Lugares comunes
La cuarentena parece que, en su éxito, incuba su límite: porque, lógicamente, acumula problemas económicos, sociales y la angustia, esa palabra que no puede ser subestimada.
Por Martín Rodríguez para La política online
La historia de la democracia es mesiánica: camina siempre hacia adelante. Un componente clave de la misión de las urnas es «la ampliación de derechos». Más libertades, más derechos. Desde los escritos en piedra hasta algunos más en la arena. Desde los obvios hasta los no tan obvios. Ley de divorcio, fin del servicio militar obligatorio, fin de los edictos policiales, matrimonio igualitario, la promesa de la legalización del aborto o el «no a la represión de la protesta social». Diríamos: los saltos cuánticos no siempre se pueden dar para alterar la relación Estado-economía, en muchos casos, por eso, los gobiernos siempre anotan sus «hitos» ahí, sobre esa «ampliación», sobre ese «margen posible». Esa letra cívica. Sociedad y Estado.
La cuarentena parece que en su éxito incuba su límite: porque lógicamente acumula problemas económicos, sociales, y la angustia, esa palabra que no puede ser subestimada. Lo vemos. La cuarentena produce conflictos, no sólo los de la economía; en los extremos: la violencia familiar, la violencia de género. «Uno a veces está solo, pero a veces está más solo», escribió Idea Vilariño. Hay cierto matete que agita fantasmas macartistas y teorías conspirativas, «vienen por mis derechos». Vemos y leemos a diario. Y la cuarentena produce información: al Estado y a nosotros sobre nosotros mismos. Vamos a saber más. Y pese a todo, por ahora, la sociedad mantiene la cuarentena, y los niveles de aprobación de Alberto Fernández, simultáneos a los problemas, así lo certifican. Sirvió para lo que dijeron que servía, para ganar tiempo. Fue un pacto sin trampa, un acuerdo sencillo de las máximas figuras del Estado: darse tiempo para no correr el virus de atrás. Dentro de la cuarentena todo, fuera de la cuarentena nada, pero con muchas cuarentenas a la vez. Es Vox Pópuli que va mutando por abajo. Se cumple y se flexibiliza, las dos cosas al mismo tiempo muchas veces en la mente de las mismas personas.
Invisibles
Estos meses pusieron en la superficie lo que no se ve: el núcleo de la economía real. Los que se anotaron y no entraron al IFE, los nuevos-nuevos pobres, la roca de los informales, el que va de San Fernando a Capital a hacer trabajos de mantenimiento en un departamento, la depiladora, el peluquero, el paseador de perros, todo ese infinito mundo en el que entran todos los mundos de una economía privada. Los que no serían «esenciales»: muchos invisibles a los ojos del Estado. ¿Qué sabía el Estado de la sociedad antes de la Pandemia? ¿Qué sabe ahora?
Y pese a todo, por ahora, la sociedad mantiene la cuarentena, y los niveles de aprobación de Alberto, simultáneos a los problemas, así lo certifican. Sirvió para lo que dijeron que servía, para ganar tiempo. Fue un pacto sin trampa, un acuerdo sencillo de las máximas figuras del Estado: darse tiempo para no correr el virus de atrás
Y entonces el respeto a la cuarentena en estos meses, ¿de qué está hecho? Pensemos el concepto que acuñó Sebastián Carassai en «Los años 70 de la gente común»: la superstición cívica. La idea de que la gente piensa que el Estado sabe por qué lo hace. Y eso autoriza una doble certeza: acepta que el Estado le produzca «daños colaterales» y a la vez sabe que es al Estado al que le va a reclamar la reparación de esos daños. La sociedad que aceptó masivamente esto es la que hace bruxismo con esto: el sueño pesado de lo que viene cuando «esto termine». Es una sociedad que ya no será solamente explicada por la herencia macrista (y en eso una parte del macrismo apuesta fichas desesperadas, a que algunos digan «en el 2019 estábamos mejor»). Como si la cuarentena fuera el sueño húmedo de un supuesto peronismo que quiere consumar su orden sin economía. Un orden hecho de puro Estado. Y el riesgo está latente en algo: en que todas las «miserias capitalistas» que vemos a diario (los despidos, las suspensiones, que sólo el 30% aún le pagan a las trabajadoras en casa de familia, etc.), se hacen bajo el manto de esta «cuarentena obligatoria». Al estado de excepción, miles de excepciones privadas. Así, se acumulan facturas que tocará pagar. Y todos volverían a las calles con el bastón de Mariscal de sus derechos. Porque en Argentina tirás una semilla y crece un jacobino. El mismo Estado que hoy prioriza riesgos, será el mismo que priorizará soluciones mañana. Ni todo cambia, ni volverá la exacta «normalidad» que dejamos en pausa. Movimiento. La cuarentena modela la sociedad que viene. La sociedad modela la calle que viene. La política deberá modelar el Estado que viene.
