“Es falso que comprar en el supermercado sea más barato”
Nazaret Castro, autora del libro «La Dictadura de los Supermercados» derriba dos mitos sobre los super: no son favorables a nuestros bolsillos ni ofrecen tantos productos y tantas marcas.
Por Nazaret Castro para Revista Cítrica
Los supermercados tienen un enorme poder a la hora de decidir qué es lo que compramos y qué es lo que comemos. Pero su poder va más allá: también son quienes deciden qué condiciones se produce lo que comemos, porque son oligopolios poderosos con un gran poder de decisión en la formación de precios y también en las condiciones que se imponen a los productores. Cuando se introdujo el modelo de los supermercados, en el caso de la Argentina en los años 90 y en Europa un poquito antes, en pocos años, se acabó con la competencia del pequeño comercio y con ello también desplazaron a los pequeños productores que muchas veces no tienen la capacidad de recibir tan poco por sus productos, ni de ser pagados por ejemplo a 60 o 90 días como lo hacen los grandes supermercados. De esta manera termina siendo la otra cara de la moneda de lo que es este sistema del agronegocio se complementa con la industria global.
Tanto en la producción como en la distribución de alimentos cada vez es más importante el poder de las grandes multinacionales. En los grandes supermercados operan una serie de pocas empresas de capital internacional como Wal-Mart o Carrefour. En algunos países también puede aparecer una con capital nacional como en Argentina puede ser COTO pero con el mismo accionar que las internacionales: presionar mucho a los proveedores para ofrecer aparentemente muy buenos precios y muy buenas opciones cuando en realidad si lo miramos más despacio no es tan así.
¿Por qué no es tan así? Lo voy a explicar en dos ideas fundamentales: la primera es que en apariencia, comprar en un supermercado es mucho más barato que hacerlo en otro tipo de comercio. Eso nos han hecho creer pero es falso. En Argentina el sobreprecio que colocan los supermercados es enorme, y dentro de ellos todo está milimétricamente diseñado para que compremos más de lo que necesitamos. Las ofertas son solo para que compremos más cantidades de las que necesitamos, con el 2 x 1 o 3 x 2 o descuento en la 2da unidad y luego en la fila antes de pagar nos hacen caer en comprar la chocolatina o golosina. Todos tenemos la experiencia subjetiva de haber ido al supermercado por papel higiénico o por leche y haber llegado a casa con un montón de cosas, que no solo no necesitamos sino que además perjudican nuestra salud. Por lo cual el supermercado parecía ser más barato pero no lo es. Y todo esto sin contemplar que la rentabilidad de los supermercados y esos precios que supuestamente son tan competitivos se basan en la sistemática externalización de todos los costos socioambientales que tiene aparejado el modelo. Y esto pasa en la alimentación de una manera clarísima. En el modelo agroalimentario todo tiene que ver con la destrucción de ecosistemas, con condiciones de trabajo análogas a las de la esclavitud, con contaminación del agua y del aire, y con impacto sobre la salud. Son costos que terminamos pagando entre todos. La implantación de los supermercados va de la mano del avance de una dieta que se basa cada vez menos en productos frescos y cada vez más en productos ultraprocesados que serán comestibles pero no alimentos. Son productos diseñados en laboratorios para hacernos adictos pero no para nutrirnos. Y esa es la segunda idea: que, en apariencia en un supermercado tenemos todos los productos y todas las variedades. Pero tampoco es así.
Esos productos ultraprocesados se nos aparecen en las góndolas del supermercado en envases muy diversos, de muchos colores, de muchos tamaños, y tenemos esa ilusión que estamos pudiendo elegir, que estamos consumiendo, que estamos comiendo. Esa es la gran palabra del capitalismo en general. Que somos libres, para escoger cualquier cosa que antes no podíamos frente a tanta diversidad. Pero la realidad es que si uno mira un poquito más despacio, esa libertad de elección es extremadamente falsa. En primer lugar, los ingredientes en todos esos productos comestibles terminan siendo lo mismo: una variación entre azúcares, grasas y sal. Esa fórmula mágica que encontraron los laboratorios de estas industrias para hacernos adictos a cierto tipo de alimentos. Puede haber diferencias nacionales por ejemplo en Argentina se usan muchos derivados de la soja y en otros países se usa más el aceite de palma. Pero no es más que eso. Siempre al final, después de toda esa supuesta diversidad, los ingredientes son los mismos, es siempre lo mismo lo que estamos comiendo y esa es la otra cara de la moneda de la homogeneización de especies, cada vez mayor, al que nos lleva el agronegocio.
