«Mi hijo el dotor»: ¿a dónde fue la movilidad social?
La sociedad también tiene sus leyes y su gravedad, su orden cósmico y sus átomos, sus fuerzas y resistencias. ¿A vos nadie te regaló nada? ¿El que quiere, puede? Vos, que tenés título universitario. Sí, vos, ¿tenés abuelos universitarios? Pes-ta-ñeaste. #Datitos sociológicos para todas y todos, como si se los explicara a mi abuela.
Las heladeras y los autos te duraban toda la vida, y los talleres de orientación vocacional no hacían falta. Eras lo que tenías que ser. La sociedad moderna no sólo trajo las grandes ciudades, la ciencia y la industria. También inventó una forma específica de desorientación y frustración. ¿Se imaginan un siervo de la gleba preguntándose qué quería ser cuando fuese grande? Dejando la carrera porque no se encontraba y no se veía trabajando de eso a futuro… Sufriendo de estrés y exceso de dopamina… La letra chica de la promesa de libertad y de elección avisaba sobre las crisis existenciales. No lo quiso la divina providencia. A Dios lo había matado Nietzsche y ya no quedaba a quién echarle la culpa.
El estado gaseoso es inestable. Marshall Berman usó la frase para titular su libro y la hizo aún más conocida, aunque la mitad de los que la repetimos olvidamos que Friederich Engels fue coautor del panfleto. Casi siempre le atribuimos a Auguste Comte la idea de pensar los fenómenos sociales como si fuésemos biólogos, químicos o físicos, pero chúpense esta mandarina: la modernidad explicada con la ley de Lomonósov-Lavoisier, descubierta casi un siglo antes: «Una revolución continua en la producción, una incesante conmoción de todas las condiciones sociales, una inquietud y un movimiento constantes distinguen la época burguesa de todas las anteriores. Todas las relaciones estancadas y enmohecidas, con su cortejo de creencias y de ideas veneradas durante siglos, quedan rotas; las nuevas se hacen añejas antes de haber podido osificarse. Todo lo sólido se desvanece en el aire; todo lo sagrado es profanado y los hombres al fin se ven forzados a considerar serenamente sus condiciones de existencia y sus relaciones recíprocas».
Durkheim decía que era tanta la inflación de promesas y expectativas que, en paralelo a la productividad y el conocimiento, había crecido exponencialmente la cantidad de personas que se tiraban de los edificios. La misma sociedad les proponía metas inalcanzables y medios escasos y privativos. Una moral con la marca de Nike: Elegí. Triunfá. Sé exitoso. Sólo depende de vos.
La cuestión es que Marx aceleró de 0 a 100 y se salteó uno de los estados de la materia: el líquido. Zigmunt Bauman terminó al borde del ridículo editorial por este descubrimiento. Al menos 12 de sus libros tienen la palabra «líquido» en el título, en una época en la que ya se había empezado a hablar de híper o de post modernidad: mundo, vida, amor, arte, sensibilidad, generación. Todo líquido.
Y eso porque las sociedades, como los átomos, son a la vez partícula y onda, foto y película.
¿De dónde venimos? Vos, que leés en el celular, ¿a dónde estabas hace tres generaciones atrás? Vos, que tenés título universitario. Sí, vos. ¿Tenés abuelos universitarios? Vos que estás esperando el Black Friday de Despegar para comprar pasajes a Miami, ¿sabés a qué edad tus padres viajaron por primera vez fuera de Argentina? ¿Siquiera eso sucedió alguna vez? ¿Hace cuántas generaciones llegó tu familia al país? ¿Vinieron por la guerra, por el hambre o por las dos? ¿Se escaparon? ¿Los recibieron? ¿Y la otra parte de la familia? ¿La que ya estaba antes de que el país fuese país?
En sociología, se le llama movilidad social. La conocerán de películas como «Antes, la educación era un medio de movilidad social ascendente». ¿Por qué? Porque la sociedad moderna se mueve. Incesantemente. «M’hijo el dotor» fue la versión vernácula del sueño americano: el argentinian dream. Aquí no hubo fiebre del oro, pero sí universidad obrera. En barco, analfabeto, cuasi esclavo en la estancia, empleada doméstica cama adentro. Se supone que, en una sociedad verdaderamente justa, no importa de dónde vengas. A mayor fluidez (sociedad líquida), mayor eficiencia: la asignación de puestos y recompensas no tendría nada que ver con el azar (en qué familia naciste, con cuánto dinero y contactos) y tendría todo que ver con las habilidades que tengas y el esfuerzo que le metas. Una verdadera tiranía del mérito.
