Rastros humanos en las superficies del mundo
Por Judith Butler para Lobo Suelto
Si antes no sabíamos que compartimos las superficies del mundo, lo sabemos ahora. La superficie que toca una persona lleva la huella de esa persona, aloja y transfiere ese rastro, y afecta a la siguiente persona cuyo toque aterriza allí. Las superficies mismas son diferentes. El plástico no mantiene el rastro por mucho tiempo, mientras algunos materiales porosos claramente sí. Algo humano y viral permanece brevemente, o por más tiempo, en una superficie que constituye uno de los materiales de los cuales está compuesto nuestro mundo en común.
Si no sabíamos antes que tan importante son los objetos que conectan a un ser humano con otros, ahora probablemente lo sabemos. La producción, distribución y consumo de bienes lleva consigo el riesgo de comunicar el virus. Un paquete llega a nuestra puerta, y el rastro del otro que lo dejó allí es invisible. Al levantarlo y llevarlo adentro, uno tiene contacto con ese rastro, y con muchos otros que no conocemos. La trabajadora que lo dejó allí también está llevando consigo el rastro de quienes hicieron y empacaron los objetos, los que manipulan los alimentos. La trabajadora misma constituye un lugar especialmente denso de transferencia, al tomar el riesgo que han decidido evitar aquellos a quienes les lleva el alimento. Aunque la interrelación de todas estas personas no es visible, esta invisibilidad no niega su realidad. El objeto es un producto social, esto es, una forma constituida por un conjunto de relaciones sociales. Puede que dicho así sea una verdad generalizada, pero esta toma un nuevo significado bajo las condiciones de la pandemia: ¿Por qué las personas que distribuyen comida siguen trabajando a pesar de que ello las expone más que a quien solo la recibe? Con demasiada frecuencia, la elección es entre arriesgarse a la enfermedad, e incluso a la muerte, o perder el empleo. Esta brutal elección que deben hacer los trabajadores, forma parte también de los rastros que lleva consigo el objeto, el rastro del trabajo que ahora potencialmente contiene el rastro del virus. Un virus nunca pertenece solo al cuerpo que lo contrae. No es una posesión, ni un atributo, a pesar de que decimos “tienen el virus”. Por el contrario, el virus viene de otro lugar, toma a la persona en sus garras, se transfiere a una superficie corporal o dentro de un orificio a través del contacto o la respiración, toma el cuerpo como su anfitrión, cavando su lugar, entrando a las células y dirigiendo su reproducción, esparciendo sus raíces letales, para esparcirse en nuevas superficies y entrar en nuevos seres vivos. El virus llega, entra en un cuerpo y se marcha para irse a la piel de otro o a otro objeto, buscando un huésped–la superficie de un paquete, los materiales porosos del mundo compartido. Los objetos que delimitan nuestra relaciones sociales son algunas veces bienes, pero también son barandas, rellanos y todos los planos táctiles de la arquitectura, el asiento de un avión, cualquier superficie que hospeda y lleva el rastro por más de un momento pasajero. En este sentido, las superficies del mundo nos conectan, incluso nos establecen como igualmente vulnerables a aquello que pasa a través de las infraestructuras materiales y se hace parte de la superficie viviente de las cosas, y nos hacemos más peligrosamente susceptibles a lo que vive en los objetos que circulan entre nosotros. Dependemos de los objetos para vivir, pero a veces hay algo que vive en el objeto, o el rastro vivo de otro ser vivo en su forma y en su superficie. La porosidad de la superficie determina la longevidad y la actividad del virus, de esta manera, la vida del virus es sostenida por las superficies en las cuales puede habitar. Rutinariamente, los humanos dependemos del mundo material para establecer balance y movimiento, para proveernos del aire que nos mantiene respirando, y así estamos repentinamente reducidos a la vida más rudimentaria, deliberando sobre cada paso que toma satisfacer las necesidades más básicas. En la mayor parte de los casos, la gente parece temerle al contacto cercano, a la transmisión aérea del virus frente a frente. El encuentro cara a cara es quizá incluso más ampliamente temido que la contaminación mediante objetos, y ahora parece que la transmisión aérea es la forma preponderante de transferencia viral. Rara vez tenemos control total sobre nuestra proximidad a otros en el día a día: el mundo social es impredecible. La proximidad social no deseada a objetos y otras personas es una de las características de la vida pública y parece normal para cualquiera que tome el transporte público o que tiene que caminar por la calle en una ciudad densamente poblada: chocamos en espacios angostos, nos apoyamos sobre las barandas, tocamos cualquier cosa en nuestro camino. Y sin embargo, los encuentros y contactos fortuitos, el roce con otros o con otras cosas, se hacen potencialmente fatales cuando ese contacto aumenta las posibilidades de la enfermedad, y esa enfermedad puede ser mortal. Bajo estas condiciones, los objetos y los otros que necesitamos aparecen como las mayores amenazas potenciales para nuestras vidas.
