Hackear los cerebros infantiles
El supermercado está repleto de personajes, colores y propuestas diseñadas con precisión de francotirador para acertar sobre el deseo más profundo de las infancias conduciéndolo al consumo de lo peor de la góndola: productos cargados de nutrientes críticos que los destruyen. Hay 500.000 sustancias químicas que no existían en la naturaleza, desarrolladas en laboratorios e incorporadas a nuestra vida cotidiana.
Por María Gabriela Méndez y Sinar Alvarado para Bocado
En nuestra infancia, años ochenta, la fauna de los productos comestibles era menos variada pero ya incluía ejemplares tan ubicuos como los de hoy. El oso goloso de la Ovomaltina, un tubito lleno de azúcar y cacao malteado que se vendía con un eslogan iluminador: “Parece golosina, pero tiene vitamina”. La jarrota del sabor: un enorme recipiente de vidrio, con su rostro bonachón, que bailaba junto a los niños mientras los refrescaba con galones de Kool-Aid: una bebida saborizada y coloradísima. O el guitarrista peinado como Elvis que impulsaba con su música la bolsita de Cheese Tris: palitos de maíz inflado con sabor a queso, vendidos con una frase esnob que ensalzaba su supuesto “estilo americano”.
Los personajes no estaban en todos los productos. Por eso a veces, en su ausencia, los gurús del mercadeo recurrían al factor sorpresa. El helado Bati Bati, por ejemplo, venía envasado en un cono transparente desprovisto de diseño. Tal vez porque no lo necesitaba: el color lila de su helado sabor a uva era ya bastante atractivo; sobre todo porque en el fondo, oculto hasta el final, los niños de entonces descubríamos una esfera de chicle que premiaba nuestra paciencia y nuestra fidelidad.
Las estrategias de recordación que usaban las marcas en aquella época funcionan hasta hoy. Los hombres y mujeres maduros todavía somos capaces de recrear los estribillos pegadizos y la apariencia cándida de los personajes que endulzaron nuestra infancia. Puede que el sabor se haya desvanecido en la memoria gustativa, pero la identidad que gritaba su mensaje desde los empaques permanece intacta.
Esa preponderancia del mensaje sobre el contenido se ha potenciado con los años; también su eficacia para la siguiente generación. En el supermercado, cuando vamos con nuestro hijo, es notoria su susceptibilidad hacia el bombardeo de estímulos que recibe desde las góndolas. El niño, de siete años, abre los ojos con curiosidad, evalúa con anhelo y suele elegir aquellos productos que prometen una retribución adicional: un muñequito, un carro; cualquier figura de plástico que descubrirá con placer y olvidará en cuestión de minutos. Le importa más ese regalo que el producto en sí y actúa claramente manipulado por la promesa de gratificación instantánea.
Un enjambre de cerebros maleables
Daniela, así la llamaremos para proteger su futuro en la industria, tiene un máster en gerencia de mercadeo y ha trabajado durante quince años en ventas y consumo masivo de productos comestibles. En empresas como PepsiCo y Kellogg’s, ayudó a concebir numerosas estrategias comerciales.
—El 70 por ciento del tiempo invertido en el desarrollo de cada producto se dedica al empaque. El objetivo es que el niño quiera el producto; que vea al personaje y automáticamente lo identifique. El acelerador de compra es el niño y el objetivo siempre es vender más.
Acelerador de compra: el anzuelo del capitalismo en modo turbo.
Daniela explica que el objetivo de las marcas incluye a dos individuos: alguno de los padres, que tiene el dinero para pagar; y el hijo, que lo presiona hasta ver satisfecho su deseo. Se habla entonces del comprador y el consumidor. Para seducirlos a ambos, la primera herramienta del producto es su empaque. Allí la industria enfoca sus saberes para comunicar mensajes que al mismo tiempo intentan vender lo «divertido» (para el consumidor) y lo “nutritivo” (para el comprador).