Blau y Duncan sostenían que esta era la única forma de garantizar que no se desperdiciara el potencial y el talento humano, porque imagínense la mala suerte de la especie si justo ese que estaba llamado a ser el premio Nobel que descubriría la penicilina, la cura contra el cáncer o resolvería el dilema del prisionero, justo, justo nace en un país, región, hogar sin oportunidades para estudiar y cumplir con su destino. El médico que te atiende y la maestra que te enseña están ahí porque son los mejores en lo que hacen. Ni siquiera el sexo biológico con el que nacieron los condicionó socialmente para llegar (sic). ¡Cuidado! También el patrón que te emplea y el jefe que te manda. Ellos también llegaron ahí por ser los mejores. Lo hicieron sin pasado, sin ayuda, corriendo desde esa línea imaginaria de partida en la que nos sueltan a todos juntos apenas aprendemos a gatear. ¿Te suena conocido? Claro que no. No importa cuándo se lea esto, como dice François Dubet, hoy, «como en tiempos de Balzac y como en la Belle Époque, es mejor heredar que trabajar y nos acercamos a los índices de desigualdad de esa época, que sólo fue ‘bella’ para los rentistas».
Ojo que la justicia debería valer tanto para trepar como para caer cuesta abajo. Si la cigüeña te dejó en CABA, en Nordelta, con padre y madre con posgrado y ocupando puestos gerenciales, igual te podés hundir hasta el fondo del vaso si sos tremendo inútil y, para colmo, vago. La movilidad descendente efectivamente existe, pero en la realidad no suele manifestarse de esa forma. Le prestamos atención en otra posición de la estructura social: cuando estalla una crisis (1989, 2001, 2020, elige tu propia aventura argentina) y la parte más vulnerable de la clase media pierde lo poco que había ganado en algunos años de inclusión social, y por enésima vez en la historia es redescubierta por la sociología local como «nuevos pobres», es decir, pobres de ahora que no son hijos y nietos de pobres, pero que están en la lona en el tiempo presente y, por no haber nacido y crecido en la lona, tienen aún más dificultad para sobrevivir en la lona en comparación con sus contrapartes nativos de la lona.
¿El sueño líquido se volvió pesadilla sólida? Me odio por responder esto, pero depende. Como dice Gabriela Benza: la academia viene investigando hace décadas sobre movilidad, pero hasta principios del siglo XXI todavía existían quienes creían que podían estudiar estos fenómenos mirando sólo lo que sucedía con jefes de hogar varones. Mientras tanto, la movilidad educativa de las mujeres en las últimas décadas fue impresionante. Y hoy tenemos más matrícula universitaria, más universidades nacionales en más territorios que nunca antes en la historia. De hecho, según los datos de SITEAL, Argentina es el tercer país de la región con mayor tasa de asistencia a educación superior entre mujeres. El mito no murió, el mito está ahí: en las hijas dotoras.
Otro problema es que pocos le creen a la sociología. Como explica José Rodríguez de la Fuente, la academia estudia la movilidad social observando la estructura ocupacional (padres con ocupaciones manuales e hijos con ocupaciones no manuales, por ejemplo: de operario fabril a empleado administrativo). Prestándole atención a esos datos, hay una pauta de movilidad relativamente estable y parecida a otras sociedades occidentales. El sentido común llora por el sueño perdido, básicamente porque se hace otro tipo de preguntas.
Abuela empleada doméstica, nieta cajera de supermercado. La nieta ya no limpia el baño del patrón y su tarea es menos manual que la de sus antepasados. Hasta maneja una computadora. Pero su trayectoria, ¿es de «ascenso»? El tema es que la movilidad social es como caminar en una noche estrellada. La constelación con la que partimos (hace algunas generaciones atrás) y la constelación con la que llegamos a destino son distintas. Nos movimos nosotros, pero también se movieron las estrellas y el título de la escuela secundaria para nuestros abuelos, hoy, significa otra cosa totalmente distinta. Y, sobre todo, vale otra cosa. Gabriel Kessler y Vicente Espinoza le llamaron movilidad espuria. Pongámoslo así: en el edificio de la sociedad, muchos nos podemos mudar al 5° piso, pero vamos a vivir hacinados (a menos que nos pongamos en obra).
