La Guatemorfosis

La Guatemorfosis
19 octubre, 2021 por Redacción La tinta

Bolsitas metalizadas brillan afuera de cada kiosco en Guatemala. En un país donde la desnutrición infantil convive con la malnutrición, las transnacionales seducen a las infancias con frituras y gaseosas. Reemplazan al maíz ancestral y, bolsa a bolsa, botella a botella, construyen un futuro enfermo.

Por Paula Mónaco Felipe para Bocado

La carretera atraviesa por el medio del pueblo. Es uno de esos caminos impúdicos que permiten ver -de pasadita- negocios y casas de puertas abiertas. Pasan personas caminando, también algunos autos. Las pick-up que transportan pasajeros de un pueblo a otro y los tuc-tuc que son motocicletas convertidas en pequeños taxis.

Santa Catarina Palopó es un pueblo maya kaqchiquel junto al Lago de Atitlán, un gran espejo de aguas verde-azuladas rodeados por tres volcanes. Tierra de tejedoras, artesanos y artistas.

Unos mil quinientos metros tiene el pueblo a lo largo y 3.924 habitantes. Junto a la carretera hay tortillerías, a mano amasan el maíz durante horas. Hay varias tiendas de artesanías donde las mujeres están tejiendo en telares de cintura. Una panadería, una pizzería, un par de pequeños restaurantes, una venta de pollo rostizado y una cerería, la fábrica de velas muy requeridas para misas y fiestas varias. También hay muchas tienditas, kioscos.

Camino los mil quinientos metros, de una punta a la otra, en busca de frutas. Me sorprende porque en la capital del país hay montañas de frutas en mercados, supermercados y puestos callejeros que son como carretas. Al visitar este pueblo indígena esperaba encontrar más todavía, pero no.

En un pequeño mercado ofrecen algunas verduras, frijol y arroz. Enfrente, dos tiendas venden los únicos vestigios de fruta: mango y piña cortados, algo oxidados ya y en vasos de plástico. No hay guayabas ni plátanos ni otras opciones. Lo que sí hay son bolsas de frituras ultraprocesadas.

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(Imagen: Gabriel Queche)

Afuera de todos los negocios -no exagero, de todos- cuelgan tiras con pequeñas bolsas metalizadas que brillan más cuando les da el sol. TorTrix es la marca infaltable.

Una empresa fundada en 1961 por los guatemaltecos René Menéndez y Nashin y Enrique Misshan. Con décadas de historia y una estrategia de marketing infalible: vincular a la marca con la identidad nacional. Aunque se sigue vendiendo como guatemalteca, ya es propiedad de la transnacional Frito Lay/PepsiCo. La marca detrás de la gaseosa y de la mayoría de los snacks que se venden en el mundo también está adueñándose de este lugar.

La tienda de Ramos Matzar Pérez está en la esquina más concurrida del pueblo: frente a la iglesia, donde la carretera cruza con el camino al embarcadero. Justo ahí donde todos pasan, turistas y locales. Ramos, de cabello encanecido y gesto serio, no espera a sus clientes detrás del mostrador, sino delante. Sentado junto a una mesa mientras revisa el periódico. Lo hojea con sus manos rugosas, tiene 72 años.

Aunque en su tienda hay largas tiras de TorTrix, enseguida advierte: “Yo no como eso porque hace daño a la panza. Se pone la panza de piedra, dura dura”. (Tal vez se deba a los ingredientes que componen el producto: glutamato monosódico, ácido cítrico, oleorresina de páprika, dióxido de silicio y fosfato tricálcico).

Ramos habla un español quebrado porque es su segunda lengua, aquí las personas se comunican en kaqchiquel, su lengua natal. “Cuando yo era niño no existía todo lo que estamos viendo ahorita”, dice y recuerda su infancia de frutas que nombra con añoranza: tecojote, matasano, zipes, guayabas, níspero, jocotes. “Sólo esa fruta comíamos nosotros, cuando estábamos en la escuela sólo eso”.

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(Imagen: Miguel Tovar)

Se producían aquí mismo, en cerros que ya no tienen los árboles o si aún existen están los frutos pudriéndose en el piso porque a nadie le interesan. Recuerda el comerciante que antes las tiendas vendían frutas, que usaban más panela que azúcar refinada, que no había plástico ni mantequilla ni aceite.