Los colores tienen un efecto psicológico diseñado a partir de mucha información e investigación en patrones de consumo. Incluso existe como ciencia: la colorimetría. En ella se estudian las combinaciones de los colores y se desarrollan métodos para cuantificar su percepción a través del ojo humano. No hay azar. El mensaje debe transmitir energía y conectar con las emociones del público objetivo. Por eso los protagonistas de las campañas —tigres, elefantes, tucanes— son fundamentales en la estrategia de comercialización.
—Es parte de la identificación, además del logo y los colores. Debe haber una congruencia entre esas tres cosas. Cuando se crea una marca, se le suma un personaje para humanizarla y para que el producto se parezca al público al que va dirigido. El personaje es la herramienta más eficaz que tienen los empaques para que el niño desde pequeño identifique el producto y lo prefiera.
Detengámonos en este punto: desde pequeño. El objetivo central de todo el andamiaje corporativo apunta a captar clientes precoces y conservarlos en el tiempo. Lo importante, más que vender, es seguir vendiendo.
—La industria pretende capturar a los niños casi desde que están en el vientre, advierte Carolina Piñeros, directora ejecutiva de Red PaPaz, una organización ciudadana que busca proteger los derechos de los niños en Colombia.
Está estudiado el poder que tienen los niños sobre la decisión de compra. No solo en comestibles, sino también en la industria del entretenimiento, en los viajes, en la ropa y en todo el amplio espectro del consumo. Por eso la publicidad desarrolla estrategias cada vez más sofisticadas para atraer y conquistar a esa franja de la población. Son en buena medida el consumidor ideal: no entienden de costos y tienen las herramientas para convencer al verdadero pagador.
Pero mientras el consumidor no habla y no decide la compra, toda la artillería de argumentos apunta a las madres. Esperanza Cerón, médica, especialista en terapia neural y salud ambiental, y doctora en educación, dirige Educar Consumidores, un equipo de profesionales que desde 2006 busca incidir en la toma de decisiones para proteger la salud humana y la ambiental:
—Las leches maternizadas, con azúcares añadidos, buscan hacer adictos a los bebés desde que nacen. La publicidad les hace creer a las madres que estas leches de fórmula y los productos complementarios, como compotas y cereales, son la mejor opción para alimentar al bebé.
Piñeros piensa que los empaques y las campañas publicitarias son una trampa muy bien diseñada. Una cruzada que admite todas las formas de lucha.
—Por un lado, contiene elementos que para los niños son irresistibles, y por el otro viene acompañada de algo que da tranquilidad a los padres: el sello de la Sociedad Colombiana de Pediatría y la frase “contiene vitaminas y minerales”.
La industria, cuenta Piñeros, paga a distintas sociedades para estampar su aval en los productos. Se llama “declaración en salud” y es una especie de sello de calidad que suele aportar alguna sociedad científica, una práctica permitida en Colombia con una sola condición: que el producto contenga una tabla nutricional. El aval es más un intercambio comercial que un verdadero respaldo científico.
La manipulación es evidente: personajes simpáticos, supuestas vitaminas añadidas y médicos que dan el visto bueno: un combo que busca convencer a madres y padres desprevenidos. ¿Cómo puede ser malo un producto tan amigable y sabroso, refrendado además por la ciencia? Recordemos al oso goloso: “Parece golosina, pero tiene vitamina”.
—Es una oferta perversa para los niños y para las mamás, para que sientan que están comprando algo nutritivo—, dice Piñeros.
Ninguna evidencia demuestra que las vitaminas añadidas sean asimiladas por el cuerpo humano, pero muchos compradores quedan tranquilos cuando adquieren productos cuyo empaque promete esos aditivos benignos.
—Cuando un producto tiene sellos y además una declaración en salud, lo que hace es confundir al consumidor. Ya lo dice la sabiduría popular: “Confunde y reinarás”.
Hace un par de años Red PaPaz descubrió una compota cuya etiqueta pregonaba “sin azúcar añadido”. Otra incluso tenía un sello de la Sociedad Colombiana de Pediatría, pero no incluía la tabla nutricional. Así es imposible saber qué contiene el producto. La red planteó una queja ante el Invima, la institución oficial que vigila la calidad de las medicinas, los alimentos, las bebidas y otros productos de consumo. Al poco tiempo, la compota desapareció del mercado.
