Producción y demanda locales, el círculo virtuoso de la agroecología
En una de las zonas más turísticas de la provincia de Córdoba, donde el boom inmobiliario orientado al turismo presiona fuerte sobre tierras agrícolas, la familia Gómez sostiene una chacra agroecológica que abastece a más de cien familias de Las Tapias, en Traslasierra.
Por Leonardo Rossi para Conciencia Solidaria ONG
“La soberanía alimentaria es un concepto que debería tener sentido para los agricultores y para los consumidores (…) Todos enfrentamos crisis rurales y la falta de alimentos asequibles, nutritivos y producidos localmente. Debemos recuperar nuestros alimentos y nuestras tierras”, concluye un texto de Peter Rosset, uno de los más reconocidos teóricos enraizado con los colectivos campesinos en diversos territorios del mundo. La síntesis del académico dialoga de lleno con la historia de Domingo Gómez (56), productor de Las Tapias, Traslasierra. En una de las zonas más turísticas de la provincia, donde el boom inmobiliario orientado al turismo presiona fuerte sobre tierras agrícolas linderas a los pueblos, este hombre lleva más de cuatro décadas de trabajo en la tierra, de padecer idas y vueltas de los (lejanamente) manipulados mercados. El riesgo de perderlo todo, el encuentro con una comunidad ansiada de alimentos sanos y frescos, y reaprender la agricultura que practicaba cuando niño, que ahora le llaman ‘agroecología’. Domingo no usa esa palabra en toda la charla, pero explica: “Yo conozco los dos sistemas, y ahora tengo la tierra mucho más sana. A lo otro no vuelvo más”, dice, categórico desde la práctica diaria de la agricultura.
Beneficios inconmensurables
El ingreso a la chacra se anuncia con un imponente mástil en el que flamea la bandera de Boca Juniors como custodio de las parcelas. A unos metros aparece Domingo, lleva una gorra que también explicita a modo de presentación su fanatismo futbolero. Morocho, corpulento, de andar calmo y sonrisa pícara, el hombre invita a conversar bajo el techo de la casilla, allí próximo a donde preparan los plantines que luego seguiran su camino en los extensos surcos que cruzan las seis hectáreas que arrienda desde hace más de treinta años. El colectivo de trabajo lo completan su esposa, Susana (53); su hermano, Segundo (59); y sus dos hijos Arturo (27) y Domingo José (33).
La historia familiar siempre estuvo ligada al trabajo en el campo. Desde la adolescencia temprana, Domingo recuerda ir como peón para diversos cultivos, como por ejemplo el tomate, que luego vendían en la puerta de la casa de su madre a quienes pasaban por la ruta. Los años de experiencia lo llevaron a arrendar un campo y empezar a producir centrado en las plantas aromáticas. “Había estado 37 años en la actividad, hasta que por el tema de las importaciones, que venían demasiado baratas, tuvimos que dejar”, recuerda. Eso fue por el año 2000. A fuerza de pura voluntad y de una estructura familiar que apostó entera por quedarse en el trabajo rural, Domingo pudo sostener el alquiler, y se reconvirtió a la horticultura.
“Ya hace 17 años que trabajamos con las verduras, fuimos cambiando de a poco la forma de producir, y desde hace cinco que ya no usamos nada de químicos”, dice, para adentrarse en su relato acerca del modelo de producción que aplican en esta chacra, donde se conjugan la economía social con la práctica ecológica en un sentido absolutamente tangible.
El círculo virtuoso beneficia a la familia productora, al suelo, al aire y al agua de la zona, como así también a las vecinas y vecinos que acceden a alimentos sanos a precios desacoplados de la especulación de largas cadenas de intermediarios. Un proceso integral, de alcances que no se pueden cuantificar en una planilla de Excel.
La gran transformación
“Hoy hacemos unas cincuenta clase de verduras”, comenta Domingo mientras camina a paso lento por los lotes. Frena, observa algunos cultivos, mientras su hijo trasplanta las primeras especies de cara a la primavera. La producción de la finca cuenta con remolacha, zanahorias, lechuga, berenjenas, cebolla, ajo, coliflores, akusay, hinojo, tomates cherrys y otras variedades criollas. “Vamos buscando la diversidad”. No realiza monocultivos de cara a la exportación sin siquiera saber si ese producto irá a ser procesado para biocombustibles, si pasará a alimentar ganado del creciente consumo asiático o de la mega-oferta cárnica europea, donde buena parte de los alimentos se desperdician. Al contrario, acá se siembran variedades a tono con las estaciones del año para tener siempre alimento en las mesas de la comunidad local.