Cada vez menos razas de animales, cada vez menos especies vegetales, hasta llegar a una concentración que pone en peligro nuestro ecosistema y nuestra salud. Y esta ilusión de libertad se nos presenta también en la diversidad de marcas. Y cuando miramos despacio de nuevo, detrás de esas marcas, acaban estando los mismos grupos empresariales. Por ejemplo, un caso destacado es Unilever: tiene más de 400 marcas y vende una infinidad de productos. Entonces realmente uno termina pasando un buen rato entre las góndolas del supermercado escogiendo entre varios productos que todos son lo mismo y que los ha hecho la misma empresa. Además esa oligopolización del sector de la distribución tiene como contracara la oligopolización de todos los otros sectores. Estamos cada vez más en manos de un número cada vez menor de empresas. Por eso en la «Dictadura de los Supermercados» quise marcar cómo este cambio tan radical en la forma en que compramos (que tendría que ser acompañado también por un cambio en la forma en que se distribuye y comercializa) no afecta solo a lo que comemos sino que también se reproduce en las distintas áreas de nuestra economía y la vida.
El cambio de la forma en que compramos tiene importantes consecuencias en nuestras subjetividades. En el propio acto de comprar está implícita una relación social. Hay un vínculo entre productor y consumidor que se está invisibilizando. Cuando compramos en el supermercado, no tenemos la posibilidad de preguntarle al cajero o cajera o a nadie allí, sobre las condiciones de producción u otros aspectos de lo que estamos comprando. Es distinto por ejemplo cuando vamos a un mercado de productores, como los de la Unión de Trabajadores de la Tierra en Argentina o a tiendas agroecológicas, donde si preguntamos de dónde viene o cómo fue producido, el trato es personal y va de la mano con esta posibilidad de tejer vínculos personales. De esta manera la experiencia de ir a comprar deja de ser simplemente ese intercambio medio vacío, y trae la posibilidad de estar tejiendo lazos…
Creo que hace falta hacer un proceso de deconstrucción sobre todo lo que nos han dicho de los supermercados, sobre todo de que es la única manera de comprar comida porque realmente no lo es. Es cierto que primeramente uno debe hacer el trabajo de buscar y encontrar las alternativas, pero una vez que uno comienza a buscarlas y ve que efectivamente las hay es un camino que suele ser de ida: porque aunque al principio toma un poco más de trabajo y de tiempo suele ser un camino sumamente satisfactorio y termina conviniendo también al bolsillo, aunque uno tenga pensado que no.
Está muy bien que pensemos en las vacunas para afrontar la pandemia pero más inteligente sería pensar en cómo evitar que sucedan nuevas pandemias. Y para eso hay que modificar radicalmente, poco a poco o como se vaya pudiendo, el modelo de producción de distribución y de consumo. Hoy hay dos modelos de desarrollo en disputa y que son antagónicos. Uno es el modelo de la producción agroecológica, de la agricultura campesina e inclusive modelos más tradicionales de trabajar la tierra pero que también se pueden articular en torno a la idea de soberanía alimentaria, y del otro lado está el agronegocio. Es la vida contra el capital. El capital contra la vida. Y esa es la batalla que estamos jugando en muchos frentes, y la pandemia es uno de ellos. Si hablamos de la producción de alimentos saludables como son los agroecológicos, estamos hablando de sostener la vida frente al avance de este sistema que precisa mercantilizar todo y necesita aniquilar los ecosistemas para su propia supervivencia.
Es también notorio cómo llegamos a una crisis económica brutal, porque durante unos meses la economía se ha parado salvo la esencial. Entonces creo que aquí se han presentado elementos bastante concretos en cuanto a medidas y a políticas que son muy necesarias e importantes. El Estado no tiene que apoyar los proyectos agroecológicos o los pequeños productores solo porque son menos rentables. No. Porque no es así. No es una cuestión de rentabilidad. Se trata de que existe una asimetría de poder brutal, en la que el estado, cotidianamente, está subvencionando a las grandes empresas por vías de exenciones fiscales y todo tipo de ayudas. La realidad es que los campesinos en América Latina sólo pueden acceder a créditos si plantan aquellos cultivos que son para el modelo del agronegocio. Es momento de repensar qué tipo de sociedades queremos, desde una perspectiva lo bastante amplia como para poner sobre la mesa una transición socio ambiental que creo que tiene que tener la soberanía alimentaria como uno de los ejes principales porque es el sistema agroalimentario el que está provocando los impactos ambientales.
*Por Nazaret Castro para Revista Cítrica / Imagen de portada: Quantic.