Ahora a su tienda llegan los niños de Santa Catarina Palopó pidiendo las pequeñas bolsitas platinadas con 24 gramos de producto. Son accesibles: cuestan un quetzal, es decir, unos 14 centavos de dólar. Mal negocio para el vendedor: cuando vende 12 paquetes, Ramos gana sólo 2 quetzales y le genera 10 a la empresa de ultraprocesados; él gana 28 centavos de dólar y la transnacional se queda con 1.42 dólares.

—Si gana tan poco, ¿por qué las vende?

—Para adornar.

 

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(Imagen: Miguel Tovar)

A pocos metros de la tienda de Ramos, frente a la escuela del pueblo, por la tarde se instalan dos mesas. En una venden ultraprocesados, snacks y golosinas empaquetadas. En la otra hay plátano frito y pequeñas tortillas de maíz untadas con frijol. Los niños se arremolinan alrededor de los empaques brillantes. 

¿Por qué los niños guatemaltecos comen tantos TorTrix y bolsitas parecidas con sabores ajenos como Doritos, Lay’s, Cheetos? Don Ramos, con 72 años vividos y más de 40 atendiendo la tienda frente a la iglesia de este pueblo kaqchiquel, responde sin dudar: “Porque es lo que hay. Porque desde que crecieron sí había ese producto”.

Por el precio. Cuestan lo mismo que medio kilo de plátano, pero en general las demás frutas tienen precios más altos: dos quetzales alcanzarían apenas para un melocotón/durazno nacional y necesitarían tener 24 quetzales -10 veces el snack- para comprar 5 naranjas (importadas). Frutas que además no se consiguen por aquí.

Es lo que el médico Joaquín Barnoya define como pantanos de alimentos. “Áreas con cuatro o más tiendas de esquina a 0.4 kilómetros de las casas”. Áreas con elevada proporción de alimentos no saludables. Llegó a ese concepto en 2020 después de mapear geográficamente la prevalencia de ultraprocesados en su país: “Las tiendas de esquina en Guatemala venden principalmente refrigerios y bebidas azucaradas densos en energía y pobres en nutrientes, que son muy comercializados y consumidos por los niños de entre 8 y 10 años”, dice parte de un artículo científico elaborado junto a Aiken Chew y Alyssa Moran. Una mezcla inquietante de textos y mapas.

Con maestría en Salud Pública, especializado en tabaquismo, obesidad y nutrición, Barnoya ha documentado el camino hacia la debacle. Desde 2014, publica artículos científicos advirtiendo sobre temas como la relación entre publicidad y obesidad en adolescentes; el etiquetado engañoso; y en 2020, pantanos de alimentos. Sus estudios han salido en algunas de las revistas científicas más importantes del mundo como International Journal of Obesity (de la editorial Nature), pero en Guatemala nadie quiere leerlos. Aunque los ha compartido con periodistas locales, no los publican. “Wendy’s les tiene una página entera a la semana; Pepsi les tiene otra página, y como todos están acostados en la misma cama, dicen No, no, no. Cuidadito con esos mapas, eso no va”.

Las razones del silencio son obvias: dinero, poder. Sólo por citar un ejemplo: en mayo de este año, Frito Lay inauguró en Guatemala un centro de distribución que costó al menos 27.1 millones de dólares, en palabras de la corporación: “Para seguir fortaleciendo el HUB de la región centroamericana”. Desde Guatemala, “nuestra planta más exportadora y grande de la región”, abastecen también a Honduras, El Salvador, Nicaragua, Costa Rica y Panamá, según datos que el corporativo entregó para este reportaje. Un informe que también detalla: “Empleamos a más de 3,200 personas de manera directa, más de 10,000 empleos indirectos en Guatemala”.

En la capital guatemalteca, con sus hijas de 10 y 12 años sentadas al lado, el doctor Barnoya dice: “Los artículos sólo han servido para agrandar mi currículum y mi ego, cambios en políticas institucionales no se han logrado. Para eso se necesita una sociedad civil organizada, medios de comunicación independientes, se necesita más”.

