El virus de la cancelación
La cultura de la cancelación se popularizó en tiempos de cuarentena y de una interacción social apenas mediada por pantallas. Consiste en quitarle apoyo (virtual) a figuras públicas y marcas que hayan hecho algo objetable. Es pariente del escrache y del boicot, pero ¿qué pasa cuando se aplica fuera de contextos como, por ejemplo, la demanda de justicia social por violaciones a los derechos humanos? El nuevo punitivismo facilitado por el acceso a las tecnologías y el imperativo felicista cuya moral nos obliga a una vida sin desacuerdos, errores ni dolor, a como dé lugar.
Por Nicolás Cuello y Lucas Disalvo para Anfibia
“¡Cancelado!” Así, tan solo con esta pequeña y corta palabra, lentamente se ha institucionalizado un nuevo tipo de lenguaje político, especialmente en redes sociales, que si bien plantea diferencias con la cultura del escrache, forma parte de un extenso vocabulario punitivo que hemos internalizado como un conjunto de nuevas herramientas para ejercer o practicar formas autónomas de “justicia”. Y en el contexto de aislamiento que estamos atravesando colectivamente, donde el único espacio público que nos queda es la virtualidad, sus usos problemáticos se han intensificado de forma exponencial.
¿De qué se trata este fenómeno? Se entiende por cultura de la cancelación a una práctica popular que consiste en “quitarle apoyo” especialmente a figuras públicas y compañías multinacionales después de que hayan hecho o dicho algo considerado objetable u ofensivo. Cuando alguien o algo está cancelado se descarta, se deja de ver, se deja de escuchar, se desclasifica, se aísla, se abandona, se niega, se deja de consumir hasta que eventualmente puede o no desaparecer.
Uno de los orígenes recientes tanto de este término (cancelación) como de esta práctica política online tuvo lugar en lo que suele identificarse como “black twitter”, es decir, un grupo de hilos, hashtag, imágenes y discusiones públicas impulsadas por usuarios de la comunidad negra que, ante la sistemática producción y reproducción de racismo por parte de la cultura política norteamericana, pusieron en prácticas formas de sabotaje, desfinanciamiento y señalamientos públicos a todos aquellos productos culturales, lenguajes publicitarios, figuras del entretenimiento o personajes políticos cuyos discursos estuvieran de alguna manera implicados con la reproducción de estereotipos racistas coloniales o que deliberadamente buscaran afectar la integridad, el respeto y el valor de las vidas negras. Pero si prestamos atención podemos concluir que se trata de una operación que usualmente conocemos como boicot.
Es un estrategia muy extendida en la historia de las luchas anticoloniales, antiespecistas, sexodisidentes, feministas y, especialmente en nuestro país, también llevadas adelante por el movimiento de derechos humanos. Una forma colectiva de justicia que busca desbordar las formas tradicionales de la política institucional desde acciones que se consideran transformadoras, en tanto socializan el compromiso de construir en conjunto nuevas formas de vida que se opongan a la continuidad de aquellas políticas de terror, desigualdad, violencia y discriminación que originalmente las motivaron. Los ejemplos abundan: los escraches de HIJOS, las campañas contra el pinkwashing de Israel por parte de activistas queer/trans de Palestina, las evasiones masivas al transporte público impulsadas por el movimiento estudiantil chileno, las estrategias de sabotaje generadas por iniciativas anticapitalistas piqueteras, grupos ecologistas de agitación contra Monsanto y movimientos antiglobalización organizados contra la producción de multinacionales, entre otros.
Entonces, ¿dónde radica el problema? Se puede observar positivamente que hay un proceso cada vez más agudo de socialización de herramientas críticas para desmantelar formas de desigualdad incrustadas en los lazos sociales. Estas son posibles gracias a la proliferación de puntos de vista antes no accesibles y, especialmente, por el trabajo titánico de tant*s activistas que objetivan críticamente sus experiencias para trazar en común formas de pensamiento que vuelvan explícitos los mecanismos desde los cuales el poder ejerce dominio. Pero la popularización irrestricta y el uso amplificado de esta herramienta por fuera de sus contextos colectivos de emergencia ha despertado efectos adversos en una sociedad atravesada por las pantallas como formas de encierro-consumo, la representación online como única esfera pública y un imperativo felicista cuya moral nos obliga a trabajar ansiosamente por una vida sin desacuerdos, sin errores y sin dolor, a como dé lugar.
