Valeria del Mar: ser trans en un centro clandestino de detención y tortura
Por primera vez, un juicio de lesa humanidad juzga lo que sufrió una persona trans en un centro clandestino de la dictadura. Su amiga Romina, secuestrada con ella en el Pozo de Banfield, ya falleció. La primera vez que dio testimonio fue antes de la Ley de Identidad de Género. A diferencia de aquella vez, cuando le toque dar testimonio en este juicio, será con su nombre. Valeria es trabajadora sexual y militante también por el reconocimiento de sus derechos laborales en AMMAR.
Por Vanina Escales para LatFem
El martes 27 de octubre, comenzó en el Tribunal Oral Federal número 1 de La Plata el juicio por la megacausa que reúne los delitos de lesa humanidad cometidos en tres centros clandestinos de detención: Pozo de Banfield, que funcionó en el edificio de Delitos contra la Propiedad de la bonaerense, el Pozo de Quilmes, instalado en la Brigada de investigaciones de esa localidad y El Infierno, que funcionó en la Brigada de Investigaciones de Lanús.
El terrorismo de Estado dejó sus marcas en estos centros clandestinos: hubo secuestros, torturas, asesinatos y siete apropiaciones de bebés en el Pozo de Banfield. El juicio deberá determinar cuál fue la responsabilidad de 18 imputados en las violaciones de derechos de 442 personas. Una de ellas es Valeria del Mar Ramírez, una “mujer trabajadora sexual trans”. Es la primera vez que un juicio de lesa humanidad juzga lo que sufrió una persona trans en un centro clandestino de la dictadura.
“Yo salí a trabajar a los 20 años a fines del 76 y principios del 77 -cuenta Valeria-. Nosotras ignorando todo lo que pasaba. Era nuestra salida laboral y la única que teníamos para sobrevivir. Éramos todas chicas trans. En ese momento, éramos prostitutas travestis, no existía la expresión mujer trabajadora sexual trans”.
—¿Cómo fue tu secuestro?
—La primera vez, fui detenida donde yo trabajaba, en Camino de Cintura, en Lavallol. Hubo una razzia y fuimos todas detenidas. Habremos sido como quince o veinte chicas travestis y nos fueron derivando a distintas comisarías de la zona. A mí y a unas chicas nos tocó una comisaría de Banfield y ahí estuvimos dos días.
Días después, estábamos reunidas en Camino de Cintura y para un Ford Falcon para levantarnos a las que éramos más jovencitas, Romina y yo. Era raro para nosotras porque el jefe de calle no andaba en un Falcon, andaba en un coche particular. Pero en el momento que para el auto, no podíamos decir nada, era la policía, teníamos que obedecer. Ahí empezó la odisea. A Romina la arrodillaron en las piernas del milico, a mí también en la parte de atrás. Y empezamos a sospechar porque nunca llegábamos. Si preguntábamos nos pegaban en la cabeza. Hasta que más o menos pude distinguir y vi que era todo campo y vi un portón por donde entró el coche. Era un edificio con partes de chapa y había un escritorio de esos antiguos verde oscuro y un policía gordo, que le dijo al que manejaba “ahora aviso que llegaron las cachorras que habíamos pedido”.
Yo la nombré a Romina en la causa, pero ella ya falleció. Todas fallecieron. La Hormiga murió indigente hace dos años, en la rotonda de Lavallol, abajo del puente Firestone, la Perica, la Susana, la Sarita, su hermana, lamentablemente todas.
—¿Cómo te diste cuenta de que no era una detención más?
—Nosotras no estábamos militando en ese momento, no sabíamos nada. También para nosotras era costumbre y parte de nuestro itinerario que saliéramos a trabajar y cayéramos detenidas. Entonces era cosa normalizada, aunque no era normal tampoco. Pero cuando llegamos ahí, nos dimos cuenta que no era lo mismo.
Nos llevaron por un costado, nos hicieron entrar. Vi que había unas escaleritas y no sé si había un ascensor, o un hueco, y un pasillo como los que llevan a calabozos. Y vi caras ahí que se asomaron, pero me llevaron al segundo piso, abrieron una reja y me metieron en un buzón, que nunca había estado. Y a mi amiga la llevaron para otro lado porque nunca la vi ni la escuché en los catorce días que estuvimos.
—El miedo que habrás pasado.
