Entre ciénagas y mareas
Por Rocío Feltrez para Revista Adynata
Sueño con los abrazos
sueño también con que abracemos el fracaso
estamos cerca en la distancia
pero
¡qué linda que es la fiesta y la vagancia!
Sudor Marika
I. El film La ciénaga de Lucrecia Martel (2001) comienza con una escena memorable. A la hora de la siesta, existencias aturdidas por un mediodía de derroche etílico reposan junto a un cúmulo de agua algo turbia en el que se espeja, con dificultad, un trozo de cielo provinciano.
Se escuchan sonidos que retardan parpadeos.
Los relámpagos y el chillido de animales inquietos anuncian la tormenta que se avecina.
No importa tanto por qué, pero algo parece estar por pasar.
La Ciénaga es el nombre de una localidad de la provincia de Salta. Ciénaga es, también, un cuerpo de agua aparentemente estancada en el que la vida se agita. Palabra que permite imaginar la expectación deseante. La espera de lo imprevisto. Allí donde todo parece estar en reposo puede, de pronto, brotar un ardor.
Esa escena fascinante vuelve una y otra vez. Conviven en ella la calma y el aturdimiento. El reposo y la inquietud. Una escena que, tal vez por la belleza sin pretensiones realistas que logra rozar, hace pensar; invita a una mirada que no existe, sacude la percepción. No llama a la interpretosis sino a ideas inquietas que piden palabras.
Una apuesta estética que desprograma una manera de mirar mientras inventa una escucha e invita a una posición fugaz: la expectación deseante.
II. Todo eso que está cerca de lo vivo tal vez suceda en esos instantes en que logramos abandonar, pausar, rasgar los guiones, los relojes, las maneras de hacer, decir y mirar con que estamos formateadxs.
Habitamos paisajes en los que estalla la vida con sus vaivenes. Estallidos que no nacen ni crecen gracias a la custodia de las purezas, sino todo lo contrario: para existir necesitan de la mezcla, de la espera, de la confianza en la materia sensible, de lo que tal vez para algunos ojos no sean más que cosas fútiles.
Vidas que crecen entre las sombras, en no-lugares, en lo imposible y no piden permiso.
III. Nos mueve el deseo –se afirma. Pero esa afirmación tal vez interesa si se piensa al deseo como una criatura impura, harapienta, escurridiza. Porque, ¿cómo puede sobrevivir sino ese movimiento a la tirana soberbia de las certezas, las castidades, las pasiones tristes, las crueldades y los Programas? ¿Cómo explicar, sino, que pueda pasar todo lo hermoso e intenso que pasa en esas calles en las que nos encontramos?
Los feminismos se escriben en plural. Por algunos ramales preferimos no pasar. Lo curioso es que de ese espacio del que a veces muchxs parecen estar yéndose cada tres posteos –¿será posible dar un portazo y salir, así, sin más?–, de ese espacio que a veces harta por sus pretensiones de pureza y sus rigideces, de pronto, brota vida. Una vida que recuerda que tal vez lo que haya que cuidar sea eso, la expectación deseante, el deseo de jugar a que puede pasar algo que tuerza el supuesto curso de las cosas. Algo que nos deje boquiabiertxs, que llame a las palabras, que estalle los sentidos, que nos despierte ganas de besar todas las bocas, de perdernos en todos los abrazos, de abandonar los nombres propios, de olvidar las filiaciones, de seguir estando ahí, de dar gracias al aire y porque sí.
IV. María Pía López se preguntaba en una red social con qué palabras nombrar todo eso que pasa cuando habitamos esas calles. ¿Cómo decir toda esa vida que estalla sin patrones? Insistía en que tal vez sea necesario tratar de nombrarlo de algún modo, nombrar algo de la fiesta callejera alrededor del Congreso del pasado diez de diciembre de dos mil veinte, “nombrar el florecer de esas risas, el modo en que el pavimento es sitio de emociones, el cuidado mutuo, la sonoridad de los murmullos infinitos, el cotilleo y la actualización de noticias en cada encuentro, la atención a lo que pasa en el recinto pero también el saber de que lo que pasa está pasando afuera, las jovencísimas de las escuelas de CABA y las marronas de todo el conurbano, las travas, las chongas, les trans, las mariquitas, los cuerpos pintados con las artes de los caduveos y el verde en todos sus tonos, vendedores de bebidas bailadores, la música repicando en goce colectivo, la amistad callejera, la atención erótica y la discusión política, el humo de las parrillas y los bombos de las muchachas, las chicas de los sindicatos y las militantes de los partidos, y las viejas que no pueden creer tener tantas nietas y la fuerza alegre que hace temblar la tierra. Hay que guardar en el cuerpo la huella de esas noches, atesorarla en el cuerpo colectivo, para saber que cada vez que nos tentemos con encierros excluyentes, con la idea de algunas existencias más valiosas que otras, con la idea de mujeres cual esencia persistente, nos aparezcan como conjuro esas imágenes tan materiales de las miles existencias diferentes y capaces de tocar la misma melodía”.