La organización también logró sacar del mercado la bebida Fruper, que ofrecía una mezcla de vitaminas y zinc. “Nutrimix. Es ideal para niños”; “Consume Fruper junto a una alimentación balanceada y ejercicio físico”, recomendaba el comercial que tenía como personaje principal a una pediatra con su hijo.
Hace poco, y tras cuatro años de pugna, la Superintendencia de Industria y Comercio multó a Postobón, la principal industria de bebidas en Colombia, por publicidad engañosa. “Hit es fruta de verdad” y “Lo natural es un Hit”, decía una pieza. Pero la bebida sólo contiene entre 8 y 14 por ciento de fruta con aditivos artificiales.
Red PaPaz, Educar Consumidores y otras organizaciones, ganaron una batalla que llevaba años y que parecía perdida una vez más: en junio se aprobó en el Congreso colombiano la Ley de etiquetado frontal, más conocida como “Ley de comida chatarra”, que sustituye a la Ley de Obesidad de 2009, que nunca se reglamentó. La nueva ley impone a las marcas la condición de incluir etiquetas frontales de advertencia en productos ultraprocesados con alto contenido de azúcar, sodio y grasas saturadas. Para la industria, dice Daniela, el etiquetado es “como un apocalipsis”.
—La reacción es de alarma, de crisis interna y preocupación por el riesgo de caída del consumo.
Daniela estuvo en Ecuador cuando se implementó el semáforo de advertencia en los empaques, hace unos cuatro años. Primero hubo pánico, recuerda. Después las marcas decidieron hacer focus groups entre consumidores para analizar las reacciones y cuantificar el riesgo. El resultado del estudio fue revelador. Prácticamente había dos grupos parejos en porcentaje: uno que no iba a comprar el producto y otro que seguiría comprando a pesar de las advertencias. Aunque al inicio se vio una caída en las ventas, después de unos meses volvieron a subir. La respuesta, una vez más, está en el marketing y su eficiente forma de operar.
—Las conductas de compra aprendidas son tan fuertes que los consumidores entrevistados que no comprarían más el producto lo siguieron comprando pero más esporádicamente. ¿Cómo se explica? Si tu hijo te atormenta todos los días para que le compres el Choco Krispis, terminarás comprándolo.
La nueva ley es una victoria parcial para los activistas y las distintas organizaciones que promovieron el proyecto. Ahora los empaques incluirán sellos informativos, pero vendrán acompañados de los personajes de siempre, que seguirán ejerciendo su poder de seducción entre la clientela más joven.
Otras estrategias adictivas
El esfuerzo por subir las ventas incluye a un nuevo actor: el cine. La industria de comestibles paga enormes cantidades para adquirir licencias de Disney o Marvel, crea un producto asociado a la película o la serie del momento, y explota durante máximo tres meses esa imagen omnipresente. Saborear el invento de turno, para millones de niños, equivale a capturar la mágica experiencia que han visto hasta el hartazgo en las pantallas.
—El niño siempre va a preferir el producto que tiene dibujos. Por eso se estudia cuánto le gusta el sabor y cuán efectiva es su elección según el empaque. Se hace una estrategia de comunicación para crear un vínculo afectivo. Si prohibieran los personajes en los empaques sería como matar la marca. El personaje es la identidad. La publicidad está hecha para hipnotizar al niño, para convencerte de que se lo compres y haga una pataleta si es necesario», cuenta Daniela.
Hipnotizar: los verbos son importantes. Todo vendedor sueña con ese cliente ideal: una especie de autómata desprovisto de voluntad que se mueve como una marioneta en busca de su producto favorito. Una y otra vez.
Con su primer hijo entre los brazos, Daniela -quien conoce desde dentro a las grandes marcas- ha replanteado algunas de sus ideas sobre la publicidad dirigida a los chicos. Hoy piensa que es un arma peligrosa y se queja de que no exista en el mercado ningún cereal sin azúcar para darle a su hijo.
