Educar o castigar, el rol de la Universidad en épocas de punitivismo neoliberal
El Programa Universitario en la Cárcel (PUC) de la UNC cumple 25 años. Y lo celebra volviendo sobre los orígenes y los debates siempre vigentes que necesitan amplificarse. En esta nota, el autor indaga sobre la disputa en torno al castigo y las políticas de seguridad, como forma de debatir el sentido común neoliberal.
Por Hernán García Romanutti para La tinta*
La pregunta por el sentido del castigo es antigua, quizás tan vieja como la humanidad misma. Decía Nietzsche que la formación de nuestra conciencia moral –y de nuestra conciencia en general– es un efecto de las primitivas instituciones de adjudicación de justicia y distribución de los daños. Hace un par de siglos, con la instauración de los sistemas penales modernos y la centralidad de la institución carcelaria, aquella vieja cuestión se transformó en la pregunta sobre el sentido de las cárceles en una sociedad como la nuestra, sobre los fines que nos proponemos al aplicar una pena, sobre nuestra forma de hacer ante el hecho del daño, la violencia, el delito.
Más allá de las viejas discusiones filosóficas entre retribucionistas (la pena como restablecimiento de un orden alterado o como expiación de una falta moral) y utilitaristas (la pena como una forma de prevención general o especial), este tema se vuelve recurrentemente materia de discusión en el debate público. Entre las posiciones que reclaman la respuesta punitiva como única reacción ante el delito, están la baja de la edad de imputabilidad y el aumento de severidad de las penas (acciones, a menudo, más simbólicas que efectivas); en el intento de pensar las problemáticas sociales desde una perspectiva más compleja que posibilite la recomposición del tejido social roto que el delito conlleva, está la apuesta por la educación.
Hace 25 años, la Universidad Nacional de Córdoba imaginó una forma de ser parte no sólo en la discusión del problema, sino de intervenir con un programa sostenido con el trabajo cotidiano de muchas personas que apuestan a la educación en contextos de encierro como una salida posible, como la creación de alternativas a las fuerzas que imponen el castigo –y su reverso, la delincuencia– como único destino.
En 1999, el Programa Universitario en la Cárcel de la Universidad Nacional de Córdoba articula, junto con el Ministerio de Justicia de la Provincia, una política pública que es también una micropolítica y se inscribe en la huella abierta por la sanción, tres años antes, de la Ley n.° 24.660 de ejecución de la pena privativa de la libertad que representó un cambio de paradigma respecto del régimen anteriormente establecido por el decreto 412/58, al definir la resocialización como el objetivo de la pena y asignar una importancia vital a la participación de la escuela y la universidad públicas, junto a otras organizaciones de la sociedad civil. Actualizaba así el artículo 18 de la Constitución liberal de 1853: “Las cárceles de la Nación serán sanas y limpias, para seguridad y no para castigo de los detenidos”, definiendo, desde su primer artículo, que la ejecución de la pena privativa de libertad “tiene por finalidad lograr que el condenado adquiera la capacidad de comprender y respetar la ley procurando su adecuada reinserción social, promoviendo la comprensión y el apoyo de la sociedad”.
Se organiza así el tratamiento penal en base al principio de progresividad orientado por el trabajo, la formación profesional y la educación, estipulado en su capítulo VIII, donde indica que el Estado tiene “la responsabilidad indelegable de proveer prioritariamente a una educación integral, permanente y de calidad para todas las personas privadas de su libertad” y que los internos “deberán tener acceso pleno a la educación en todos sus niveles y modalidades”.
En contra de los sentidos de la época que hacen del destino de las personas un asunto de responsabilidad meramente individual y pretende imponer la crueldad como toda respuesta, la universidad pública propone una forma de hacer efectiva la educación como derecho de todxs. No es una apuesta menor en tiempos en los que la promesa neoliberal muestra sus límites y sus efectos devastadores en las vidas cada vez más precarizadas, y vira, como sostiene William Davies, hacia un neoliberalismo punitivo, “una nueva fase del neoliberalismo, organizada en torno a unos valores y actitudes de castigo”.