Habla con el acelere de quien tiene muchos datos para compartir. Hila un tema con otro. Muchas veces responde con nuevas preguntas. Nombra dos factores fundamentales en el pantano alimenticio que atora a niños y adolescentes: los ultraprocesados (esas bolsas metálicas) y la comida rápida (sorprendentemente exitosa aquí, tanto que fue en Guatemala donde se inventó la cajita feliz de McDonald’s y en la capital es brutal la colonización gastronómica modelo estadounidense). Son enemigos complejos porque “cuando uno mira la cantidad, la fuerza y lo bien diseñado del mercadeo, nada es por casualidad. Las góndolas de los supermercados están diseñadas para eso. Los empaques de los ultraprocesados también: los colores que usan, los precios”.

Con base en sus estudios, hay datos preocupantes: “En 2015, el 28% de los estudiantes guatemaltecos de 13 a 17 años tenían sobrepeso y el 7% eran obesos. La mayoría de los estudiantes (65%) informaron beber refrescos al menos una vez al día”.

Fíjese en la campaña de Pepsi, recomienda.

Las montañas son verdes y el cielo bien azul. Es la Carretera Panamericana en el Altiplano Central de Guatemala.

Un gran anuncio muestra a una mujer bebiendo una botella de Pepsi con los ojos cerrados, gesto de placer. Es indígena de piel morena, tiene cabello oscuro y lleva huipil, un vestido tradicional. En su mesa hay tortillas, platillos nacionales, detrás una iglesia colonial y junto la oferta: 2.5 litros de refresco por 11 quetzales (1.5 dólares). 

Guatemorfosis.

Así se llama la actual campaña publicitaria de Pepsi en este país centroamericano que tiene 14,901,286 habitantes y un mal índice de desarrollo humano: lugar 127 entre 189 países del mundo. El parámetro que considera esperanza de vida, educación e ingresos, entre otras variables, pone a Guatemala entre los cuatro peores ranqueados del continente junto a Nicaragua, Honduras y Haití. Dentro de ese difícil vivir, quienes sufren uno de los principales problemas son los niños: uno de cada dos menores de cinco años está desnutrido.

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(Imagen: Miguel Tovar)

Desde hace décadas la desnutrición crónica en menores de 5 años oscila entre 45 y 50% y la desnutrición aguda ronda el 20%, según datos oficiales. En grupos indígenas el indicador llega al 58%: seis de cada diez niños y niñas indígenas no tienen alimentación suficiente ni adecuada.

La desnutrición es mucho peor de lo que suena esa horrible palabra: implica la muerte de bebés y niños. Y en quienes logran sobrevivir igual quedan marcas: “Frena su desarrollo cognitivo y físico, con secuelas que sufren durante el resto de sus vidas (…) Es un factor de riesgo para la disminución de la supervivencia, la salud, la capacidad de aprendizaje y la productividad”.

Hay que repensar las lecturas del problema, dice Lucrecia Hernández Mack, experta en salud pública: “Es cierto que la desnutrición crónica afecta e impacta el desarrollo de una población completa. Pero también empiezan a hablar de cosas que no son necesariamente ciertas como que la desnutrición crónica es irreversible. Que si a los dos años tú tienes una talla baja, automáticamente ya tenés problemas de desarrollo mental, ¿verdad? Eso estigmatiza un montón”.

Hernández Mack fue la primera mujer ministra de Salud en su país (2016). Es médica con años de investigación, activista, diputada del opositor movimiento Semilla. Una mujer de mirar fuerte y hablar amable aunque tajante.

Le preocupa que nacer en la pobreza sea una condena de por vida para la mitad de los niños y niñas guatemaltecos. Una visión que, dice, sostiene (y reproduce) políticas equivocadas como centrar la atención únicamente en la llamada ventana de los mil días o los primeros dos años de vida.

Porque “son clave, pero no significa que no haya oportunidades en el resto del desarrollo para recuperarlo, como en la edad escolar y en la adolescencia. El desarrollo intelectual se ha visto que no es solamente una cuestión de comida”.

Enfocarse únicamente en los famosos mil días -y después sálvese quien pueda- evade “un perfil epidemiológico complejo”: un país donde entre las primeras diez causas de muerte también están diarrea, neumonía, enfermedades relacionadas con diabetes, cirrosis, heridas por arma de fuego y accidentes.