El cambio en las prácticas agrícolas llegó a la chacra de Domingo empujado por la demanda vecinal, que a su vez se había convertido en su principal garantía de sostenibilidad económica. Cansado de lidiar con los vaivenes de los mercados manejados en otras geografías, hastiado de luchar contra los intermediarios que “cuando no tienen te compran todo, y al otro día consiguen un poco más barato y te dejan en la ruina”, este productor empezó a poner el ojo en los canales de venta directa. Por ejemplo, recuerda que “a veces tenía tomates medianos, y en las verdulerías querían los tomates grandes, y me quedaba media cosecha sin vender”. Apareció así la posibilidad de ir con un puesto a la entonces incipiente Feria de Villa de Las Rosas, hoy ya con diez años, y un emblema del comercio justo, del cara a cara. “Así empezamos.” Recuerda el hombre que en ese espacio colectivo le plantearon dos condiciones para integrarse: “Ser productor y hacer alimentos los más sanos posibles”.
Traspasar ese portal fue mucho más que encontrar un nuevo canal de venta. Los contrastes que narra Domingo en torno a cómo reconvirtió su chacra han sembrado un cambio profundo en la atmósfera de este campo.
“Cada vez se usaban más agroquímicos porque los que asesoraban te decían que era la única forma de hacer plata, que así tenías más cantidad, que las plantas estaban mejor. Si viene el que supuestamente sabe y te dice ‘echale veneno cada siete días’, lo hacés. Pero cargás sobre las espaldas cipermetrina o dimetoato. Yo para hacer eso andaba con un traje como los de bomberos, con botas, todo transpirado, porque se te rompe una manguera y no contás el cuento. Acá sólo fumigaba yo. A mis hijos no los dejaba. Siempre pensaba que si se caga, que se cague uno solo de nosotros”
Domingo relata hoy con visión crítica esa práctica que se le había hecho costumbre, pero de la cual sabía sus riesgos. De hecho, sostiene que “muchos le tiran lo que tienen a mano, porque le falta plata para comprar el producto indicado, y ni se sabe si se cumple el periodo de carencia o no”. En otras palabras, dice que ese veneno que se aplica muchas veces llega a los platos de los ciudadanos. Lo que narra en primera persona Domingo es parte del saber empírico en las quintas, que escasas veces se pone en el debate público, tan necesario nada menos que en torno a un derecho humano básico como es la alimentación.
En 2009 fue noticia el resultado de un análisis realizado en el Mercado de Abasto de Córdoba donde se encontraron verduras con trazas en altas dosis de clorpirifós y endosulfán, hoy ya prohibido en el país. Este año sucedió algo similar, a partir de la exigencia por parte de la ONG Naturaleza de Derechos para que el SENASA, organismo nacional que regula la aprobación y venta de plaguicidas, informe sobre los estudios realizados en los últimos años en la materia: se generó una gran conmoción a partir de la difusión de resultados en medios masivos.
Por ejemplo, los análisis correspondientes al período 2011-2013 en torno a frutas y verduras dio positivo, es decir que detectó presencia de plaguicidas por encima del Límite Máximo de Residuo, en 63 por ciento del total de muestreo. Naturaleza de Derechos destacó entonces la gravedad de la situación, incluso bajo los parámetros laxos con los que se regulan los agroquímicos, ya que no sobrepasar el LMR no implica la no presencia de pesticidas.
“El Estado omite deliberadamente evaluar los efectos de una exposición crónica a los agrotóxicos, a través del consumo de alimentos contaminados con dichas sustancias, como así también los efectos sinérgicos en razón de que un mismo producto puede contener residuos de varios químicos. Por ejemplo, en el caso de la Manzana se pueden hallar residuos de hasta 15 principios activos de agrotóxicos.”
Lo que esporádicamente irrumpe en las noticias citadinas es parte del día a día en millones de hectáreas del país, donde gran cantidad de alimentos cargados de veneno se preparan cada jornada para ir a los platos argentinos. Domingo conoce de primera mano esta realidad, la vivenció con su cuerpo y en el territorio, sabe que hay otra forma: “A ese modelo no vuelvo ni loco”.
Ecologismo popular
Miguel Altieri y Clara Nicholls son dos referentes académicos a nivel internacional de la agroecología. Un artículo de estos autores plantea la urgencia que impera en trastocar los actuales patrones que guían la producción de alimentos: “El desafío inmediato para nuestra generación es transformar la agricultura industrial e iniciar una transición de los sistemas alimentarios a otros que no dependan del petróleo y que en lugar de estimular las exportaciones, más bien fortalezcan la producción doméstica por parte de pequeños agricultores; facilitando su acceso a tierra, agua, semillas, crédito, protección de precios, mercados locales y tecnologías agroecológicas”.