Las condiciones de la pandemia nos piden reconsiderar cómo los objetos estructuran y sostienen nuestras relaciones sociales, encapsulando estas relaciones de trabajo, así como también las condiciones de vida y muerte implicadas en dicho trabajo, en el movimiento, en la sociabilidad y en el refugio. Por supuesto, en El Capital Marx detalló cómo el trabajador invierte su trabajo en el objeto, y como el valor de ese trabajo se transforma en valor de cambio una vez que entra en el mundo socio-económico estructurado por el mercado. Marx buscó metáforas para describir cómo el rastro del trabajo humano se transmite y se refleja en el objeto creado, y cómo el valor de ese objeto, transformado en mercancía, está determinado por lo que los consumidores están dispuestos a pagar, la ganancia de los dueños; todo ello compone la noción de valor de mercado. El objeto-mercancía fue “mistificado” y “fetichizado” precisamente porque encarnaba una serie de relaciones sociales solo de manera enigmática. Podríamos no someter a la mercancía al tipo de escrutinio que transparentaría estas relaciones sociales, las cuales estaban incorporadas al objeto de una forma que habría permanecido misteriosa sin el análisis de Marx. Se nos pidió entender el desaparecido rastro de la mano de obra en la mercancía junto con el animismo del objeto–este es uno de los efectos de la mistificación. Cualquier trabajo encarnado en dichos objetos fue, en gran medida, ocluido por su subsecuente valor de cambio. En tanto el trabajo humano fue encubierto por la forma de la mercancía, este sobrevive como un rastro, invisible, indescifrable. En otras palabras, era un rastro que requería el tipo de lectura crítica que Marx buscaba proporcionar. El hecho de que las relaciones sociales están congeladas en la forma objeto no significa que estas relaciones, en tanto relaciones, sean justas o buenas. ¡Por el contrario! De hecho, dentro de las condiciones del capitalismo estas fueron entendidas como relaciones de explotación y alienación. Sin embargo, algo de la intimidad de la interdependencia social es también comunicada mediante esta misma forma. Una cadena de trabajadores, un sistema de trabajo, todos entran en la mercancía de alguna manera. La esperanzadora inferencia que sigue a este razonamiento es así: el objeto conecta a las personas de manera invisible, y en ocasiones indescifrables, por lo tanto, las personas están interconectadas y no son sólo individuos aislados.
La tentación de alegrarse por estas conexiones, sin embargo, debería ser rápidamente temperada por el reconocimiento de que estas formas de interdependencia pueden estar marcadas por condiciones de desigualdad y explotación. Incluso para Hegel, el precursor de Marx, el “Amo” y el “Esclavo” son figuras interconectadas, incluso interdependientes, pero esto no significa que sean dependientes de la misma manera, o que sean igualmente dependientes. No toda interdependencia es recíproca. Aún más, cada uno negocia su relación con la vida y la muerte. El Amo busca consumir lo que el Esclavo hace para reproducir su propia vida, y el Esclavo busca producir lo que el Amo requiere para asegurar sus propias condiciones de vida–condiciones controladas por el Amo. Estas relaciones están encapsuladas en su forma. Pero, ¿no son acaso también portadas de manera invisible por su superficie? No solo la forma de la superficie, pero la superficie de la forma. El cuerpo del trabajador nunca evade por completo la mercancía, porque el trabajador desprende rastros invisibles de su propio cuerpo en el objeto, y la trabajadora misma lleva rastros invisibles de otros mientras vive y trabaja.