Es decir, pobreza. El perfil epidemiológico de un país desigual donde los niños son pobres y desnutridos al mismo tiempo que comienzan a ser obesos. “La otra cara de la moneda”, dice Hernández Mack, “un problema que se oculta mucho”.

Desnutridos y obesos, lo que se conoce como doble carga. María Fernanda Kroker, maestra y doctora en nutrición poblacional, investigadora del Instituto de Nutrición de Centro América y Panamá (INCAP), ilustra la paradoja: “Madre con obesidad y niños con desnutrición, aproximadamente el 20% de la población. Guatemala tiene la prevalencia de doble carga más alta de todo el continente”.

Kroker cuenta con un largo currículum en estudios de ambiente alimentario, dieta y estado nutricional de los niños en edad escolar en las comunidades rurales. Ojos grandes, mirada atenta, se ve tan preocupada como emocionada al hablar de temas que en su país parecen vedados.

Cuenta que han visto crecer la obesidad en 25 años, primero en áreas urbanas y clases más acomodadas (ahí donde los ultraprocesados ya invadieron), pero el fenómeno se extiende ahora a los más pobres, que son mayoría: “Un grupo más vulnerable, las personas que si se llegan a enfermar más van a sufrir porque no tienen cómo sufragar una enfermedad crónica como la diabetes”.

Desde el Congreso una, desde la academia la otra, Kroker y Mack miran con preocupación el ascenso simultáneo de estos dos graves problemas de salud pública que tienen a niños y adolescentes en la mira. El referente de su miedo es el país vecino, México, donde tres de cada diez niños de entre 5 y 11 años sufren obesidad y sobrepeso, según datos oficiales (Ensaut, 2018). Mexicanizarse, que hasta ahora era sinónimo de tornar en país violento asolado por el narcotráfico, ha pasado a significar también epidemia de obesidad, sobrepeso, diabetes.

De los niños, dice Kroker, “no tenemos estadísticas, pero sabemos que aproximadamente el 30% tienen sobrepeso”.

—¿Es reversible aún?

—Hemos analizado tendencias. Vemos que a partir de los 15 años sobrepeso y obesidad crecen un 1% porcentual cada año. Vamos a ser como México, pero además no hemos salido del problema de la desnutrición”.

Y mientras todo eso sucede, épicos comerciales de la Guatemorfosis que busca PepsiCo. Con el cineasta más destacado del país -Jayro Bustamante-, la actriz del momento -María Mercedes Coroy-, como también científicos, deportistas, emprendedores, artesanos y cocineros. Todo ellos tomando Pepsi en videos y carteles que aparecen desde hace cinco años con el siempre complejo tono de lo nacional, la unidad y ahora también la pandemia por Covid. Con el lago Atitlán como fondo bonito, con el tono vacío de lo inspirador y sus pueblos indígenas como decorado mientras toman gaseosa.

Directivos de PepsiCo no aceptaron realizar una entrevista para este reportaje. Compartieron información corporativa de ventas, numeralia y planes, así como un comunicado según el cual “Guatemorfosis nació para sembrar la idea de que todos los guatemaltecos son agentes de cambio y pueden aportar con sus actitudes, hábitos y costumbres a la transformación de Guatemala, mostrando su lado más positivo como personas y como país”.

Pero la guatemorfosis que impulsan Pepsi y las transnacionales significa cambiar al maíz ancestral por frituras con químicos agregados. Y tal vez antes que eso significa desaparecer lo más básico, el agua.

“Agua-coca” y “agua-pepsi” llaman en Guatemala a las bebidas azucaradas. Así las venden, así las piden en las tiendas. Aquí las gaseosas se han instalado tan fuerte que hasta el nombre del agua borraron.

En la única calle pavimentada hay una serpiente aplastada. Parece que algún vehículo le pasó por encima. La víbora no es pequeña, es más bien grande.

Un grupo de niños pasa cerquita, pero ni siquiera se detienen a mirarla. A ellos no les asusta, corren emocionados hacia una casa donde se detuvo una camioneta blanca y bajaron dos muchachos con una gran bolsa transparente: un cargamento de frituras y snacks de todos los colores en empaques pequeños.

La serpiente va secándose con el sol, los niños corren hacia el depósito de comida chatarra.

