Feminismo y punitivismo: un debate en movimiento

Feminismo y punitivismo: un debate en movimiento
21 septiembre, 2020 por Redacción La tinta

En esta oportunidad, con intención de profundizar el debate sobre la razón punitiva y su relación con el feminismo, entrevistamos a Alexandra Kohan.

Por Guillermina Huarte para Enfant Terrible

Ella es psicoanalista y docente regular de la Cátedra II de psicoanálisis: Escuela Francesa, de la Facultad de Psicología de la UBA (Universidad de Buenos Aires). Integra el grupo de investigación y lectura Zona Franca. Colabora habitualmente en Revista Polvo, Revista Invisible y otros medios. Colaboró en Feminismos, de Leticia Martin, editado por Letras del Sur en 2017.

Esta entrevista retoma, entre otras cosas, algunos puntos sobre su libro publicado en marzo del año pasado: “Psicoanálisis: por una erótica contra-natura”. Sus palabras intervienen en el debate público, tensionando y cuestionando lugares comunes. Nos invita a pensar desde la incomodidad, habilitar la duda y la pregunta, y suspender la certeza.

—En relación al giro punitivista que tomaron algunos feminismos durante el último tiempo, me interesaría que me cuentes desde tu disciplina y desde tu lugar como psicoanalista cómo pensás este fenómeno.

—No sé si esto lo digo desde mi lugar de psicoanalista. Te diría más bien que estas cosas las vengo pensando en conversación con otros, construyendo una comunidad de pensamiento y una interlocución genuina y posible. Del giro punitivista vengo hablando muchísimo, no sólo con las víctimas de los escraches (el escrachado y la que escracha, con familiares, etc.), sino con personas que han investigado muchísimo el tema. Entre ellas, Vanesa Vázquez Laba, Florencia Angilletta, Mariana Palumbo y tantas otras, de quienes aprendo muchísimo. Básicamente, diría que el punitivismo pretende soluciones rápidas, un reforzamiento del no querer saber. Es una forma de querer expulsar del mundo aquello que alguien considera dañino. Es un modo que termina practicando la segregación y la anulación del otro como sujeto. No estoy para nada de acuerdo con esa posición que dice que, como antes sufrimos las mujeres, ahora tienen que sufrir los hombres. Más que una forma de justicia, es una forma de venganza. Es, además, un dispositivo de terror que va cerrando bocas. Las víctimas del punitivismo son muchas. Y lo son también aquellas que llevan adelante las cruzadas, no sólo aquel sobre el que recae el castigo. Lo otro de los escraches no es el silencio, sino la posibilidad de encontrar modos de tramitar el padecimiento y las distintas formas de violencia. Hace poco, pensé que “no nos callamos más” a veces se transforma en un imperativo que recae sobre las propias mujeres, como si estuviéramos obligadas todo el tiempo a hacer público nuestro padecimiento. Como si la consigna se transformara, a veces, en “no puedo parar de no callarme”. Eso no puede sino traer, a la larga o a la corta, más malestar, porque se convierte en una obligación y en un nuevo “deber ser”. Quedar coagulada en el lugar de víctima, además, es otro modo del silenciamiento.

En el contexto de la pandemia, estamos viendo cómo el punitivismo y la vigilancia se exhiben en su dimensión social mucho más allá del feminismo. No es algo inherente a los movimientos emancipatorios, sino un estado de cosas mucho más general que también se derramó sobre cierto feminismo. La pregunta que haría es ¿qué pasó con cierto sector del progresismo que se volvió tan vigilante? Como dice Moira Pérez en una entrevista que vos le hiciste en este mismo medio: “El punitivismo es una cárcel epistémica, en tanto crea la ilusión de que estamos eligiendo libremente entre una gama amplia de opciones, cuando, en realidad, estamos moviéndonos dentro de un espacio muy limitado”.

—Decís que algunos discursos feministas, que lograron volverse masivos, son discursos religiosos, ¿por qué?

—Porque no quieren enterarse de lo que no anda, en el sentido de lo imposible. Porque cobran la forma de la predicación, de la evangelización. Porque se transforman en dogmáticos, asertivos. Porque son moralistas y prescriben conductas distribuidas en lo que está bien y lo que está mal. Digo que son religiosos, además, en su enunciación.