—Le puedes poner cualquier personaje a productos que no son aptos para ellos, y se van a vender. Es una responsabilidad enorme que tiene la industria con la obesidad y la desnutrición.
A pesar de todas las estrategias, una conciencia creciente en busca de alimentos saludables está afectando a las marcas. La ley de etiquetado también ejerce presión sobre la creación de nuevas líneas de productos que se venden como “saludables”. Daniela ha visto el miedo de cerca.
—Hay una preocupación de las empresas por la disminución de las ventas. La industria está enfocando más esfuerzos en desarrollar nuevas opciones, pero ninguna marca tiene un producto sin azúcar. Es muy complicado. Se hacen testeos y a los niños no les gusta con menos azúcar porque ya el paladar está acostumbrado al dulce. Está muy posicionado.
Existe una lucha en torno al azúcar añadida. Una población adulta cada vez más informada tiende a evitar los ultraprocesados mientras la industria enciende sus alarmas. Poco a poco proliferan en las góndolas nuevas versiones de los sospechosos habituales (galletas, panes, cereales, barras de cereal), pero ahora en versiones integrales o pretendidamente saludables. La situación no es la ideal para el negocio, admite Daniela.
Luis Fernando Gómez, un médico colombiano con maestría en salud pública, enfocado en la prevención de enfermedades crónicas no transmisibles, dice que incluso un ultraprocesado reformulado sigue siendo un riesgo para la salud humana, porque en general tiene alto contenido de azúcares y aditivos.
—Ocurre como con el tabaco: el contacto precoz con sustancias y muchas adictivas como el azúcar hace que la persuasión vaya unida a esa persistencia del contacto precoz que implica una dependencia adictiva hacia esos productos. Las personas quedan matriculadas en un consumo perenne de largo plazo.
El debate sobre la adicción al azúcar aún no termina, y Gómez es cauteloso. Pero existen algunas certezas.
—La industria, a través de la publicidad, juega con nuestra biología. Transforman el consumo en compulsivo y alteran patrones de alimentación que desplazan los alimentos frescos. Luego, cuando consumen una mandarina o una manzana, a los niños les pueden parecer insípidas. Lo más grave, dicen algunos estudios, es que esos aditivos posiblemente alteren los mecanismos de saciedad y de apetito. Comemos más porque se resalta el sabor. Y eso está muy cerca de la adicción. Es una cosificación, una violación de los derechos de la población infantil.
Daniela hace un balance, casi un mea culpa tras evaluar las decisiones de la industria para la que ha trabajado desde que salió de la universidad.
—El mercadeo no busca engañar al consumidor, pero sí maximiza los atributos de los productos. Ahí está la irresponsabilidad.
Un bombardeo sensorial
La Organización Mundial de la Salud y otras instituciones globales han advertido sobre los efectos negativos que tiene para la salud infantil el mercadeo de productos comestibles y bebidas no saludables. Los niños viven expuestos de forma permanente a las campañas que han concebido para ellos diversas marcas.
En un comercial de televisión, una marca colombiana de refresco en polvo llamada Frutiño promete vitaminas C y B. La bebida, según el mensaje, “contribuye al normal funcionamiento del sistema inmune; contribuye al rendimiento intelectual; y ayuda al normal crecimiento y desarrollo”. Y para cerrar, una recomendación: “Alimenta a tu familia. Ellos felices y tú tranquila”.
En noviembre de 2020 la revista Public Health Nutrition publicó un estudio realizado por investigadores de la Universidad de Kansas, la Universidad Nacional de Colombia, la Pontificia Universidad Javeriana y la Universidad de Carolina del Norte. Según la evidencia, recogida en 2017, el 88 por ciento de los anuncios de televisión dirigidos a niños de Colombia entre los 4 y los 11 años promocionaban productos comestibles con exceso de azúcares, sodio y grasas saturadas. Las bebidas y los productos lácteos fueron los más publicitados: 54,4 por ciento de todos los comerciales de televisión de alimentos y bebidas. La situación es similar en Chile, donde la exposición de los niños a los anuncios de productos no saludables es superior a los anuncios de alimentos no procesados.