Bullicios deseantes, paisajes impensados, músicas que suenan como bandas de sonido de exploraciones sexo-afectivas, de la politización de los asuntos en común, de lo impronunciable. Palabras que traman otras narrativas deseantes. Cuerpos que se dan al juego y prueban vivir como querrían vivir.
Y tal vez sí sea interesante sostener una obra que irradia eso de lo que está hecha. Eso siento que sucede con los films de Lucrecia Martel. Eso también sucede, a veces, en las fiestas que nos damos en las calles. Se irradia algo que es más fuerte que todo Programa, todo objetivo, todo plan; se irradian intenciones, deseos andrajosos, las ganas de otras vidas, de otros mundos. Algo que no tiene representación y que tal vez por eso puede tocar la materia y dejarnos temblando.
V. Sabemos que ese tan seductor movimiento feminista puede ser también caldo de cultivo de crueldades y exclusiones. Como cualquier estar en común, esos espacios pueden ser hostiles, expulsivos, y volverse imposibles de habitar. ¿Por qué los feminismos estarían libres de las crueldades que emergen en el estar en común? ¿Por qué estaríamos por fuera de la máquina de esparcir miseria? Cisexismo, racismo, capacitismo, moral sexual represiva, y otros tantos emisarixs de las crueldades sobrevuelan las vidas que habitamos.
Pero abandonar el deseo de pureza tal vez también implique entender que allí donde parece estar todo podrido, extinto, quieto, la vida continúa su curso e insiste. Porque tal vez se trate de un movimiento que desconoce el calendario gregoriano; que existe como intermitencia, como estallido caprichoso, como desborde imprevisto. Insiste aunque la razón punitiva pise fuerte, aunque la palabra sexo crispe las pieles, aunque el deseo de pureza amenace incansablemente. Insiste aunque en este último tiempo la política feminista haya quedado cautiva “de un circuito fagocitante que rechaza la radicalidad de experimentaciones relacionales, sensuales, extáticas, delirantes, al escribir y re-escribir el sujeto político de la acción, ‘las mujeres’, bajo la ficción del binarismo de la diferencia sexual” –como escribe valeria flores.
VI. El Ni una menos, allá por dos mil quince, fue un estallido que todavía nos mantiene pensando qué dicen los ecos de las esquirlas que ha lanzado. Recuerdo el escalofrío que nos recorrió la espalda al llegar al Congreso ese tres de junio. La sensación de estar en medio de algo inolvidable. No sé, no pasa tantas veces. Algo así sentí los dos pasados diez de diciembre. El último, cuando se discutió y votó el proyecto de ley de interrupción voluntaria del embarazo, en medio de ese paisaje que relata María Pía; el anterior, en dos mil diecinueve, cuando el pueblo chapoteó con las patas en la fuente al ritmo de Sudor Marika en la Plaza de Mayo.
VII. Ese tres de junio de dos mil quince avivó, también, la memoria de los daños que los cuerpos acarrean. Como escribe Sylvia Molloy, el cuerpo devuelve, caprichosamente, “como un manuscrito desmañado, corregido y lleno de tachaduras lo que él ha inscrito”. Tal vez “hay que guardar en el cuerpo la huella de esas noches”, como escribe María Pía, incluso como estrategia vital que intente aliviar sufrimientos.
Las fiestas que nos damos en las calles a veces logran conjurar el asedio de los recuerdos.
Hay que pensar, también, qué tanta angustia se puede soportar, y qué tan preparadas están las paredes de los consultorios burgueses clasemedieros para alojar esos dolores. ¿Qué hacemos con el daño? ¿Qué otros espacios para las palabras pudimos/podemos inventar?
Por un lado, la politización de lo vivido tal vez resulte reparadora y conjure la soledad que muchas veces se siente al momento de narrar un daño. A veces el cuerpo es tomado por la culpa y puede aliviar saber que a muchas otras existencias les está pasando o les pasó algo parecido. Alivia saber que existe, de algún modo, un repertorio de estados por los que es posible pasar y de experiencias que es posible vivir en un momento histórico particular.
Por otro lado, narrar lo vivido no siempre alivia ni es agradable. Muchas veces se vive en el cuerpo los ecos de lo irrepresentable. Y no, no siempre la palabra sana. A veces una palabra resquebraja el dique que contenía –tal vez sabiamente– un estado de cosas. Una palabra, a veces, hace correr aguas que ahogan, aires que asfixian, que no dejan vivir. Entonces, también, ¿qué decir, de las palabras que provocan terremotos que piden cuerpos que no existen, que no están, que no nacen? Cierta lengua feminista también corre el riesgo de volverse cómplice de esa canallada. Me refiero a la lengua que, de manera irresponsable, obliga a relatar lo vivido prometiendo una sanación express.
A veces hay que custodiar la imperiosa necesidad de olvido, de silencio, de espera. Como canta Gabo Ferro: “No sé por qué ya lo olvidé / No importa qué olvidé, solo lo olvido / Siempre luché por recordar / Pero hoy qué buen regalo es olvidar / Un sobre abierto, un escalón / Hay cosas que prefiero no ligar / Como una cuerda y un puñal / Hoy siento que me protege el olvidar”.