¿Por qué hablamos de “cultura” de la cancelación? Si bien la criminología crítica ha denominado como razón punitiva a toda forma de gobierno que impone su orden a través de la producción industrial del control, la criminalización institucional y el encarcelamiento masivo, podemos reconocer que por lo menos desde los años ’70 han habido una cantidad numerosa de procesos de actualización de estas formas de vigilancia y clasificación social de los “sujetos problemáticos”. Nuevas modalidades de control disperso, facilitadas por el acceso a la tecnología, que se especializan en la punición preventiva y en la silenciosa dominación total tanto de la vida íntima como de la experiencia común. Por esta razón creemos que el punitivismo no puede seguir pensándose en un orden meramente formal o institucional, sino que tenemos que ver su funcionalidad, es decir su éxito como un sistema cultural, un tipo de deseo de vigilancia, control y sanción sobre la diferencia que se expresa e internaliza en los sujetos, clausurando la capacidad de imaginar otras formas de relación con los conflictos. Un lenguaje íntimo en el que reproducimos las mismas economías de dominación y castigo para abordar nuestras relaciones más próximas, las interacciones despersonalizadas de internet, los problemas en colectivos de pertenencia política o cultural, actuando actitudes jerárquicas de autoridad, prevención, temor, buchoneo, censura, intemperie, disciplina, humillación, descartabilidad y exilio, para a su vez obtener desesperadamente un tipo de autoafirmación securitista que nos permita ser vistos por otros como moralmente correctos, y construir pertenencia a partir de ello.
Así es cómo los mecanismo jurídicos, legislativos y policiales que promueven abiertamente la erradicación de aquellos cuerpos basura que no encajan dentro del deber cívico se hacen presentes también en los modos en que comunitariamente imaginamos un mundo sin excesos. Un mundo sin problemas. Un mundo sin diferencias por las cuales trabajar. Un mundo sin conversaciones agotadoras que puedan ser compartidas, que investiguen las posibilidades de articulación y no la erradicación deshumanizada de ese “otro” que no sabe lo mismo que yo, que no aprendió lo mismo que yo, que no supo decir lo justo de la misma manera que yo, que no tomó posición de la manera en que yo esperaba que lo hiciera, etc.
Así, la moral preventiva de nuestras culturas punitivas se basa en la estigmatización del conflicto y en la simplificación de la violencia como expresiones unívocas incapaces de ser interpeladas, o complejizadas desde su raíz histórica, mientras que promueven figuras estables o sustancializantes de víctimas-victimarios, de buenas y malas personas. Allí las relaciones entre cuerpo, contextos y privilegios se convierten en un tabú culposo en lugar de plataformas de conciencia desde las cuales articular nuevos mecanismos de escucha, nuevas formas de participación política, que en su mejor expresión puedan socializar la tarea de la educación en conjunto y el desmantelamiento institucional de las injusticias históricas y sistémicas que enfrentan algunas comunidades más que otras. Y que son las condiciones de posibilidad para la continuidad de las pedagogías del daño.
Cancelar, OK. Pero realmente, ¿para qué? Desde los comienzos de nuestra historia las culturas sistemáticamente oprimidas hemos sabido articular de manera habitada una crítica revolucionaria frente a la brutalidad del dogma moral que nos reprime, aliena y administra según categorías diferenciadas de “vida válida” y “vidas inadmisibles”. Dicho dogma funciona como un sistema de verdad que se adjudica la capacidad de sujetar, disciplinar, encauzar o cercenar las posibles irradiaciones de nuestros coloridos cuerpos, sexualidades, modos de vida y sus escandalosas combinaciones. Es devastador comprobar cómo parece haberse extendido un apego profundo, dentro nuestro y entre nuestras comunidades frente a esa razón dogmática, con protocolos universales sobre cuáles deberían ser las formas más apropiadas de tratar con el mundo y sus inconveniencias. Poniendo en práctica su aspiración a una visión única, cerrada y estática del mundo que no admite vulnerabilidad, derrumbe o conmoción alguna. Un idealismo militarizado, un pensamiento universal y forcluido que no tiene interlocución alguna con el mundo mezclado, local y dinámico de la experiencia, más allá del deseo de gobernarla desde una torre sin escalera de accesos. Su lenguaje es la ley del rigor: “así es como se hace, así es como debe hacerse”, dejando atrás toda aproximación ética, en donde el poder es entendido como la capacidad de generar transformaciones partiendo necesariamente desde el lugar situado, vulnerable y contingente de la vida. Por el contrario, la ansiedad de estas respuestas dogmáticas piensan el poder como la emanación de una voz única, una referencia autorizada que ya sabe y que siempre vendrá de la mano de un programa de normalidad, generando seguridades y sentidos de pertenencia.