Si esta ambiciosa propuesta es un camino, Domingo Gómez hace rato que lo transita y tiene mucho que enseñar. “El primer año que empezamos a producir sin químicos teníamos temor de perder la cosecha, que se nos vaya toda la temporada del tomate que es uno de los productos fuertes. Y cada año fue mejor y mejor. Cada vez hay menos plagas, y problemas que tenía antes ya no los tengo, y sí los veo en productores que siguen de la otra forma. Entonces les digo que prueben, que vean que se puede hacer todo de otra manera”, dice, sin pretensión de adoctrinar, más bien de compartir saberes.
Esta familia es una escuela de producir conocimientos. “Lo otro (lo convencional), ya lo conozco todo, me sé todos los versos. Todo lo que te quieren vender. Entonces probamos de armar nuestras herramientas, por ejemplo ahora creamos unos túneles para el tomate. Mis hijos buscan en internet, y a mí me gusta pensar siempre otras formas para mejorar la producción. Sería bueno que estas cosas se las enseñen a los chicos en las escuelas técnicas, que se les dé apoyo, para que tengan ganas de quedarse a trabajar en el campo.”
De aplicar lo que decían algunos ingenieros agrónomos y los paquetes químicos que le ofrecían en los viveros, Domingo pasó a encontrar técnicos de la Sub-secretaría de Agricultura Familiar y del Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria que, a contracorriente de las políticas dominantes, apuestan por estas prácticas. “Y nos fueron enseñando, y ahora nosotros para cuidar las plantas hacemos purines con ortiga o cola de caballo o usamos bosta, y eso para algunos puede parecer que trabajamos con lo que sobra del mundo. Pero la verdad es que el suelo está cada vez más sano, no tengo que tirar fertilizantes químicos ni nada”.
Trabajar con el pueblo
Con una producción cien por cien agroecológica desde hace unos cinco años, Domingo destaca que “el consumidor ya se acostumbró a las plantas con distinta forma, a que tengan un bichito porque justamente no tiene veneno, y a entender que ese alimento es mucho más sano”. El productor resume así los beneficios de contar con un modelo que se nutre de productos naturales, de formulación casera, para el cuidado de los cultivos: “El suelo está más sano, las verduras están más sanas, yo estoy más sano”.
Estos alimentos fueron ganándose la confianza de los vecinos y el boca en boca llevó a que en la actualidad, Domingo comercie el cien por cien de sus cosechas de forma directa, sin intermediarios. Así ha logrado cumplir con otro de los objetivos que se plantea la agroecología: fomentar las cadenas alimentarias locales, evitar la intermediación de actores económicos concentrados, y sostener precios justos para productores y consumidores. “Hace un año que sólo vendo en ferias, en Las Rosas, San Javier, Mina Clavero y Villa Dolores”. A ese recorrido itinerante, la familia agrega dos viajes semanales por el valle, uno en sentido sur y otro hacia el norte. “Vendemos en los distintos pueblos de la ruta 14, los viernes salimos para el lado de Mina Clavero y los sábados para La Paz. En total hacemos unos 120 bolsones por semana para familias que nos encargan. Así ya no tenemos que trabajar más con las verdulerías.”
El caso de Los Gómez es ejemplo de la fragilidad con la que trabajan tantos productores. “Las verdulerías cuando está un poco más caro acá, compran en otro lado, acá entra mucho de Mendoza, te diría que casi todo, entonces estás atado a cosas que pasan en otros lugares”, explica. Y desde su sentido práctico propone: “Cada lugar tendría que tratar de vivir con los alimentos que producen ahí. En nuestro caso vamos trabajando con el vecino, que cuando no tiene te paga la semana siguiente o cuando a vos te sobra verdura que se puede poner fea se la metés en el bolsón y te quedás contento, sabiendo que no se tira. Si vas trabajando así, hacés una clientela, y yo sé que todo lo que produzco lo vendo, que todo el año tengo a los vecinos que me compran. Si uno trabaja con el pueblo, se puede vivir bien produciendo verduras sanas”, reflexiona el hombre, con las manos sobre la mesa y la mirada fija en su interlocutor.
Las sierras, la ruta, uno de los corredores turísticos más buscados de la provincia, y así, entremedio de esos flashes que, al pasar rápido, se observan tranquera adentro, una historia, una familia, y la producción de verduras con prácticas ecológicas como ejercicio de vida cotidiana para reencausar los alimentos hacia un destino más digno.
*Por Leonardo Rossi para Conciencia Solidaria ONG.