¿Vivo mejor que mis viejos? ¿Me satisface el estilo de vida que alcanzo a tener? ¿Voy a poder cumplir el sueño de la casa propia en el mediano plazo? Y la respuesta tiende a ser más pesimista: el meme del perro grande y el perrito chico, mis padres cuando cumplieron treinta años, con casa, auto, familia y pensando en sus vacaciones en Mar del Plata, y yo cuando cumplí treinta, festejando que me alcanzó para comprar papel higiénico en el supermercado.
Pablo Dalle se pone tanguero y nostálgico: «En movilidad social, pareciera que lo mejor ya pasó». Pero no necesariamente porque hicimos todo mal. Argentina fue un país con modernización precoz para la región. El sprint que metimos entre las décadas del treinta y el setenta fue impresionante, y para esa época llegamos a tener más clases medias y clases obreras calificadas que los vecinos de al lado. Pero no sólo se nos acabó la nafta, también llegamos al final de la ruta asfaltada (y hasta tanto no cambiemos de ruta, es difícil seguir avanzando a tasas chinas). Aun así, dice, sigue habiendo más movilidad ascendente que descendente y, sobre todo, más movilidad de corta que de larga distancia.
En la Argentina de principios de siglo XXI, casi 9 de cada 10 personas de las posiciones más altas de la estructura social habían nacido en hogares de clase media, media alta o alta. Pueden haber ascendido socialmente, pero desde posiciones relativamente cercanas a la cima. 7 de cada 10 personas de clase baja ya habían nacido en hogares de la parte baja de la estructura social. ¿Saben qué proporción de la población pegó un salto copernicano de la parte más baja a la más alta de la escala de posiciones? 3 de cada 100. ¿Saben qué proporción cayó estrepitosamente por el tobogán de lo más alto al fondo de la estructura social? Adivinaron. 3 de cada 100.
Sí, Diego Armando Maradona, Carlos Tévez y el Kun Agüero son reales. Tan reales como excepcionales. También existen los perros verdes y los tréboles de cuatro hojas. Pero la frase de Stiglitz vale para Argentina: si naciste privilegiado, lo más probable es que mueras privilegiado (o apenas un poquito menos que privilegiado), no importa lo mucho que te cueste aprender siquiera a persignarte.
Pongámoslo así (otra vez): en el edificio de la sociedad, existe un ascensor y funciona, pero sólo sube de a dos pisos. No más. ¿De dónde venimos? No siempre, pero la enorme mayoría de las veces, de arriba si estamos arriba y de abajo si estamos abajo. Porque mientras más consolidada esté la estructura social, es más difícil que haya movilidad (y que todo se desvanezca en el aire).
En general, las películas evitan que los arneses y los hilos se vean en la imagen. Muchas de esas sociedades «abiertas» (de flujo constante, como las nombró John Goldthorpe, probablemente el sociólogo más influyente a nivel mundial en esta temática) están fundadas en Estados con mucha intervención y regulación, que invierten recursos para sostener sistemas educativos menos desiguales y más inclusivos (dizque poblar el distrito más populoso y popular de la Argentina con universidades nacionales, por ejemplo) y dinámicas laborales y económicas con menos acaparamiento de recursos (sistemas progresivos). De hecho, en nuestro país, y particularmente en las universidades más jóvenes, existe un número relevante de casos de primera generación de universitarios. En Argentina, desde principios de siglo, la tasa neta de asistencia a educación superior creció de 30 a 41%.
A pesar de la evidencia histórica, suele llamarse «rígidas» a las sociedades con más Estado, mientras que la fluidez aparece comúnmente al lado del cartel «liberal». Un secreto: la concentración económica (cuando la gente acumula lo suficiente como para comprar el mérito si no puede conseguirlo por otros medios) se lleva bastante mal con la fluidez social y la meritocracia. Ese argumento de «cuál es el problema con que alguien sea muy rico» es válido solamente en el único ámbito en el que funcionan las premisas de la economía neoclásica: en la isla en la que vive Robinson Crusoe. En la vida real, los hijos inútiles y perezosos de personas poderosas no se hunden en el vaso. Sus padres tienen el poder de mantenerlos a flote. Andan siempre con salvavidas y seguro contra inundación.
La modernidad es líquida, pero inventó heladeras con freezer. La clase alta tiene ese poder: el de poner la fluidez social en una cubetera para armarle un fernet con coca a su frecuentemente poco avispada descendencia.
*Por Gonzalo Assusa / Imagen de portada: Ezequiel Luque para La tinta.