Todo lo que pasa cuando se derrite un glaciar
A 10 años de la sanción de la Ley de Protección de Glaciares, Marina Aizen cuenta cómo se transformó el paisaje en este tiempo. Los impactos del cambio climático, qué tienen que ver los deshielos con la sequía y el extractivismo minero, el futuro de las ciudades costeras, las tensiones entre ciencia, política, ambientalismo y justicia, y el parentesco entre nuestras masas de hielo patagónicas y las nieves de Siberia.
Por Marina Aizen para Anfibia
En una madrugada de debate que parecía interminable, hace diez años, el Senado sancionó la ley de protección de glaciares. Desde entonces, no sólo cambió en la Argentina el mapa político, económico y judicial que puso en jaque unas mil veces a esta norma, sino que -sobre todo- se modificó sustancialmente el aspecto físico de los cuerpos de hielo que están en nuestras (y otras) montañas, esos mismos que creíamos eternos, como sentencian los himnos que cantábamos en la escuela.
Pero nada es eterno ya. Ni las verdades ni el hielo. Si hay algo frágil, lábil, escurridizo, son esas masas congeladas de agua que están siendo castigadas por los efectos de las transformaciones físicas y químicas inducidas en la fina atmósfera terrestre por la industrialización y el capitalismo desde hace más de 200 años. Una medida de tiempo que, irónicamente, debería ser exigua desde el punto de vista de un glaciar, que tarda miles o millones de años en formarse. Y, sin embargo, está resultando letal.
Hablo con Fidel Roig, que es el director del Instituto Argentino de Nivología, Glaciología y Ciencias Ambientales (IANIGLA), el organismo que hizo el inventario de glaciares que dispuso la ley, y escucho una constante en sus respuestas: la repetición de la palabra “alarma”. Mientras lo hace, me pregunto si estamos entendiendo cabalmente el significado que él le confiere o si quedamos adormecidos por efecto de la insistencia, acaso como en el cuento del pastor y las ovejas.
No hay pastor en este cuento. Hay sed. Lo saben bien en Mendoza y en San Juan, donde, producto de una sequía que tiene la misma edad que la ley de glaciares, los caudales de los ríos son -como diría Roig- alarmantemente menores. Porque nieva poco o nada, la recarga de hielo en las montañas también se interrumpe. Y los glaciares se adelgazan. Se achica también el reservorio del que dependen las economías cuyanas que están asentadas en un desierto.
Casi todos los glaciares del mundo están retrocediendo, incluyendo a los dos grandes cuerpos helados del planeta, la Antártida y Groenlandia. Los científicos acaban de descubrir, por ejemplo, que en la Antártida está bajo un peligroso estrés, acaso por romperse, la plataforma flotante de hielo que contiene al glaciar Thwaites. Por algo a esta masa de hielo le dicen “el glaciar del Fin del mundo”: una vez que se deslice de la superficie rocosa como por un tobogán, las ciudades costeras quedarán sepultadas bajo el agua.
En Groenlandia, he sido testigo de cómo enormes chorros de agua fría irrumpen como un vómito desde el corazón mismo del hielo, porque las lagunas que se forman por el calor en la superficie se percolan. Así, horadan desde dentro de las entrañas a las masas que han estado congeladas y duras por miles y miles de años.
Los suelos de Siberia y Alaska, que permanecían congelados, se están ablandando como cuando se deja un helado fuera del freezer. Mientras esto sucede, se liberan, a la vez, enormes cantidades de metano, un gas de efecto invernadero aún más potente que el CO2. Es una bomba literal.
En Argentina, también estamos para el campeonato de los hielos perdidos. Pongan en primer lugar a los de los Andes australes, los famosos campos de hielo Sur cuyas lenguas glaciares nos ponen tan orgullosos como ciudadanos de esta geografía. Estos figuran entre los que más sufren en el mundo los efectos del cambio climático.
“En los Andes del Sur, el promedio de pérdida de masa glaciar fue la más alta del mundo durante las últimas tres décadas, superando a la de cualquier otra región montañosa del planeta”, escribió un informe de la Fundación Ambiente y Recursos Naturales (FARN). “Algunas estimaciones indican que el derretimiento de estos campos de hielo representan casi el 10% del aumento total del nivel del mar causado en todo el planeta por los glaciares de montaña en los últimos 50 años”.
Un dato todavía más aterrador me lo tira Roig. Aun si dejáramos de emitir hoy los gases que atrapan el calor del sol en la atmósfera, y la convierten en un edredón de plumas que nos sofoca, todos los glaciares del mundo perderían igual el 30 por ciento de su masa actual a fin de siglo. Pero como las emisiones van en aumento, no en dirección estable u opuesta, podemos esperar que esa pérdida llegue al 60 por ciento. “Estamos corriendo contrarreloj para conocer un poco más en profundidad cómo son los mecanismos de los ciclos hidrológicos”, cuenta. O sea, antes de que desaparezcan. Alarmante, diría el doctor Roig.
En un contexto tan crítico, aún hace diez años, lo más lógico era sancionar una ley de presupuestos mínimos que ordenara registrar la cantidad de cuerpos de hielo que había en la Argentina y prohibiera la actividad sobre los glaciares y en las áreas circundantes de suelo congelado (conocido como ambiente periglaciar) para proteger el recurso hídrico estratégico.
