Voto a voto, me enamoré de mí
Por Florencia Benson para Panamá Revista
Cualquiera que haya leído una encuesta en los últimos cinco años sabe que, más que confundidos, los sociólogos a esta altura están de luto: las antiguas categorizaciones de votantes que servían de fieles predictores del comportamiento electoral se hicieron papilla en el último lustro. El voto on demand llegó para quedarse, al parecer, de manera análoga a las series, pero también la religión (¿algún interesado en una sesión de armonización zen?) o las compras del supermercado. Consumos culturales, materiales y políticos de un mismo sujeto parecen guardar casi ninguna de las antiguas coherencias que hacían del mundo social un objeto relativamente predecible para el analista, ya sea mediante encuestas u otras herramientas de calidad razonable.
La demanda
Últimamente ha renacido el entusiasmo de los analistas por las variables clásicas a partir de la denominada “brecha generacional” observada en algunas regiones (Reino Unido, Estados Unidos, Argentina, Francia), pero si analizamos más de cerca se vuelve ineludible poner en cuestión su valor explicativo. En primera instancia, las pirámides poblacionales europeas están envejecidas, ergo un voto joven tan fuerte (aún incapaz de vencer en la elección) tiene más poder explicativo que una brecha generacional en Argentina, donde la pirámide es claramente joven, y los votos no estarían reflejando del todo esa base demográfica.
En efecto, si la base de Unidad Ciudadana es tan fuerte, ¿cómo se explica que no hubiera arrasado en la última elección? La pregunta sociológica, según nuestro criterio, empieza ahí: ¿por qué no obtuvo más votos UC siendo su base demográfica –los jóvenes- tan fuerte? O, en todo caso, ¿cómo hizo la principal fuerza de la actualidad (el oficialismo) para absorber lo-no-joven? En este caso, la brecha generacional simplemente describe la composición del “núcleo duro” de cada una de las fuerzas políticas, siendo el oficialismo quien, para colmo, está en desventaja demográfica (los adultos mayores son menos numerosos que los jóvenes). De nuevo, ¿cómo se explica la distribución del voto sobre la composición demográfica del padrón electoral? Ciertamente no puede atribuirse (únicamente) a la edad. Por lo demás, no parece descabellado que se sostenga el antiguo adagio según el cual los jóvenes mantienen en primer plano la sensibilidad social y los adultos la preocupación económica, distribuyendo el voto a izquierda y derecha respectivamente.
En Estados Unidos el asunto es completamente diferente, dado que su población total no coincide con su padrón electoral ni lo refleja; a esto se suma una campaña de un nivel de planificación y ejecución sin antecedentes en la historia, la de Obama, que fue luego superada (aunque más no sea por la potencia del dinero) por la de Donald Trump, demostrando dicho sea de paso la velocidad con la que es necesario actualizar las tácticas, las estrategias y los mensajes para mantener la ventaja: Hillary utilizó la plantilla de Obama y perdió con ella. Pero, aún en este caso, la interpelación a la juventud no se efectuó desde una generalidad, sino que se apeló a intereses específicos, a una segmentación cuidadosa que no daba por sentado la edad ni ninguna otra característica clásica o básica del nicho al que se dirigía.
Pulverizadas las antiguas correlaciones sociológicas, la única constante que parece mantenerse en estas subjetividades etéreas es su convicción acerca de su propia capacidad de análisis: suficiente como para tomar las propias decisiones de consumo (entre las cuales se cuentan las electorales, pero no son las únicas) y, sobre todo, de permanecer relativamente inmunes a las influencias heterónomas: los sujetos se declaran advertidos y en guardia frente a sus “modus operandi”, ya sean publicitarios o proselitistas.
En otras palabras, están convencidos de que son inmunes a la influencia de los medios, de los periodistas, de los políticos, pero también de los líderes religiosos, de los maestros, de los amigos y de los padres. En sus mentes, “la tienen clara”.