Una investigación publicada por la revista Saúde Pública encontró que en países como Brasil el 22,5 por ciento de los anuncios publicitarios en televisión promocionan alimentos y bebidas no saludables. Otro estudio, divulgado por la Revista Salud Pública de México, reveló que la publicidad de alimentos en la televisión es mucho mayor en la franja infantil. Para completar, en muchos países de la región, cuando los chicos se despegan de las pantallas y salen, se encuentran con otros tipos de publicidad cerca de las escuelas y en las tiendas de vecindario.
La publicidad sigue apostando por la televisión, pero se ha diversificado hacia otros canales: inserción de productos y marcas dentro de programas y videojuegos, aplicaciones con las marcas de los productos, mercadeo a través de redes sociales y dentro de las escuelas, patrocinio de eventos deportivos o recreativos, y su vinculación directa con celebridades, atletas o personajes infantiles.
Las estrategias de mercadeo dirigidas a los niños son también diversas: incentivos como juguetes y concursos, efectos gráficos y sonoros, uso de actores infantiles y diseño de estrategias emocionales que apelan a la diversión, la acción, la felicidad, la fantasía, el humor y la libertad.
Los niños, dice otro informe divulgado por la National Library of Medicine, de Estados Unidos, son vulnerables frente a estas campañas, pues no reconocen sus intenciones comerciales y buscan la gratificación inmediata sin pensar en el futuro. “El mercadeo dirigido a niñas, niños y adolescentes puede tener consecuencias a largo plazo, debido a que las preferencias relacionadas con el consumo de alimentos y bebidas adquiridas a temprana edad, tienden a persistir durante años, incrementando el riesgo de padecer obesidad en la edad adulta”, advierte el informe.
Todo esto, a la larga, puede forjar la identidad y los hábitos de millones de niños el resto de sus vidas. Lo dicho: no es solo vender, sino seguir vendiendo.
La publicidad también ejerce una función aspiracional, y su mensaje cala con gran eficacia en las clases menos educadas. Pero también la clase alta, con acceso a conocimiento, sigue el juego. Porque el consumo de ciertos productos está asociado al estatus y al bienestar. Alguien que desayuna cereales “integrales”, por ejemplo, es percibido como saludable. Es un asunto de información y conciencia. Hoy nadie duda del daño que hace el cigarrillo, pero hasta hace unos años era cool llevarlo todo el tiempo entre los dedos. El mismo camino deberían seguir los ultraprocesados.
Pero más allá de la televisión, del cine y de las redes sociales, Piñeros advierte que hay otro espacio donde reina el adoctrinamiento alimenticio.
—En los colegios están normalizados esos productos. Muchas marcas regalan neveras y letreros; y los profesores y los papás no son conscientes. La generación que educa y acompaña a los niños no aprendió a ser crítica frente a la publicidad y los contenidos.
Más barato, más sabroso
La industria de comestibles produce a bajo costo y a gran escala. Este ahorro le permite invertir un 70 u 80 por ciento en publicidad y neuromercadeo, una disciplina que se apoya en la ciencia y la forma cómo opera el cerebro para saber cuáles son las vías más efectivas para estimularlo e inducir placer. A la ecuación hay que sumar la falta de regulación y el lobby que bloquea cualquier iniciativa contra la publicidad dirigida a niños.
Todo el conocimiento de la neurociencia aplicado al mercadeo está aumentando. La ausencia de referentes éticos que lo controlen desde la ciencia médica, abre un campo de oportunidades que vuelve más peligrosa la publicidad —dice Juan Carlos Morales, coordinador en Colombia de FIAN Internacional, la única organización con carácter consultivo ante Naciones Unidas en el tema de alimentación.