La memoria es imperfecta, fragmentaria, parpadeante. Esa imperfección puede pensarse como un respiro. Una invitación a inventar otros relatos sobre los que sostenerse. Quedarse, tal vez, con ese rasgo, ese momento, ese instante, ese gesto de resistencia o de afirmación vital a partir del cual se puede seguir construyendo un mundo. Tal vez convenga pensar que, más allá del daño que pueda propagarse, seguirá existiendo “esa fuerza que resiste la catástrofe y rehace lo que fue lastimado todas las veces que sea necesario”, como dice una poesía de Claudia Masin.
VIII. Inventar otras maneras de narrar, de escuchar y de leer es una urgencia. Para la clínica, para la política, para el amor, para la vida. Maneras menos devotas del origen, la causa y el Orden. Más Martel y menos Netflix.
IX. A los dieciséis días del mes de diciembre de dos mil veinte, en el barrio de Flores, Ciudad Autónoma de Buenos Aires, tres amigues juegan a labrar el acta fundacional de una “asamblea de emociones indecisas, provisorias, mínimas, vitales y móviles”. Deliberan sobre miedos, alegrías, tristezas, amores; pasiones que les habitan. Los lugares que preferirían no habitar más, los mandatos a los que decidieron dejar de servir, las lenguas que querrían intentar no hablar, y más. Entre risas, anotan una frase que podría pensarse como deseo o intención para estos tiempos:
¡Fracasemos intentando otra cosa!
X. Tal vez se trate de destejer y tejer ficciones incansablemente. Tantear qué se puede, cuándo y cómo. Cerrar los ojos y adugizar una escucha con un oído que está siempre por aparecer, como escribe Marcelo Percia. Un oído que no preexiste sino que nace de la palabra que se dice; un cuerpo que nace de la acción en/con la que se vibra. Como escribe valeria flores sobre las ficciones poético-políticas feministas y de la disidencia sexual:
“Para crear ficciones y abrir posibilidades sociales y políticas hay que dejarse arrastrar a y deambular por situaciones en las que primen la deriva, la interrelacionalidad, la teatralidad, la fragmentación; la defensa de prácticas y vivencias anti-normativas y anti-asimilacionistas; la crítica ambivalente de la identidad como punto de partida y punto de llegada de la actividad política; el rechazo de reduccionismos y totalizaciones tanto genérico-sexuales como políticos; la mixtura de registros disímiles; la desprogramación del guion de la protesta convencional; el estallido semántico de los códigos de la resistencia feminista; las des-identificaciones o la proliferación de identificaciones”
La propuesta de valeria flores interesa por su crítica radical a todo aquello que se pretenda sin fisura; aquello que se acomoda a la esclerosis de las fibras vibrátiles, que pretende resguardarse del riesgo que implica existir en la mezcla, la indefinición, lo desgarrado. Tal vez se vuelva necesario entrenar una mirada, una escucha, una sensibilidad sucia, roída, opaca, rota. Que no se mire, ni se escuche ni se sienta con la piel prístina, ¡tan blanca!; que no se pretenda dictaminar cómo son y no las cosas; que lo posible no tenga techo. Balbucear, aullar, exiliarse de la lengua-sentir oficial; inventar otras maneras de leer, miradas que no preexisten sino que también estén siempre por nacer:
“Crear ficciones supone un modelarse en las vibraciones de una lengua no institucionalizada, irreductible a consignas y etiquetas que envejecen tan pronto como se las proclama, y un despojarse de la esclavitud de los dispositivos de lectura. Es el trabajo de abrir una fisura que descentra las categorías de la ritualidad del acto de escribir, desencadenando un proceso de liberación respecto de un sinnúmero de restricciones sobre los modos y alcances del pensar, estableciendo una lejanía con la complacencia estética y una cercanía con la desarticulación de cualquier frontera genérica”
La lengua institucionalizada sólo vomita certezas. ¿Cómo abrazarse a una lengua que toque las pieles, que vibre, que viva? Una lengua que sepa que nada en aguas agitadas y nunca hará pie. Lengua anfibia, ajada, fisurada, que, de vez en cuando, asiste al nacimiento de un destello de vida que sabe de su (im)propia e incalculable caducidad. ¿Cómo estar a la altura, sino, de un movimiento que no danza entre purezas sino que (sobre)vive en y por la mezcla? Que unas veces es marea, otras es ciénaga, rio en desborde, laguna, lluvia, humedal y rocío.
*Por Rocío Feltrez para Revista Adynata / Imagen de portada: Fotograma de «La ciénaga».
Grafía
Ferro, Gabo (2017) Un eco, un gesto, una señal, del album “El agua del espejo”.
Flores, Valeria (2017) Tropismos de la disidencia. Palinodia. Chile, 2017.
Masin, Claudia (2010) “La helada”, en La Plenitud. Hilos editora. Buenos Aires, 2010.
Molloy, Sylvia (2012) En breve cárcel. Ed. La Página. Buenos Aires, 2019.
Percia, Marcelo (2012) “Un oído que está por aparecer” en Blanchot, Maurice, La palabra analítica. Ed. La Cebra. Buenos Aires, 2012.