—Mucho miedo. Porque escuchame, hemos caído presas… me levantó la Brigada de Avellaneda, la Brigada de Solano, en Burzaco, en Adrogué. Una vuelta nos detuvieron en Monte Grande porque cuando se necesitaban estadísticas venían y nos manoteaban. Nosotras le pagábamos al Jefe de Calle de Lavallol y nos enojábamos porque no nos cuidaba, para qué le pagábamos. Y esas fueron las caídas, siempre me detuvieron por prostitución, no por otra cosa. Yo siempre caía con la Mono, que vivía en Claypole. Mi mamá era analfabeta y trabajaba como sirvienta. Estábamos solas. Nadie nos iba a llevar una frazada, un plato de comida, pero nunca pasé lo que pasé cuando me llevaron al Pozo de Banfield.
—No cambió mucho entre antes y ahora para las trabajadoras sexuales.
—Imaginate. Yo no quiero contar cómo fue mi día a día detenida en el Pozo de Banfield porque me hace muy mal. Pensá todas las violaciones que se pueden hacer a una persona. A veces venían borrachos, o andá a saber con qué cosa, y te sacaban. No me pusieron picana, pero sí muchos golpes. Y una, frente a dos tipos, qué podías hacer, no podías resistirte porque te mataban. En ese momento, quién nos defendía a nosotras. Si nos moríamos o nos mataban, era “un puto menos”. Quién nos iba a reclamar, en ese momento no había derechos humanos, no había nada para nuestro colectivo. Yo cuento porque está bien contar cómo es la historia, porque es la historia de nuestro colectivo, pero me afecta mucho.
—¿Y qué te gustaría contar?
—Cuando tenga que declarar, me van a tratar de ayudar para no ser tan específica con los detalles que me afectan a mí, porque me duele recordar aquello. Yo cuando estaba ahí, vi nacer una criatura. También escuchaba fiesta, música, después me enteré que había un casino clandestino. Yo tengo 63 años, voy a cumplir 64 en diciembre, si hubiera seguido la suerte de mis compañeras, debería estar viendo crecer los rabanitos, pero tuve una suerte aparte que me iluminó, me sacó adelante. Pero nadie saca de este cuerpo todas las heridas que tengo y la mochila que yo llevo encima.
El Pozo de Banfield era parte de los 29 centros clandestinos del llamado Circuito Camps. Este circuito estaba a cargo de la Jefatura de la Policía de la provincia de Buenos Aires, cuyos cabecillas fueron los genocidas Ramón Camps y Miguel Etchecolatz. En el Pozo de Banfield funcionó también una improvisada maternidad clandestina, en la que las mujeres daban a luz con grilletes puestos. La apropiación de siete de esos bebés se analizará en este juicio.
—¿Cómo fue tu búsqueda?
—Mi mamá no sabía leer ni escribir, la acompañaba siempre la mamá de mi ahijada. Fueron varias veces a Lavallol, a la comisaría, y le contestaban “está incomunicada”. Y cuando cayeron unas chicas detenidas, la Mono les preguntó por nosotras y le contestaron que habían estado solas: “No están ni la Valeria ni la Romina”. Entonces, la Mono le fue a decir a mi mamá que hiciera algo, que buscara a un abogado para averiguar mi paradero. Ahí se empezó a movilizar y a través de unos vecinos encontraron a un abogado, hicieron un hábeas corpus y me pudieron sacar. Y cuando salí, mi mamá me dijo que llamara al abogado. Él me dijo “hasta acá llegué yo, lo único que te puedo aconsejar es que te retires de la ruta porque no sé qué puede pasar” y me agarró miedo, así que me quedé años en la casa de mi ahijada.
—¿Y cuándo declaraste por primera vez?
—Y la primera vez que declaré fue en la Secretaría de Derechos Humanos, antes de 2012, antes de la Ley de Identidad de Género. Yo ya vivía acá en la Capital Federal, porque cuando salió el Código de Convivencia me vine para Constitución y me quedé.
Este juicio es uno de los previstos para 2020 que sufrió más demoras para iniciar. Tras años de postergaciones, los expedientes de Banfield y Quilmes se unificaron. En el camino de la larga búsqueda de justicia, el tiempo transcurrido se convierte en voces silenciadas, testigos que ya no están, reparaciones que llegan tarde, imputados que fallecen en la impunidad y sin justicia para las víctimas.
Los imputados son: Miguel Ethecolatz, Jaime Smart, José Antonio Bergés, Juan Miguel Wolk, Antonio Simón, Carlos del Señor Hidalgo Garzón, Jorge Di Pasquale, Carlos Romero Pavón, Roberto Balmaceda, Emilio Herrero Anzorena, Ricardo Fernández, Enrique Barre, Eduardo De Lío, Alberto Candioti, Federico Minicucci, Guillermo Domínguez Matheu, Carlos Fontana y Miguel Ángel Ferreyro. En las causas vemos que había muchos más imputados, pero ganó para ellos la impunidad biológica.
*Por Vanina Escales para LatFem / Imagen de portada: Facundo Nivolo.