Dentro de las condiciones de pandemia como la del COVID-19, el trabajo con y sobre objetos de cambio esparce potencialmente células virales letales. En general, incluso fuera de las condiciones de la pandemia, si nos preguntamos por la forma general del rastro que lleva el paquete, también nos estamos preguntando sobre las condiciones de vida y muerte que definen la organización social del trabajo. ¿Quién arriesga su vida trabajando? ¿Quién trabaja hasta la muerte? ¿El trabajo de quién es mal remunerado, finalmente desechable y reemplazable? En las condiciones de la pandemia, estas preguntas se intensifican. Aquellos que están en peligro por la naturaleza misma de su trabajo son los empleados sanitarios trabajando sin mascarillas, los desprotegidos y sobreexplotados trabajadores de Amazon, y aquellos que trabajan en servicios de correo y entrega a domicilio, quienes no pueden saber si estos rastros letales se transfieren con o a través de ellos mientras manipulan los paquetes y los bienes, los que viven con ese miedo pero que no pueden perder el empleo, aquellos que están desempleados y dependen de la distribución pública de comida, aquellos para quienes la calle es suelo y refugio, aquellos refugiados en atiborradas y peligrosas condiciones, como prisiones o albergues, y para quienes solo pueden encontrar comida en la calle.
Tanto Marx como Hegel avanzan un antropocentrismo según el cual la marca humana o el rastro anima el objeto con una particular vitalidad humana. El trabajo le quita la vida al trabajador, y sin embargo la mercancía emana una vida todavía más vibrante. ¿Qué pasa cuando el objeto que uno necesita es también el objeto que amenaza nuestra vida? No solo el objeto mismo, sino el objeto manipulado, el que tiene el rastro del otro. El virus actúa sobre la superficie, pero la superficie también actúa. El virus entra en el cuerpo, actúa en las células y entra en su propia acción, y luego actúa sobre otros. Todas estas acciones actúan cuando los humanos actúan. El humano es solo una parte de esta cadena de acciones. El desafío epidemiológico es parar la cadena. Por suerte, el objeto no puede transferir el virus si se le cubre de jabón o si su superficie es no porosa. De esta manera, la porosidad del objeto contribuye a su transferencia; el objeto es definido en parte por su porosidad: en tanto puede absorber o transmitir otra serie de materiales. La porosidad es parte de la definición de los humanos y de los objetos; es también otra manera de entender su interrelación y potencial inter-penetrabilidad. Se supone que “Refugiarse en casa” limita la porosidad, la posibilidad de que el virus se transfiera entre humanos y mediante objetos y superficies. Sin embargo, aquellos que no tienen casa, quienes viven sin refugio, o solo con uno provisional; o aquellos forzados por la ley a refugiarse en estructuras atiborradas de gente, sin poder mantener la “distancia social,” y quienes no pueden confiar en una estructura perdurable y segura que supuestamente nos resguarda del virus. Esta es solo una forma de desigualdad, una forma inusual de exposición al riesgo. Aquellos que han sido privados de acceso a atención médica de calidad encontrarán el virus con su sistema inmunológico comprometido, con condiciones preexistentes. No sorprende entonces que los Afro-Americanos tengan estadísticamente mayor probabilidad de tener síntomas, de requerir hospitalización para sobrevivir, y de sufrir en mayor número.
