Si me querés, quereme trava
Por Lohana Berkins para el suplemento Soy de Página/12
Cuando se habla de travestis enseguida aparece un esquemático menú de asociaciones: o la prostitución o el mundo del espectáculo. En un tercer lugar aparece el activismo trans, un nuevo horizonte en el discurso que educa y reclama por derechos postergados, la urgencia por cuestiones tan básicas como el acceso a la educación, a la salud, al trabajo. Mientras tanto, la sexualidad y las relaciones amorosas siguen quedando como un espacio reservado para los otros. En esta nota, mujeres trans, travestis, novios y maridos, hablan de amor.
Para pensar cómo es el amor trava empezaría por situar algunas confusiones con respecto a nosotras mismas, en torno a lo que somos y a lo que no somos. Y esto atraviesa los grandes debates que aún se siguen desatando sobre la transexualidad. Defiendo a ultranza la posibilidad de construir la identidad como cada una quiera y pueda según sus contextos, sus deseos y las herramientas que tiene, pero me sigue sorprendiendo la respuesta reaccionaria que viene de adentro de nuestras propias filas.
Me refiero a la reaparición (tanto en boca de las travas como de sus parejas) de cuestiones que nosotras siempre hemos rechazo de entrada, allá por los años 90′: el reverdecer de posturas biologicistas, aquellas que adhieren a la casualidad y a la cuestión divina para hablar de nuestras propias identidades. Quienes nos asumimos como travestis rechazamos la binariedad, nos situamos en una identidad propia, con el trabajo que eso nos cuesta. Decir “soy travesti” es asumir nuestra propia belleza T, nuestros cuerpos y una cuestión que incluso a veces deja paralizado al feminismo: nosotras tenemos un pene, que no es lo mismo que hablar de falo. ¿Por qué deberíamos ocultar que la belleza del cuerpo travesti también incluye un pene? ¿Por qué tanta incomodidad con algo que es parte de nuestra propia corporalidad, sexualidad y deseos?
Por supuesto que todas tenemos derecho a hacer las construcciones corporales que queramos, pero hasta que propios y ajenos no incorporemos que aceptar nuestros cuerpos tal cual son también es parte de nuestra identidad, no habrá sexualidad ni amor que se puedan edificar a partir de eso. ¿Por qué tanta dificultad en nombrar nuestros deseos tal cual son sin que eso nos remita necesariamente a convertirnos en varones?
La negación que empieza por casa
¿Cómo construir una sexualidad y un deseo si hay algo que está siendo trucado u oculto? Esa negación, ese horror ante lo que somos, refuerza nuestros propios prejuicios y también los prejuicios de los varones con los que nos relacionamos (aunque por suerte, cada vez más, se perciban como posibles otro tipo de relaciones, de sexualidades y nos permitamos tener otro tipo de cuerpos como objeto de deseo). De ahí que se escuche casi siempre el tan mentado “Para mí es una mujer”. A lo que yo le contestaría: “Bueno, andá a vivir con una mujer entonces y dejame en paz”. Esa frasecita resume la intención de disfrazar la monstruosidad que supuestamente somos.
Es pensar que el máximo premio para nosotras es pasar por mujer biológica. Cuando en verdad lo que en mi caso deseo es ser reconocida y deseada en mis propios términos. Preferiría oír mil veces un “me encanta tu cuerpo”.
¿Cómo voy a ser capaz de negociar roles y deseos, de construir mi propia sexualidad a partir de un cuerpo negado? “Para mí sos una mujer” es poner a la travesti (otra vez mas) en situación de desigualdad. Y muchas veces nosotras seguimos ese juego. “El me ve como mujer”, “Nadie se da cuenta”. ¿De qué se deberían dar cuenta? Nuestras relaciones suelen ser asimétricas. Y nuestras parejas suelen ser más jóvenes. El modo en el que nos relacionamos con ellos suele ser la clandestinidad, el secreto. ¿Cómo construir un cuerpo si no se sabe por dónde circula? Al final, negar nuestros cuerpos nos conduce a una subjetividad y una sexualidad infantilizadas. Así es como nos ponemos a nosotras en el lugar de complacer e idealizamos siempre lo mismo: la juventud, la belleza asociada a esa juventud, la vitalidad y también cierta inconsciencia. Pararnos de otra manera, dialogar de otra manera supondría asumir un crecimiento y cierta madurez, pero muchas veces directamente preferimos ni pensar en ella.