Este grado de autoconciencia generalizado o reflexividad aparente es un fenómeno nuevo; y es clave, tal vez, para entender entre otras cosas el viraje ideológico tan pronunciado de la sociedad argentina de los últimos años. Decimos “reflexividad aparente” puesto que, bien mirado, se trata de un nuevo nivel de alienación habilitado por la convergencia tecnológica y el diseño premeditado de las redes sociales, tal como describe Byung-Chul Han en sus múltiples análisis (el “esclavo total neoliberal”, el esclavo que ama digitalmente sus cadenas materiales). Como sea, esta autopercepción del consumidor-votante es elemental para entender por qué se desorganiza el conocimiento que los especialistas tienen, o tenían, de su objeto de estudio social, y el continuo desacierto de tono por parte de los políticos tradicionales para interpelarlo más allá de sus “núcleos duros”.
Como sostiene Boris Groys, la nuestra es una época en la que “el futuro está siempre recién planeado; el cambio permanente de tendencias culturales y modas hace que cualquier promesa de un futuro estable para una obra [de arte] o un proyecto político sea improbable”. Y continúa: “El presente ha dejado de ser un punto de transición entre el pasado y el futuro, volviéndose, en cambio, el sitio de la escritura permanente tanto del pasado como del futuro, de una constante proliferación de narrativas históricas que escapan de cualquier apropiación o control individual”.
No se trata del fin de los grandes relatos, sino más bien de la cuestión del usufructo, es decir, qué me permite hacer, cuánto beneficio me proporcionará, tal o cual narrativa organizada si permaneciera bajo su gran paraguas: qué tan extenso es su alcance y cuánto bienestar me provee en términos de seguridad, de confort o de otros réditos a cambio de nada o lo más parecido a gratis, por ejemplo, un voto. “Gratis” equivale a no pagar en dinero; todo lo demás es negociable. En la actualidad, los especialistas en marketing no dejan de repetir su letanía “los datos son el nuevo petróleo” pero, la verdad, se parece más a una nueva moneda: pagamos en datos el acceso a las plataformas, aplicaciones y dispositivos de circulación social, de gestión del prestigio y el suministro del afecto. Luego soportamos una ingente cantidad de publicidades y vigilancias intensivas en nuestras casillas de correo, en la portada del diario, aun en la página de Home Banking y entre las líneas de conversaciones con nuestros amigos.
En este contexto, podemos afirmar que convencer es cosa del siglo pasado: en la actualidad, el esclavo contemporáneo −obnubilado por su propia capacidad de análisis, su belleza y su bondad−, es prácticamente inmune a escuchar a otro y, desde ya, cualquier cambio de opinión o sentimiento simplemente no es una opción: las personas no están dispuestas a poner en juego sus valores fundamentales en una discusión entre pares o al exponerse a una pantalla. Así, lo único que puede hacer un interlocutor que desea persuadirlas es negociar los valores secundarios, las cláusulas satelitales, las convicciones de baja intensidad y, en todo caso, garantizarle un riesgo mínimo en la transacción (si es posible, la devolución, desvinculación o marcha atrás, sin demora ni punitivos de ninguna clase) a cambio de un potencial gran beneficio. Otra vez: hallar el punto de la asíntota que más se aproxime a lo “gratis”.
Es decir, en esta negociación permanente, lo primero es intentar asegurarle al otro “que no va a perder nada de lo que ya tiene” y que, por el contrario, simplemente se modificarán cuestiones que para él, para su vida cotidiana, y para el mantenimiento de su subjetividad narcisista (alienada) son periféricas. “Vamos a cambiar el mundo pero no el tuyo” sería el bottom line de una campaña adecuada para esta floreciente subjetividad masificada.
La oferta
Ahora bien, lo que ocurre del otro lado del mostrador es de una naturaleza completamente diferente: los políticos siguen disputando entre sí los espacios de poder y, en esta lucha, la ciudadanía no siempre permanece como el principal foco de atención.
Una estaría tentada de decir, siguiendo la lógica más pura, que la rotación de Cristina Kirchner hacia fuera del PJ, en lugar de acercarla al centro, la aleja, pues al fin y al cabo una izquierda peronista sin peronismo es izquierda: y quizás sea cosa buena este sinceramiento. En este sentido, nos preguntamos si Unidad Ciudadana no estará, en efecto, rectificando su rumbo en dirección a la Internacional Socialista, lo cual tendría sentido por el contexto y por ser un viejo proyecto de Néstor. En este sentido, sería quizás más acertado hablar de la podemización del kirchnerismo, en lugar de una supuesta duranbarbización: un socialismo democrático con rostro civilizado, buenos modales, un antagonismo pulcro, moderado, aceptable para el público burgués. Podría plantearse que, en caso de ser esto cierto, Unidad Ciudadana se encaminaría a eliminar el uniqueness del populismo peronista y alinearse globalmente con izquierdas no trotskistas contemporáneas, es decir, apuntar a adquirir, de este modo, cierta “protección” -frente a los incansables ataques mediáticos y judiciales de la que es objeto, por un lado, pero también frente a una potencial evaporación identitaria al estilo UCR- mediante la afiliación internacional.