En los últimos 15 años, el sobrepeso y la obesidad han aumentado en Latinoamérica. Según una encuesta realizada por la firma Ipsos en Brasil, Chile, Colombia, Ecuador, México y Perú, el 60 por ciento de los adultos entre los 33 y los 50 años aumentó de peso durante la pandemia por la Covid. El encierro y el sedentarismo influyeron, pero la causa principal es la mala alimentación.
En Colombia, según la última Encuesta de Salud Nutricional, divulgada en 2015, uno de cada cuatro escolares entre los cinco y los 12 años tiene sobrepeso. En este país existen pautas de autorregulación para la publicidad dirigida a menores, pero esto no ha reducido su exposición. Para proteger la salud pública, Red PaPaz y otras organizaciones civiles han propuesto restringir la publicidad de comestibles no saludables dirigidos a la población infantil. La recién aprobada Ley de Comida Chatarra contempla el etiquetado frontal para productos con exceso de azúcar, sodio, grasas saturadas o edulcorantes, como ya ocurre en Chile, Uruguay y Perú.
Cerón cree que es un gran logro el etiquetado frontal, pero no lo considera suficiente. Existen otros ingredientes como la tartrazina, el glutamato monosódico y todos los colorantes, muchos ya comprobados como tóxicos o nocivos. Cerón hace un reporte de todas las armas químicas que usa la industria para convencer a su clientela.
—Para garantizar la alta palatabilidad, es decir que sean exquisitos al paladar, cada año se añaden 12.000 nuevos ingredientes químicos a los alimentos y a los cosméticos. Se calcula que actualmente hay 500.000 sustancias químicas que no existían en la naturaleza y que han sido desarrolladas en laboratorios e incorporadas a nuestra vida cotidiana. Ni el 5 por ciento se ha investigado.
El resultado de estos procesos es una amplia y creciente oferta de productos adictivos, siempre acompañados por los personajes coloridos y simpáticos que ya hemos mencionado.
—Es muy difícil competir con los ositos. Las estrategias de neuromercadeo dirigidas a cualquiera, en especial a los niños, son perversas-, dice Cerón. Pero al final, explica ella, esta no es una venganza contra las marcas ni una oportunidad para juzgar o condenar a nadie. Es simplemente un asunto de autoprotección y sentido común.
—No es contra la industria. Este es un tema de supervivencia de la especie humana, en un momento en el cual la situación alimentaria mundial está en grave riesgo por el cambio climático. Esto es un tema de sensatez, de conciencia colectiva.
Otros mundos posibles
—Esta es una lucha de décadas, como pasó con el tabaco. Y la victoria posiblemente no la vamos a disfrutar quienes estamos aquí en este momento. Somos conscientes porque esta es una industria más poderosa. La industria agroalimentaria está estrechamente relacionada con otros sectores: el farmacéutico, el agroquímico, el financiero —, dice Morales, de FIAN. Para él, más que educación para proteger a los niños de la publicidad, necesitamos mayor acción del Estado frente a lo nocivo.
Puede que nuestra generación de cuarentones avanzados tenga esta batalla perdida. Durante décadas hemos consumido toneladas de azúcar, sodio, colorantes y grasas saturadas sin ninguna advertencia. Pero los ciudadanos del futuro, cada vez más rodeados de información, tienen su oportunidad. Esa capacidad de elegir, apoyada por reformas legales y nuevas pautas de consumo, puede generar hábitos muy distintos en las nuevas generaciones. Podemos verlo con nuestro hijo, que de vez en cuando mira con sospecha algún producto y emite enseguida su juicio.
—Eso no es saludable —, dice categórico.
Y aunque lo mantenemos alejado de McDonald’s y otras especies, cuando sale con amigos y prueba estos productos, algo en su paladar se activa. Y le gusta. Nuestro trabajo consiste en darle otras opciones; educar su gusto con el ejemplo y mantenerlo abierto a una dieta más variada y nutritiva. Una que contribuya con su salud y su bienestar, incluso cuando ya no estemos para orientarlo.
*Por María Gabriela Méndez y Sinar Alvarado para Bocado / Imagen de portada: A/D.