Por eso no resulta extraño que del otro lado de la cultura de la cancelación emerja casi espejadamente un fenómeno proporcionalmente conflictivo: las alianzas performativas o “performative wokeness” (despertar performativo). ¿Quienes reciben estas denominaciones? Los así llamados “falsos aliados”, “los especuladores”, básicamente aquellas personas sospechadas de ser “simuladores” ideológicos que toman posición pública, ocupan la palabra y producen “contenido” activista online. Y que son perseguidos por el imperativo de ser reconocidos visiblemente por fuera del conflicto de turno con tal de no ser cancelados. Si bien “woke” es una palabra que las comunidades negras han utilizado para reconocer, honrar y agradecer el trabajo de aquellas personas esclarecedoras, atentas, despiertas y activas en el desmantelamiento de la discriminación y la opresión racial, la apropiación de este termino (tanto como el de cancelación) han desplazados sus sentidos y en su popularización mediática, que también podríamos llamar blanqueamiento, han perdido la especificidad de su origen para dar lugar a consumos frágiles, competencias morales y nuevas formas de vigilancia en las vidas públicas online que buscan reconocer, jerarquizar, vigilar y administrar la credibilidad de la conciencia crítica de los otros que mediáticamente toman, o no, posiciones públicas en relación a los conflictos sociales urgentes.
Así es como la exigencia ansiosa que se produce en torno a la cultura del “estar despiertos” empuja a nuestras generaciones a volver transparentes sus opiniones, a reproducir sin cuestionamiento alguno lo que sus referentes producen, a aceptar condicionamientos, autoridades y formas de micro jerarquías emocionales que derivan en procesos complejos de deshumanización y postergación del trabajo político comunitario. La privación del error, la demanda de control sobre las palabras, la persecución de lo correcto y la homogeneización de cómo se puede expresar un deseo de transformación social vuelve cada vez más inhóspitas las posibilidades de reunión, intercambio, reconocimiento mutuo y aprendizaje a partir de la escucha, el respeto y la solidaridad ética ante la diferencia.
Entonces, quizás parte del problema que está obturando nuestra imaginación para llevar adelante una vida junt*s tenga que ver con nuestra obsesión por “estar en lo cierto” por encima de todo, incluso de aquella causa principal por la cual nos estamos movilizando. Si el antipunitivismo se transforma en una crítica excesivamente racionalista que condena la híper-sensibilidad en otr*s y se burla de la vulnerabilidad ajena para esconder los propios miedos a estar equivocad*, se transforma en misoginia, homofobia, arrogancia intelectual, un principio androcéntrico colonial de verdad moral blindado contra toda contingencia.
Cuando el foco del antipunitivismo está puesto en la necesidad de la libertad de expresión y no en la necesidad transformadora de la escucha comunitaria vuelve a replicar aquella imagen liberal de “la iluminación intelectual privada” de unos pocos vs. “la barbarie emocional de las comunidades”. De hecho, la diferencia y la contradicción no son “obstáculos a superar” por vía de la moral o los consensos normalizantes de turno. Es con este reconocimiento que el pensamiento crítico puede transformarse en una parte integrada de nuestra sensibilidad y no en una voz autoritaria que nos disciplina, persigue o castiga con soledad.
Es urgente detenerse y volver a pensar todo lo que hemos podido aprender, cambiar, reelaborar a lo largo de nuestras vidas, todos los lugares de los que nos fuimos, las cosas que hemos encontrado, y la complejidad que llevan esos procesos. ¿Queremos seguir manteniendo abierto el acceso a esa posibilidad de aprendizaje y cambio? Sí, porque en esa posibilidad reside la esperanza misma de un futuro. Esto en absoluto quiere decir que el horizonte deba pasar necesariamente por la pacificación, el perdón y la conciliación. No se trata de caer una ingenuidad divina que nos haga sentir mejores versiones deconstruidas de nuestras individualidades. El antipunitivismo no pasa aquí por conquistar la razón y exhibirla en un pedestal, por ver quién acumula más razón, quién tiene la última palabra, quien denuncia de mejor manera, qué causas son más importantes. El antipunitivismo es una pregunta por cómo recibir una crítica, cómo escuchar el dolor, cómo hacer cuerpo el conflicto, cómo proceder a partir de quiénes somos, de lo que hemos sido, del deseo de mover, de cambiar, cómo producir ese cambio y cómo hacer ese cambio una experiencia accesible. No hay muchas certezas en ese camino. Pero sin dudas hay manera de hacerlo prohibiéndonos de la diferencia o el conflicto. No hay manera de hacerlo exigiéndonos una perfección que solo existe en el reflejo engañoso de nuestras pantallas.
*Por Nicolás Cuello y Lucas Disalvo para Anfibia / Imagen de portada: María Elizagaray Estrada.