente productor de esperma es ya, desde el vamos, encarnar la dominación? ¿toda relación heterosexual es de subordinación? ¿qué ocurre con las personas cuya identidad de género no necesariamente mantienen correspondencia con una orientación sexual heterosexual? ¿cómo resistir ante un ordenamiento sexual que determina, de antemano, las posibilidades de vivir la sexualidad o el género? ¿será por esto que las RADFEM focalizaron en las personas trans la prueba viviente de que su imaginario de dominación es tan unilateral como insuficiente? ¿compromete ese lugar de enunciación sobre el que emergen como subordinadas? Al totalizar la sexualidad como una relación heterosexual necesariamente desigual y al género como una expresión de dicha estructura este planteo cae en un reduccionismo radical.

Desde entonces, al intentar sindicar quienes pueden o no incorporarse al feminismo las feministas autocalificadas de radicales han auspiciado un doble determinismo. Un determinismo biológico que informa sobre la posesión de un sexo que determina lo que cuenta como mujer, “el” sujeto del feminismo. Un determinismo cultural que ofrece análisis sobre la opresión en la que la mujer siempre es efecto del deseo del otro, una condición de víctima que oblitera la capacidad de agencia. Al totalizar la experiencia de las mujeres(cis) como deseo masculino, el feminismo radical cancela la resistencia y se niega a sí-mismo. Y es que la historia de los feminismos —trans, maricas, lesbicos, travas, populares, anti-capitalistas, comunitarios, de abya yala, negros, neurodivergentes y un importante etcétera que incluye a las radicales— son la emergente prueba, según una conocida frase, de que allí donde hay poder, también hay resistencia.

Lo propio de los feminismos, todos y cada uno, es precipitar políticamente a través de una paradoja —por utilizar un término desarrollado por Joan Scott—, la de reconocer la diferencia sexual para luego negarla, rechazarla, impugnarla, hacer de ésta algo diferente. Todos los posicionamientos feministas son parciales, finitos y han sido objetados de múltiples modos. A veces por sus presupuestos heterosexuales, capacitistas, racistas, especistas no problematizados. Otras tantas por el confort de un liberalismo integracionista o un anarcoliberalismo que cercena la transformación social al dominio individual de la experimentación. Histórica y políticamente, los movimientos de resistencia sexual agonizan en la renegociación de las normas con las que vamos a pensar la vida en comunidad. Bajo estos términos el reto no trata tanto de lograr una representación acabada (sobre “las mujeres”, la “posición de mujer”, etc) como de insistir en el con-tacto, el acuerpamiento, la apertura a la escucha, insistir en la coalición. Pero ¿qué es lo que sucede cuando aceptamos que nuestras experiencias de opresión pueden ser compartidas, pero no idénticas? Esta pregunta admite respuestas colectivas. Aquí las políticas feministas se enfrentan a la radical tarea de construir un nosotros menos opresivo capaz de expandir su dominio de resistencia y acción contenciosa.

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(Imagen: Colectivo Manifiesto)

*Por Emmanuel Theumer para LatFEM.

Palabras claves: feminismo, transfobia

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