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(Imagen: Gabriel Queche)

Tzununá es una aldea junto al Lago de Atitlán. Uno de los lugares más pobres de Guatemala: 89.2% de sus habitantes viven en la pobreza, sólo 3 de cada 10 asistieron a primaria, 6 de cada 10 no han tenido posibilidad de ningún estudio y el índice de desarrollo humano baja del 0.63 nacional a 0.42 (sólo tres países del mundo están por debajo de esa marca: Chad, República Centroafricana y Níger).

Aquí la pandemia por Covid pegó fuerte, cuentan. Las autoridades cerraron caminos: nadie entraba ni salía para evitar contagios. Los campesinos aguantaban sus cosechas, los aldeanos racionaban la de por sí escasa comida. Así pasaron algunas semanas pero la situación fue tensándose porque los caminos estaban cerrados para los alimentos pero abiertos para los camiones de Pepsi, Coca-Cola y ultraprocesados.

Organizados, algunos presionaron al alcalde para que regresaran frutas, verduras, carnes y algunos productos básicos que sostienen la frágil economía de la zona. Aunque en realidad, admiten, se consumen muchas bebidas azucaradas, TorTrix, sopas instantáneas y otros ultraprocesados.

Lo que ocurre en Tzununá pasa también en otros pueblos, aldeas y ciudades. Lo confirman datos de Fernanda Kroker: “En niños, el 30% del total de lo que comen (las infancias guatemaltecas) proviene de ultraprocesados. Es altísimo. Es esta alta disponibilidad, este mercadeo abundante y agresivo. Por los precios, comienza a ser más difícil accesar a los alimentos, la comida orgánica, saludable, que a una bolsita de ultraprocesados”.

Tan naturalizados están esos productos que refrescos y sopas instantáneas son dos de los 27 ítems que las autoridades incluyen en el cálculo de la Canasta Básica Alimentaria

¿Cómo el lugar donde nació el maíz, la tierra de los mayas y el Popol Vuh, puede involucionar así? ¿Cómo las montañas verdes de volcanes y agua dan cada vez menos alimentos y cada vez más ultraprocesados a sus niños y niñas?

Hay respuestas en el campo: un campo vaciado que ya no produce prácticamente nada. Que no es capaz de autoabastecerse. Que se expande entre monocultivos de azúcar -con exportaciones de 707 millones de dólares- y poca diversidad de alimentos reales para consumo interno. Tanto que se importan muchos productos básicos como maíz -254MDD-, arroz -43.6MDD- o manzanas, aceite, margarina, leche, quesos, papel higiénico. Peras, uvas, naranjas, de todo: la lista parece infinita.

“El 80% de los productores tienen menos del 10% de la tierra cultivable. Y los grandes productores comerciales, de palma africana, los exportadores, agroexportadores, concentran el resto de la tierra cultivable. Para azúcar y para lo que se exporta (café, banana, cardamomo)”, explica Jonathan Menkos, director del Instituto Centroamericano de Estudios Fiscales.

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(Imagen: Miguel Tovar)

Negocio redondo, la tierra en pocas manos y produciendo azúcar para luego venderla en mil formas de productos ultraprocesados aquí y en otros países, porque Guatemala se ha convertido en uno de los principales productores azucareros del mundo. Sólo en 2020, dos millones y medio de toneladas de las cuales se exporta un 70%.

Peor aún: la desigualdad perpetúa la imposibilidad de acceso a una alimentación nutritiva o siquiera a poder elegir qué comer, porque “el 80% de los trabajadores del país reporta un ingreso mensual de entre 52 y 450 dólares, según datos de la Encuesta Nacional de Empleo e Ingreso de 2019, antes de la crisis que vivimos. Están muy lejos de tener dinero suficiente, incluso para la canasta de alimentos”.

Menkos, de hablar paciente y pedagógico, fue candidato a vicepresidente en 2019 (compañero de fórmula de la indígena Thelma Aldana). Su país, dice, “es una sociedad en donde hay un grupo muy reducido que todos los años se queda con el 52% de lo que se produce. Las encuestas de condiciones de vida nos decían en 2006 que el 1% más rico de la población obtenía al año 266 veces más ingresos que el 1% más pobre. En la encuesta de 2014, la brecha había incrementado a 522 veces”.