Porque la religión fue pensada, como dice Lacan, para curarnos. Y retomo una hermosa frase de Freud: «La religión perjudica este juego de elección imponiendo a todos por igual su camino para conseguir dicha y protegerse del sufrimiento». Mientras que el psicoanálisis, en cambio, no se propone como una cura.

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(Imagen: Silvana Sergio)

—En tanto seres sociales, estamos atravesadxs por otras cosas además del machismo y el patriarcado. Pero hay cierta tendencia a leer todos los problemas sociales bajo esta óptica. ¿No es un poco reduccionista? Si es así, ¿cuáles creés que son las consecuencias de esto?

—No sólo es reduccionista, sino que es impreciso en su formulación, ¿dónde queda la clase?, por ejemplo. No sólo es reduccionista porque hay otras variables que nos atraviesan, sino porque ya no sabemos a qué nos referimos cuando decimos patriarcado. Porque el uso que se hace del término está para señalarlo como la causa de todos los males. A veces, se superpone patriarcado a varón. Como si los varones no fueran también víctimas del patriarcado.

Machismo es una cosa, patriarcado es otra. Pero otra vez: las mujeres no estamos a salvo de cómo nos atraviesa el machismo. Aunque no queramos, también estamos disciplinadas y a mí siempre me parece más interesante revisar eso que nos atraviesa que es menos estridente, menos burdo, pero no menos dañino. Por ejemplo, cómo ejercemos ese tipo de cuestiones con nuestros hijos, con nuestros pares; de qué modo concebimos lo que es ser hombre o ser mujer, qué tipo de ideales ponemos ahí.

—La frase “lo personal es político” tuvo un sentido y un objetivo político específico en su contexto, pero hoy se generalizó a tal punto que se vuelve difícil establecer algún tipo de límite. ¿Todo es personal? ¿Todo es político?

—Está claro que, si todo es político, nada lo es. O como dice Florencia Angilletta, si todo es violencia, nada es violencia. El límite quizás se pueda establecer entre lo personal y lo íntimo. Ya casi no queda lugar para la intimidad. La intimidad termina siendo gestionada públicamente y ahí me parece que termina banalizándose todo porque no se admiten matices ni gradaciones. Lo que me parece es que hacer pasar todo por político, hacer pasar la intimidad por política es, paradójicamente, despolitizarlo todo. ¿Por qué estamos haciendo público todo el tiempo conversaciones que se establecieron en un pacto de intimidad? ¿Cómo es que no podemos parar de mostrarlo todo? Son preguntas que me interesa sostener. A mí me pasa que, cada vez que voy a subir una foto de mi intimidad en la que hay otros involucrados, dudo, pienso y, en última instancia, les pregunto a los que están ahí. La intimidad espectacularizada va haciendo que se degrade y se repliegue el ámbito de lo público.

—Las consignas que incentivan la autosuficiencia, que apelan a la individualidad, que apuntan a evitar cualquier situación que nos haga mal, o a que no nos dejemos afectar por otrxs, son profundamente neoliberales. ¿Se puede pensar esto en relación con lo que vos planteás sobre la negación del inconsciente y la apelación al voluntarismo? Si es así, ¿cómo hay que pensarlo?

—Sí, absolutamente. Son discursos prefreudianos en la medida en que rechazan el inconsciente y sostienen un voluntarismo necio contra todo lo evidente. Pretenden que no haya opacidad en el cuerpo, en el erotismo, en el lenguaje y en las relaciones con otros; pretenden que no exista el malentendido. Se pretende que haya garantías todo el tiempo, que el otro sepa lo que hace, que sepa lo que quiere, que sepa cómo nos afecta. Y, a la vez, eso recae sobre nosotros que también estamos obligados a saber lo que queremos, lo que hacemos, hacia dónde vamos. No hay lugar para trastabillar, para equivocarse, para vacilar. Eso resulta muy agobiante y asfixiante. Es demasiada presión. Ni el otro ni yo podemos equivocarnos jamás. Por otra parte, se rechaza la angustia y se refracta la pulsión.

—Siguiendo la línea de la pregunta anterior, también hablás sobre el imperativo que pretende arrasar con la subjetividad y anular el malestar en la cultura. ¿Podrías desarrollar esa idea?