El caso Santiago Maldonado fue paradigmático en este sentido: sólo un ingenuo puede creer que el activismo en las redes sociales es capaz de torcer la agenda o de saltar el cerco mediático –fue el factor internacional lo que hizo retroceder estratégicamente al gobierno, es decir, la mirada de los medios extranjeros que no están vinculados a los mismos poderes que los medios nacionales. En este sentido, la red internacional de medios La Izquierda Diario fue un eslabón fundamental (solamente el sitio argentino recibió, en el mes de la desaparición de Santiago, más de 2 millones de visitas), ya que es un espacio de consulta permanente para periodistas y líderes de opinión de casi todo el espectro ideológico. La denuncia de Cristina Kirchner, que es candidata y líder pero también constituye un medio de comunicación en sí mismo, contribuyó decisivamente a inclinar la balanza, obligando a los periodistas (en primera instancia corresponsales) a prestar atención.
Vista desde esta perspectiva, la “grieta” deja de ser un fenómeno argentino (otra excepcionalidad, y van…) y se lee mejor en tanto emergente de una polarización general que atraviesa el, digamos, mundo no-islámico: los campos parecen reconfigurarse en dos espacios dominantes, por un lado la pan-socialdemocracia –con figuras como Corbyn, Sanders y Podemos, por nombrar algunos- y por otra los neoliberales, nuevos y de siempre. Un tercer espacio, menor pero –como vimos- ciertamente relevante, es la izquierda trotskista organizada (desde hace décadas) internacionalmente. Paradójicamente, las potencias bélicas mundiales se reconfiguran a partir de caudillismos clásicos: Trump y Putin, pero también China (en una lógica más de partido que de personalismo) y Corea del Norte.
Lejos de ser un espacio vacío, es la tecnología la que ocupa esa grieta, la habita, la reproduce como un fórceps invisible. No sólo una nueva “carrera tecnológica” (que incluye, pero no agota, la carrera armamentística) que mantiene a las naciones al filo de la investigación y desarrollo; también el ordenamiento social, subjetivo y cognitivo es atravesado por estos dispositivos. Entonces, parece válido hacerse la pregunta acerca de la posibilidad de convivir con, ni digamos interpelar a, un Otro que habita, piensa y circula en una suerte de “realidad paralela”, de tan customizada.
En otras palabras, ¿llegarán los filtros de burbujas, los sesgos de confirmación y la posverdad a aislar las subjetividades de uno y otro lado, mientras les hace creer que habitan un solo y mismo lugar? Si llegara a dominar el neoliberalismo, la respuesta es sí, dado que es el principal interesado en mantener los velos, los espejos y los espejismos en su lugar. Si ganara tracción el campo socialdemócrata, la respuesta es más ambivalente, pues la izquierda siempre tiene el objetivo de deconstruir todo aquello que su opuesto plantea como “verdades” objetivas, atemporales, naturales e inexorables.
Más allá o más acá de los votos, la sociedad argentina parece estancada en un empate catastrófico que demanda del campo de la centroizquierda nuevos emisores, introducir la novedad para sacudir el amperímetro. La pregunta es, agotada la experiencia populista a nivel regional (notoriamente Brasil, Venezuela, Argentina, Ecuador), ¿qué diferencial, qué riqueza, qué potencial, ofrecería la narrativa socialdemócrata para lograr inclinar la voluntad popular a su favor? ¿Será una transacción deseable abandonar un populismo que, en vistas del faraónico esfuerzo investido en su aniquilación, guardaría tal vez la potencia subversiva necesaria para modificar la actual correlación de fuerzas?
*Por Florencia Benson para Panama Revista.