En la superficie, diríamos, la transferencia del virus a través de los objetos no es para nada como la transformación del valor del trabajo en valor de cambio. Después de todo, el virus parece paralizar el mercado y las finanzas. Las bolsas de valores se desploman, los salarios y los ahorros se pierden, los empleos se desvanecen. Al mismo tiempo, sin embargo, otro mercado emerge rápidamente para aprovecharse de la pandemia. Críticos sociales ya han publicado sobre el coronavirus y el capitalismo, abriendo un campo vital de pensamiento y activismo. En la balanza está si el capitalismo aprovechará la pandemia para acumular más riquezas para aquellos con capital, o si la pandemia le pondrá límites, recordándonos de las condiciones globales que tocan todas nuestras vidas. Mientras algunos sostienen que las desigualdades serán intensificadas dentro de estas nuevas condiciones y sus consecuencias, otras sostienen que las comunidades de cuidado que se están organizando van a revivir, o dar nueva forma, al potencial del socialismo, de la solidaridad horizontal, y de una genuina ética del cuidado. El hecho es que no sabemos. Cuando el discurso público se vuelque a esa pregunta, sobre cómo re-comenzará el mundo, podríamos imaginarnos que va ser o el mismo mundo (con sus desigualdades intensificadas) o un nuevo mundo (en el que reconozcamos nuestra igualdad radical y nuestra interdependencia). Mi apuesta es que el conflicto entre estas dos visiones se tornará aún más pronunciado. La emergencia climática continua, necesitamos reducir la producción, extracción, y la fracturación (fracking) del suelo y disminuir el daño medioambiental que destruye los mundos-vida de la población indígena. El virus pone en primer plano las diferencias raciales y geo-políticas del sufrimiento, y hemos visto las respuestas racistas a la pandemia: en India culpando a la minoría musulmana, en Estados Unidos y America Latina mediante la discriminacion contra la población asiática, y en Israel la falla intencional del estado en proveer asistencia médica a Gaza, donde la población palestina se ve forzada a estar encerrada con servicios de salud inadecuados. Esta negligencia intencional de los efectos letales de la pandemia en las cárceles es también una forma de muerte por omisión. Esta nueva forma de condena a muerte, es un ejemplo más de que las vidas de los encarcelados son vistas como desechables, aquellos cuyas vidas no “vale la pena” salvar. La pandemia intensifica la lucha contra el capitalismo y sus desigualdades sistemáticas, la destrucción del planeta, la subyugación colonial y la violencia, y en favor de los derechos de las personas sin hogar, de las mujeres, de las personas trans y queer y todas aquellas minorías cuyas vidas no parecen importar. Así como nunca ha estado más claro que una vida está ligada a otra vida, y estos lazos cruzan regiones, idiomas y naciones que presagian un comité de solidaridad global para establecer condiciones habitables para todas las vidas, también está claro que las desigualdades profundas e intensificadas tienen nuevas oportunidades para agudizarse durante la pandemia. Podemos predecir y profesar en la dirección de la utopía o de la distopía, pero ninguna nos ayuda a oponernos, con un activismo sostenido, a la obscena distribución del sufrimiento actualmente imperante.
Sí, el virus nos conecta a través de sus objetos y superficies, a través del encuentro próximo con extraños y conocidos, confundiendo y exponiendo los lazos materiales que condicionan e impiden la posibilidad de la vida misma. Pero esta precoz y potencial igualdad es transfigurada en un mundo social y económico que impone sus variadas formas de desigualdad así como la demarcación clara de las vidas que son desechables. Las comunidades de cuidado que logremos construir pueden prefigurar una forma de igualdad social más radical, pero si permanecen circunscritas por la comunidad local, el lenguaje y la nación no veremos una exitosa transformación de estas experiencias comunitarias en una política global. Las superficies de la vida le enseñan a los seres humanos sobre su mundo compartido, insistiendo en nuestra interconectividad. Pero mientras la salud continúe siendo inaccesible y costosa para tantos, mientras los ricos, los xenófobos, y los racialmente privilegiados persistan en su arrogante convicción de que serán los primeros en la línea cuando la vacuna sea desarrollada; frente la promesa de antivirales efectivos o del plasma rico en anticuerpos, estos mismo lazos serán rotos y arruinados intensificando la desigualdad. Y la consecuencia es clara: la vida es un derecho solo de los privilegiados. El virus no trae consigo lecciones morales; es una aflicción sin justificación moral. Aun así, nos da una visión refractada de la potencial interconnection de una solidaridad global. Esto no sucederá por sí solo, sino mediante una lucha que se renueva ahora, en confinamiento, en el nombre de la igualdad de los vivos.
—Berkeley, 12 de abril 2020
*Por Judith Butler para Lobo Suelto / Imagen de portada: Lobo Suelto.
Traducción de Cayetana Adrianzén Ponce en Contactos