—No hay sujeto sin malestar y no hay cultura sino forjada en ese malestar. Son términos inseparables. Te agrego algo lindísimo que dice Diana Sperling: “El malestar es la bendición de la cultura, condición de posibilidad y suelo necesario para la existencia social y subjetiva”. No hay otro malestar que el malestar del deseo; si pretendemos anular el malestar, nos llevamos puestos tanto al sujeto como el deseo. Eso no quiere decir que haya que resignarse o que haya que dejar de visibilizar ciertas cuestiones.

—Te escuché y te leí en varias ocasiones, y decís que, en todas las épocas, el psicoanálisis fue subversivo e incómodo. ¿Por qué el psicoanálisis incomoda?

—Porque viene a señalarnos, una y otra vez, que no somos dueños de nosotros mismos. Que no hacemos lo que queremos, que “mi cuerpo no es mío”. Que el deseo está hecho también, y sobre todo, de oscuridades; que el deseo no aspira al bien.

Que no existe el amor sin odio. Que el otro no es el único responsable de todos mis males. Que las contradicciones nos atraviesan todo el tiempo porque no somos siempre los mismos ni siempre idénticos a nosotros mismos -por suerte-. El psicoanálisis incomoda porque nos confronta con eso que no podemos dejar de hacer a pesar de que no nos gusta, a pesar de que nos hace mal. Nos confronta con el hecho de que el deseo no es idéntico a lo que decimos que queremos. Porque nos pone de frente con la imposibilidad, la incertidumbre y la inexistencia de garantías. Porque pone en primer plano la opacidad de la que estamos hechos.

Porque muestra que no hay protocolo, educación o discurso que pueda contra las pasiones. Porque nos hace escuchar lo que decimos, nos hace leer lo que soñamos, nos hace vacilar ahí donde creíamos que pisábamos firmemente. Nos inquieta y nos intranquiliza, es decir: nos despierta cuando estábamos durmiendo confortablemente sobre certezas que, en definitiva, son muy costosas. Pero ahí, en todo eso, radica su potencia emancipadora. Alguna vez pensé que habitar la fragilidad es mucho más emancipador que pretendernos empoderados (concepto que, por otra parte, me resulta deleznable).

—Pareciera que quien cuestiona o discute alguna idea debe ser ocultada, te diría incluso censurada. En tu libro, hacés un planteo que me parece muy interesante y es que no está permitido cuestionar nada que salga de «una feminista”. ¿En qué sentido lo pensás?


—Pienso que hay ciertas personas que se creen propietarias del feminismo y que se la pasan señalando quién es o quién no es feminista, qué es ser feminista y qué no; dónde tienen que darse los debates y dónde no. Son personas que creen que autoproclamarse feministas las deja a salvo de todo. Se quedan tranquilas y no se preguntan nada más. Se construyen una identidad férrea a la que le deben obediencia y eso funciona para no vacilar más. Son feministas y punto. ¿Si le pagan los aportes a la empleada doméstica? ¿Si ejercen el poder en los lugares de poder que ocupan? ¿Si no citan a ninguna mujer cercana, en el tiempo y en la geografía, en sus textos? No importan esas preguntas, no se las hacen. Sólo importa afirmarse en SER feminista.


Efectivamente, son procedimientos de censura. Lamento que se estén replicando los mismos procedimientos que estábamos cuestionando. La censura o la pretensión de un pensamiento único no son elementos de un feminismo que me interese. Considero que degrada y empobrece el debate allí donde sólo se habla con quien piensa igual; para ratificar lo que ya se pensaba. Los feminismos, a lo largo de la historia -que es mucha-, han puesto en escena las tensiones, las contradicciones, las diferencias en las antípodas de los discursos totalitarios y absolutos.

—Sería una contradicción muy grande que un movimiento que busca la emancipación quede atrapado en cuestiones que intenta superar. Esto parece suceder a veces con ciertos feminismos que se vuelven esencialistas, naturalizando lo que supone que es ser varón y ser mujer. En estos casos, parece acentuarse la vigilancia sobre los cuerpos, sobre lo que dicen y sobre lo que hacen. ¿Qué puede enseñarnos el psicoanálisis sobre esto? ¿En qué sentido planteás que la frase de Freud, «La anatomía es destino», retornó de la peor manera?*