Machismo en puerta
Cuando escucho los relatos de amor de amigas lo que percibo es que nunca termina de quedar claro que ahí hay, justamente, una relación de amor. Siempre se escucha “Mi familia la acepta” o “La madre no me acepta”. El acento está puesto ahí, cuando en verdad esos conflictos están presentes en las mejores familias y en gran cantidad de historias. No solo es cosa de travestis. Se enfrenta a esas cosas una adolescente que presenta en la casa a un señor de varias décadas, una niña bien que presenta a un punk o a un muchacho de La Cámpora. ¿Por qué es ese tema algo siempre a resaltar en el relato de nuestros amores? Es que si yo de entrada digo “para mí es una mujer”, ya lo importante deja de ser, por ejemplo, si la chica cae bien o mal, si te quieren o no, sino la identidad en sí de la chica. Es decir, si la relación se cimenta sobre una idealidad, ¿dónde te vas a parar defender o plantear con orgullo que es una travesti? Se repite un esquema de travesti proveedora: el joven mancebo que entrega su cuerpo rebosante y tierno recibe la ofrenda económica de la travesti, que se relame. La trava además debe acceder al mínimo capricho del chico. Eso tiene que ver con la marginalidad en la que se sitúa la relación.
Muchas siguen los estándares de lo que se supone que es ser una mujer, desde la visión patriarcal: casarse de blanco, criar niños, saber lavar, planchar pero nunca abrir la puerta para ir a jugar. Y el chongo alimenta este estereotipo por su parte. El machismo atraviesa todas las identidades, no es exclusivo del varón hetero. La idea de tomar a la pareja como propiedad, la violencia verbal y física se pueden dar en todas las relaciones.
Y en las relaciones de las travestis lo que se da mucho es que hay uno que goza de mayor poder simbólico. Sale con una travesti y sigue gozando de sus privilegios de varón. La valoración social de la travesti, por un lado, y la de su pareja, por el otro, son totalmente distintas. A ella se la mira siempre con reparo mientras él es probable que siga gozando de sus privilegios. Y hasta incluso se lo vea como altruista: “Qué bueno que es, qué valiente, qué generoso: vive con ella, se la presenta a la madre”. Como si ahí no se jugara nada del propio deseo del muchacho.
A veces tenemos tanta necesidad de explicarnos. Y eso es justamente porque cuesta hablar abiertamente de nuestra sexualidad. Si ella tiene tanta necesidad de explicar algo, tal vez sea porque ni ella misma lo entiende. Me recuerda la anécdota de una amiga que nos contó un relato larguísimo. Nos dormíamos. Se había levantado un chico y estuvo toda la noche tratando de decirle que era travesti. Ella usaba metáforas y el pibe no caía de la palmera. Incluso usó la metáfora del espejismo, del oasis, de lo que de lejos parece otra cosa… Tres horas de relato. Hasta que la Divina Martina, harta, lo remata: ¿tanto lío para decirle que eras puto? Tremenda carcajada. Parece que siempre estuviéramos dando vueltas sobre lo mismo y que hay más teorías que prácticas.
¿Cómo alguien podría amarme si yo misma vivo en la eterna simulación? Algo que veo muy seguido es que compañeras que empiezan a trabajar o a estudiar no lo cuentan como un derecho, sino como una bendición. Lo mismo pasa con el amor y la sexualidad. Cuesta mucho pensar en el derecho que tenemos todos a la libre sexualidad. Ahí estamos en un problema: cuando en vez de pensar en el cuerpo y el goce como algo nuestro lo pensamos como algo impuesto de afuera. En los contextos de violencia en que vivimos no hay mucho espacio para pensar, explorar nuestros propios deseos. Yo quisiera ir más lejos, no quiero eufemismos, quiero encontrar el punto T.
¿Cómo construimos nuestra autoestima basada en algo que desconocemos o con alguien que te dice “para mí vos sos esto o lo otro”? Me acuerdo siempre del relato de una amiga que hoy lleva 20 años viviendo con el novio. Cuando el chico la besó por primera vez se persignó y dijo “que Dios me perdone”. ¡Después de 20 años supongo que debe estar hiperperdonadísimo! Nunca más aplicable que hoy la frase del graffiti que cada tanto leo en Facebook: “Si me querés, quereme trava”.
*Por Lohana Berkins para el suplemento Soy de Página/12 / Fotos: M.AF.I.A.
*Publicada el 11 de septiembre de 2015