Esto, que parece tan básico, no estuvo exento de tropiezos políticos. El primer proyecto fue rechazado por la entonces presidenta Cristina Kirchner; se lo conoció como el “veto Barrick”, por la empresa canadiense que tiene una enorme presencia en la provincia de San Juan, en una mina a cielo abierto llamada Veladero. Pero el diputado y escritor Miguel Bonasso lo tomó como una afrenta personal y siguió la batalla política que culminó milagrosamente en un triunfo, en la madrugada del 30 de septiembre de 2010.
Quienes recuerdan deliciosamente los vericuetos de esa tensa pelea son la investigadora Maristella Svampa y el abogado Enrique Viale, como lo describen en el libro El colapso ecológico ya llegó. Cuentan cómo operaba el lobby minero a través de los políticos y de la prensa para evitar el triunfo de la norma, imponiendo su presencia no sólo con ideas manipuladoras (fake news, dirían ahora), sino también con el mero lenguaje corporal: se sentaban como dueños en los sillones reservados a los senadores en las discusiones de comisión, cuando el resto tenía que luchar por unas sillitas plegables. A las 2 de la mañana, Viale estaba convencido de que perdían por goleada, pero, a las 5 a.m., se dio vuelta la taba y asombrosamente vencieron. La segunda vez, Cristina no vetó.
Mientras escribo estas palabras, un tribunal en Chile, un país de tradición minera, ordenó la clausura del que era el gran desarrollo de oro, plata y cobre de la Barrick, en el mismísimo límite entre los dos países, el proyecto Pascua Lama. La enorme mina de Veladero era apenas la antesala de ese proyecto aún más gigantesco, en virtud, el más grande del mundo. La (mala) salud de los glaciares y la contaminación de los cursos de agua, en un contexto de mega sequía, la misma que atraviesa Mendoza, estuvieron entre las razones que impulsaron al tribunal a adoptar su decisión. Nuestra Corte Suprema, confrontada con pruebas parecidas, no tuvo las mismas agallas.
En 2009, estuve en Veladero, atravesando la montaña, las delicadas vegas donde beben guanacos y vicuñas, y un glaciar llamado Conconta, que se cortó para hacer un camino industrial en plena y prístina cordillera. Eran unos viajes de prensa a los que Bonasso llamaba el “boby tour”, porque te querían vender la ilusión de que ibas a una tierra feliz, “Barricklandia”, mientras te lavaban la cabeza con un concepto que es un oxímoron, el de la minería sustentable.
Había que hacer un esfuerzo físicamente muy demandante para estar en el lugar porque la explotación minera se hace en un rango de entre 3,8 y 5 mil metros de altura sobre el nivel del mar, lo que reduce la saturación de oxígeno en sangre y obliga a pedir la ayuda de un tanque lleno de este elemento esencial para la vida. La montaña desollada, el valle de lixiviación; la ciudad industrial construida entre cumbres magníficas. No hay forma de reparar ese daño.
No menos terrible me pareció el ambiente político de la provincia, intimidante para quienes cuestionaban la minería. La Barrick hacía propaganda hasta en los jardines de infantes, con cuentitos para niños sobre la minería.
En el “boby tour”, no nos dejaron ver ni las explosiones ni el dique de cola, donde va a parar la mugre tóxica con metales pesados, ni donde fundían los lingotes de oro y plata.
Años más tarde, tres derrames de cianuro contaminaron la cuenca del río Jáchal y, desde entonces, los vecinos de la ciudad se pusieron en pie de guerra contra la mina y las actividades de Responsabilidad Social, que la empresa tanto se empeñó en mostrarnos, se deben haber ido al cuerno. La Barrick, de todos modos, siguió operando imperturbable, con alguna que otra multa, y junto con el gobierno de San Juan (que depende de las regalías como yo del tanque de oxígeno que me dieron en la cordillera), continuó poniendo recursos judiciales para tratar de invalidar la ley de glaciares. El año pasado, sin embargo, la Corte Suprema de Justicia ratificó su constitucionalidad citando, entre otras cosas, el hecho de que la Argentina adhirió al Acuerdo de París, que tiene como fin combatir al cambio climático.
Un inventario empieza en la oficina, estudiando imágenes de satélites, pero hay que corroborarlo en el campo. O sea, caminando en la montaña, con la mochila al hombro, llevando los elementos para pasar varias semanas fuera del hogar, cruzando ríos torrentosos, fríos, soportando el viento intempestivo, siguiendo huellas difusas de animales con cansancio, camaradería, buen o mal humor. La escucho hablar de todo esto a Laura Zalazar, geógrafa del IANIGLA, que participó en la mitad de las más de 60 campañas de relevamiento. Siento cierta envidia por ese trabajo que, además, tiene en mi imaginación un componente de una gran aventura: el de haber podido recorrer la cordillera de punta a punta, a lo largo de 5.769 kilómetros, penetrando en lugares que están sólo reservados para las fotos panorámicas, acaso los cóndores, donde se pueden escuchar los sonidos secretos de la naturaleza. Se relevaron así 17 mil glaciares a lo largo de 69 sub cuencas. Se produjo un conocimiento que no existía. Vale recordar que con presupuesto exiguo y con muchos monotributistas.
*Por Marina Aizen para Anfibia / Imagen de portada: Ilustración Sebastián Angresano.