—Coincido con lo que planteás: en algunos discursos, se están afianzando estereotipos, esencializando posiciones, naturalizando los géneros. Varón victimario/mujer víctima; varón activo/mujer pasiva. Por un lado, estamos tratando, hace muchos años ya, de separar las posiciones sexuadas de la anatomía. Por otro, hay una vuelta a lo anatómico. La cosa, en muchos planos, pareciera definirse por los genitales. Se hacen conteos de genitales sin que importe nada más. Como si ser mujer, per se, fuera garantía de bondad. Pero, además, ¿cómo se sabe que alguien es mujer? Pero básicamente, sí, lo que preocupa es cómo se refuerza la vigilancia sobre los cuerpos, en este caso, de los pares. Citaría otra a vez Moira Pérez: “Para el punitivismo progresista, la identidad del sujeto termina siendo un recurso epistémico para identificar víctimas y perpetradores, o para ubicar a las personas dentro de este esquema que también es un binario. Y también sirve como criterio de credibilidad, porque el ‘Hermana yo sí te creo’ propone dar vuelta la asimetría epistémica: no creerles a las personas que históricamente tuvieron exceso de credibilidad en función de su género y sí creerles a las que tuvieron déficit de credibilidad por el mismo motivo”.

—¿En qué se basa la construcción de ese Otro cada vez más temible?

—Un poco en lo que venía diciendo, en que se le atribuye todo el tiempo un saber acerca de todo: lo que hace, lo que quiere, lo que me hace; un poder sobre mí per se. Como si el poder fuera algo que el otro tiene y no que dependiera de ciertas posiciones entre las que el poder circula. Como si no quisiéramos enterarnos de que lo otro del poder no es el sometimiento, sino la resistencia.

Un otro cada vez más temible porque se esencializan los lugares: víctima-victimario y, entonces, ya no depende de ninguna situación que pueda pensarse cada vez, sino del hecho de coagular al otro en el lugar de la amenaza y eso funciona anticipadamente, es una especie de máquina de pánico. Además, los nuevos estereotipos son “hombre victimario-mujer víctima”. Con lo cual, la portación de genitales ya implica una identidad en ese sentido.

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(Imagen: Sofía Solari)

—Me acuerdo de que, el año pasado, cuando salió la entrevista en la que dijiste “acostarse con un boludo no es violencia”, fue como una bomba para quienes discutíamos estos temas y… claro, causó muchísimo rechazo. ¿Pensás que hoy, dado que el debate parece haber madurado, podría ser tomada de manera diferente?

—Causó muchísimo rechazo en algunos y muchísima adhesión en otros. Hay infinidad de personas que me agradecieron el haber hecho público algo que circulaba en privado. La palabra que más me vuelve, aún hoy, es “alivio”. Hay algo que estaba demasiado tensionado y evidentemente tensionaba no sólo el debate, sino los cuerpos mismos. Había posiciones, y las hay aún hoy, que me resultan un tanto stalinistas, esas que dicen “no es momento para críticas porque el enemigo acecha, las críticas para adentro”. Creo que siempre es momento para revisar las cosas que se están formulando, que estamos pensando. Es un movimiento, no estamos en el mismo lugar todo el tiempo. Algunas cosas hacen mucho daño, y no, no son daños colaterales. No comparto tampoco esa idea de que, como se está “haciendo el bien”, va a haber daños. Si hay daño, hay que parar y revisar. Esto no es una guerra.

No sé cómo sería tomada hoy esa entrevista que me hizo Agustina Escobar hace más de un año, pero coincido en que estamos en otro momento y hay muchas más voces interviniendo públicamente. Porque el debate, para que genere algún tipo de transformación, tiene que ser público. Hay cuestiones que fueron llegando a otros lugares como, por ejemplo, la nota acerca de la cultura de la cancelación que Victoria de Masi hizo para revista Viva y que fue tapa. Yo celebro que el debate se expanda a distintos lugares y que no se quede solamente en un lugar. No coincido con esas posiciones que dicen “esto ya se debatió” dándolo por cerrado. Me gusta que el debate esté vivo y que circule por la mayor cantidad de lugares posibles: las aulas de las escuelas y la facultad, los medios masivos, las asambleas, las redes sociales, etc. Si no es público, no es debate.

*Por Guillermina Huarte para Enfant Terrible / Imagen de portada: Silvana Sergio.

*La pregunta está formulada en términos binarios a propósito, ya que la posición a la que hago referencia antes acentúa el binarismo mujer/varón.

Palabras claves: feminismo, punitivismo

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