Verdad, posverdad y el día de la marmota

Verdad, posverdad y el día de la marmota
23 agosto, 2023 por Redacción La tinta

Un mentiroso se esfuerza en ser verosímil, afirma Emmanuel Carrère en El Adversario y parece que nos está hablando directo a nosotros. En una época donde los algoritmos compiten con las emociones y las fake news marcan la agenda de la política y las subjetividades, ¿qué lugar queda para lo dual, las verdades a medias, la realidad sin evidencia? Un siglo XXI que resucita viejos antagonismos de la Ilustración europea, menos sangrientos en apariencia, pero igual de coercitivos y determinantes.

Por Luchino Sívori para La tinta

«El pensamiento es erótico».

Byung-Chul Han

Se creía superado, pero no. Casi arribando al primer cuarto de siglo y la vieja disputa entre empiristas (llámese así a todos aquellos que defienden la idea de la evidencia como único mecanismo para llegar a una verdad) y creyentes (es decir, personas que basan sus ideas y valores en emociones u otras fuentes ajenas a la razón y la lógica) vuelve a ocupar el centro de nuestras discusiones de café, platós de televisión, redes sociales, campañas electorales. 

A simple vista, todas esas premisas mentadas aquí y allá del estilo «dato mata relato«, por un lado, y «dios, patria, familia«, por el otro, tienen un cierto aura de revival de la vieja batalla cultural entre ilustrados y religiosos del siglo XVIII, cuando las enciclopedias universales y racionalistas positivistas chocaban de frente con extintos románticos, estetas y monarcas. Salvando las evidentes distancias históricas, no parecería haber tanta diferencia entre una y otra dialéctica. Si bien los primeros no llegan a cortarle la cabeza a ninguna autoridad real y los segundos no pretenden evangelizar a base de sangre, cruz y bandera (que se sepa), desde hace unos años, positivistas y hombres de fe parecerían haberse confabulado para reiniciar el desentierro de un muerto que, presumiblemente, descansaba cómodo en su tumba

Una relación tóxica (no hay mejor palabra para describirlo) entre dos polos de estandarización 360º que, afirman, no se soportan, pero que no dejan pasar mucho tiempo para volver a referirse mutuamente, como si se necesitaran el uno al otro para ser lo que –dicen– son. 

Algunos se preguntarán: ¿qué queda para el resto de mortales, aquellos que sin comerla ni beberla presencian esta vieja-nueva guerra ahora en formato algorítmico presbiteriano? 

Alzar la voz y mostrarnos disidentes, dirán unos pocos, demostrar como hicieron muchos en su momento que la «realidad» podría llegar a ser un tanto más complicada que los ceros y unos de la analítica avanzada y la estadística aplicada, por no decir inaccesible (y por qué no, ya que estamos, inexistente). Pretender ahora, mediante esta dieciochesca rivalidad engripada, omitir todo aquello que otras escuelas de pensamiento revelaron en materias tan presuntamente dispares como el inconsciente, el lenguaje, el valor y la relatividad es, por lo menos, sospechoso.

Las preguntas que surgen, pues, son: ¿cómo es que esos postulados que alguna vez supieron hacer tambalear la misma idea de «verdad» y «objetividad» hoy pasan totalmente desapercibidos por los teams racionalistas/pensamiento mágico? ¿Qué ha ocurrido en el entremedio para que toda la segunda mitad del siglo XX, con sus estructuralismos, deconstrucciones, biopolíticas, estéticas, constructivismos, quede hoy fuera del juego simbólico de la subjetivización?

Arriesgamos una respuesta. Vivimos una reacción, una respuesta interesada de una época que no estaría sabiendo cómo canalizar la incertidumbre de unos metarrelatos que se saben frágiles, de un lado y del otro del espejo, en su forma productiva (de poder). En su momento, desde la filosofía del lenguaje y disciplinas afines se plantearon rever maneras novedosas de comunicación y deliberación más acordes a las nuevas identidades que iban surgiendo en el último tercio del siglo XX (que, con la llegada de internet, se potenciaron y multiplicaron, tanto en su conformación como en sus vínculos y semióticas). Esto no quiso/no pudo tomar forma política, único modo de llevarlo de lo individual a lo colectivo, de la experiencia fragmentada a la experiencia compartida. Las viejas formas de representación, al rescate de un orden que se sabe siempre elástico, retomó pues su tradicional modus operandi, el de la solidificación, y forzando la máquina del reenganche entre «las palabras y las cosas», reinició una antigua polarización que no solo no agota hoy la comprensión de lo que pasa subterráneamente, mutaciones pulsionales, simbólicas, afectivas y estéticas que escapan a esas categorías, sino que precisamente, por no acabar nunca de ser percibida en toda su dimensión y complejidad, hace ruido, trastabilla.  

No serán, pues, el sarcasmo de unos contra los otros («datos, no opiniones», etc.) o el alineamiento en bandos rivales los caminos para salirnos de este círculo vicioso. Más bien, puede que sean síntomas mucho menos estructurados y tangibles la posible salida a una potencial interrupción de ese circuito endiablado. Dicho esto, ¿podríamos comprender el cringe que provocan trumpistas y conspiranoicos, por un lado, y geeks del dataísmo, por el otro, como formas subrepticias de desafección y cuestionamiento, virtuales emancipaciones?

Puede que esta neo-Ilustración barra Inquisición recargada tenga enfrente algo demasiado huidizo para sus parámetros; puede, también, que sea uno de sus últimos manotazos de ahogado por la total hegemonía sobre los cuerpos y el pensamiento (intento que, por cierto, no abandonará sin antes darlo todo, como ya supo demostrarlo en varios momentos de la historia). Para que ello no suceda, precisará, como ya lo necesitan otras instituciones y agentes de naturaleza similar, de maneras distintas de dotar(se) de sentido, menos rígidas y estancas, más volubles y gaseosas. Un grado cero del saber en toda regla.

*Por Luchino Sívori para La tinta / Imagen de portada: CONTRAINFO.COM – Comunicación alternativa.

Palabras claves: filosofía, posverdad

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