Frito Lay inaugura su edificio de 27 millones de dólares en el mismo país donde hay enfermos de Covid tirados en el piso de hospitales públicos, sin camas siquiera. Los camiones de refresco llegan hasta la última aldea más pobre para envenenar a niños desnutridos mientras apenas un 6.8% de la población ha sido vacunada. Desde oficinas luminosas, con vidrios por paredes y mirando hacia las calles de la capital, Menkos y sus compañeros analizan impuestos, leyes, acceso a la información. Es un instituto privado que hurga en las pocas estadísticas oficiales que existen y construye datos propios. Desde esa trinchera resumen: “Guatemala tiene uno de los gobiernos más chicos en términos de presupuesto del mundo, somos el quinto país con el menor gasto público en el planeta”.

Y ampliando la visión hacia toda Centroamérica aparece un dato a primera vista irrelevante: cerca del 75% de la población considera que sus autoridades gobiernan para alguien más. “Hay en la percepción general de los centroamericanos una idea de que la democracia no está dando los frutos que debería dar. No se está convirtiendo en algo concreto, en un plato garantizado de alimentos sanos en la mesa todas las noches”. Plato y política se cruzan. Menkos alerta sobre el peligro autoritario.

Mientras el Estado se retrae, las corporaciones ganan terreno: tres gigantes -Walmart, Nestlé y Procter & Gamble- lanzan una campaña de promoción de “vida saludable”. Ofrecen atención médica e información. La letra chica: para participar en el sorteo hay que tener un ticket de compra cada semana y la disponibilidad es de 2,400 citas por semana para para una región con  37 millones de habitantes.

Hoy en Guatemala, existe un Viceministerio de Alimentación, pero la mitad de los niños siguen desnutridos y la soberanía alimentaria, enunciada en leyes, parece inalcanzable. Como también resulta complejo avanzar lograr un etiquetado frontal y regulación de publicidad alimentaria dirigida a niños.

Lucrecia Hernández Mack intenta en el Congreso destrabar el proyecto de ley de Promoción de Alimentación Saludable (número 5504), que ingresó en 2018 y sigue estancado por falta de dictamen -paradójico- de la comisión de Salud. “En la discusión de la semana pasada, un par de diputados decían: ‘Hay que invitar a la industria, a las empresas para que nos vengan a decir cómo les afecta’. Y yo les decía: discúlpeme, a mí me eligieron para poner la salud de la gente primero, no para andar ahí cuidándole los intereses a la industria alimenticia”. Los debates se atoran también por “gente que tiene mucho poder, mucha influencia. Que trabajan con los encargados de Pepsi y aguas-gaseosas. Personas que le hablan al oído al presidente”.

El lobby que vemos en todo el continente, las estrategias de esta guerra, con un aliciente: hambre. Ese drama doloroso es usado para evitar leyes que limiten a los ultraprocesados en Guatemala. Porque “conceptualmente en un país con desnutrición, ponerle impuesto a la comida también es políticamente complicado. Nos dicen ‘se nos están muriendo los niños de desnutrición y ustedes le quieren poner impuestos’”, explica el doctor Barnoya.

Siguen los comerciales repitiéndose en caminos y televisión. Siguen hablando empresarios y políticos en línea directa. Como espejos, las bolsitas de frituras encandilan a niñas y niños. Los refrescos son parte de la canasta básica. Las sopas instantáneas van reemplazando al maíz.

Y el gigante de gaseosas y ultraprocesados, que acaba de lanzar una “transformación estratégica” hacia “Pep+ (PepsiCo Positive)”, con tinte ambientalista, en letras chicas también muestra que va por más: quiere “que PepsiCo sea el Líder Mundial en Alimentos y Bebidas de Conveniencia Ganando con Propósito” (sic). Eso en Guatemala implica hoy una inversión de 70 millones de dólares. La mitad para llenar el mercado con más bolsitas platinadas: 16 millones para triplicar su capacidad en línea de papas y plátano, y otros 17.7 millones de dólares para… aumentar en un 85% la producción de Doritos y TorTrix.

El pantano crece, la guatemorfosis está en marcha.

*Por Paula Mónaco Felipe para Bocado / Imagen de portada: Miguel Tovar.

Palabras claves: Alimentación, Guatemala, Pepsico

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