¿Cómo hace sistema esta racionalidad neoliberal que inficiona la crueldad como modo de gestionar nuestras condiciones de vida y las vicisitudes vitales, con el punitivismo en sentido estricto? ¿Cómo se traduce esta forma de gestionar lo humano en la definición de las políticas públicas relativas al sistema penal y a las políticas de seguridad? Para Davies, el “neoliberalismo punitivo” parece estar relacionado también con un “punitivismo neoliberal”: la conjugación de las políticas securitarias de tolerancia cero, mano dura y de la pena pensada como castigo individual en un momento en que las condiciones de vida se vuelven cada vez más precarias y más ásperas. A la vez que la agresividad individual busca en quien descargar su frustración, su indignación y su furia, o, incluso, señalar el revés de su supuesto mérito individual y asegurar sus ganancias siempre en peligro. La disputa en torno al castigo y las políticas de seguridad es también una disputa del sentido común neoliberal.
Hoy, como ayer, la universidad pública sufre los embates de las políticas neoliberales que proponen el sacrificio de las lógicas de solidaridad colectiva en nombre de la competencia entre individuos y el libre mercado. Partiendo de la desigualdad que implica toda competencia, el neoliberalismo pretende asignar responsabilidades individualmente sin antes haber creado socialmente las condiciones por las cuales las vidas podrían sostenerse por sí mismas. Crear esas condiciones implica, también, pensar la respuesta y articular una red cuando alguien ha causado daño, ha incurrido en violencia, ha cometido un delito. Es necesario el límite claro de la ley y la oportunidad de la transformación, de hacer de otro modo.
Si la cárcel sólo funciona como depósito provisorio de delincuentes (ya sea por castigo o por seguridad, por retribución o por prevención), cumplido el término de ley, solo habrá incrementado el resentimiento social y la ruptura de los lazos sociales. Podríamos pensar, en cambio, la resocialización –ese concepto central de la ley de ejecución penal– no tanto desde la perspectiva de un individuo que debe reinsertarse, sino desde la sociedad que somos, del tejido social que nos constituye, de la trama social que urdimos para reconstituir el lazo social roto.
La educación, ahí donde sucede, es siempre la apuesta –no calculable, nunca garantizada de antemano– por una transformación posible a partir del encuentro de nuestras subjetividades en condiciones de igualdad, del reconocimiento del otrx y del ejercicio de la crítica singular y colectiva. Incluso, más allá de la auspiciosa correlación estadística entre prácticas educativas y bajos índices de reincidencia, ¿qué puede cambiar en la sociedad –o, al menos, en las vidas de un conjunto de personas– la experiencia de la educación en contextos de encierro, el gesto de formarse, de pensar y pensarse con otros? Esto implica pensar la educación de manera distinta al castigo, de una forma no disciplinaria: no como un acto de autoridad, sujeción y obediencia, sino como reconocimiento del otro y de su capacidad de elaboración crítica.
En ese sentido, parece haber potencia en aquello que Judith Butler, en Dar cuenta de sí mismo, le señala a Nietzsche: es posible y deseable pensar la forma de devenir sujetos y dar cuenta de quiénes somos no a partir de la escena del castigo y su crueldad, sino a partir de la reflexión crítica sobre nosotros mismos, que siempre implica una elaboración de nuestra relación con las normas y sólo es posible en la apertura de una relación con otros, a partir de nuestro reconocimiento como sujetos de acción –y, por tanto, capaces también de violencia y de daño. ¿De qué manera pensar, entonces, la responsabilidad ante la violencia y el daño que no sea desde una violencia de signo contrario? Aunque no parece haber una respuesta última y definitiva, quizás un principio de respuesta, una necesaria y posible crítica de la violencia esté en esa singular práctica colectiva y transformadora que llamamos educación.
*Por Hernán García Romanutti para La tinta / Imagen de portada: .
*Docente e investigador de la Facultad de Filosofía y Humanidades (FFyH), y la Facultad de Ciencias de la Comunicación (FCC) de la UNC.