«La vuelta del Estado»
El alfonsinismo y el menemismo se construyeron un poco «contra» lo estatal. O por su resabio autoritario o por su excesivo «déficit». El alfonsinismo, como dice el historiador Ernesto Semán, estaba a destiempo desde el 83: «La asociación de derechos sociales con derechos políticos era lo contrario de lo que se imponía en el mundo…» Alfonsín, a los pocos días de asumir, formó la CONADEP, esa selección de «notables» de la sociedad civil que debía hacer la autopsia del aparato represivo. Menem fundó una época anti estatista y para eso contaba con aliados en la sociedad. Se veían. Desde el humor de un Antonio Gasalla con la parodia de la empleada pública hasta el periodismo que miraba con buenos ojos las áreas privatizables de la comunicación. Y no es que Gasalla fuera menemista, apenas su personaje cumplía una misión ecológica: mostrar el ecosistema que hacía que Menem fuera posible.
Miremos de nuevo en Youtube la fiesta oficial de diciembre de 1993, al cumplirse diez años de democracia, cuando la convertibilidad había asegurado el orden. ¿Cómo fue? Gasalla interpretó a una típica maestra llamada Noelia, que leía su mensaje a la Argentina en una parodia rococó de un clásico acto escolar. «Imbuido» en el personaje jugó también un poquito en defensa de esa moneda cara e invendible: la educación argentina. Dice Noelia en su discurso: «Aquí falta María Julia Alsogaray envuelta en cables de teléfono y un balde con agua del Riachuelo en cada mano». Todos ríen a carcajadas. La interpretación es notable. Así, «Noelia» repite que faltan en el escenario los íconos de esa nueva época: «la Ferrari manejada por Carlitos Junior», «Zulema vestida de odalisca», uno tras otro. Los bombos de fondo mejoraban el acento democrático de la fiesta. Pero en un momento la voz de la parodia dio paso al desconcierto: «Aquí falta Norma Pla, sentada en Corrientes y Bouchard». Norma: la representante de uno de los sujetos claves de la politización nacida y criada en los 90, los jubilados. Gasalla dijo en lo que dijo: la democracia es también eso que estamos dejando «afuera» para construir este orden. Vivir afuera. En su numeración todo se aplanaba en un mismo chiste, pero al nombrarla los bombos ya no sabían para quién tocaban… si para el presidente peronista que nos lleva al mundo o para esa mujer única, Norma Pla, que, como el Perro Santillán, estaba en la otra lista de honor de la democracia: los que no se rindieron.
Menem brilla porque (las cámaras lo muestran) es capaz de reírse de sí mismo, de su gobierno y de sus faltas. Noelia, pintada como una puerta, también desliza el reclamo salarial de los docentes. Menem sabía que parte de lo que había que tirar al basurero de la historia era su packaging de viejo político argentino. Yo fundo la modernidad, pero la modernidad no me funda a mí, habrá sido en algún punto su razonamiento. Democratizó así: la fiesta de la democracia es también la fiesta de la anti política. Su didáctica social es sencillísima. «¿Qué es la sociedad? Lo que no es la política.» Menem cumple, después del paréntesis de Alfonsín, el trance perfecto de la dictadura a la democracia. De un orden a otro orden. Del orden de los palos al orden de la moneda. Si nos gusta pensar que la inflación en la Argentina es el síntoma también de nuestra puja distributiva, Menem hizo una década solucionando el dilema del huevo y la gallina: no habrá inflación… ergo, no habrá puja distributiva. La solución fue popular porque el 1 a 1 mató a la «híper». Entre 1989 y 1991 ocurrió, en algún punto, el nudo gordiano de la transición democrática.
Los nuevos «pobres-covid», la peor herencia de la cuarentena
Años después, otro invitado de esa fiesta, Eduardo Duhalde, representó la vuelta del Estado. Una vuelta turbia, sin votos, pero legítima: el gobierno de los políticos de maestranza con sus punteros, sus policías bravas, sus gloriosas manzaneras, su Plan Jefes y Jefas de Hogar hecho a contrarreloj con la última tecnología que al Estado le quedaba, al mando duro de Graciela Camaño. Eran el subsuelo del Estado sublevado. Lo que Menem metió bajo la alfombra. El Estado que quedaba… lo imprivatizable. Chiche Duhalde era «Noelia»: la primera dama con rictus de directora de escuela de Lomas que quería ordenar lo que dejaron hecho trizas. La vida popular argentina: los barrios, las escuelas, las salitas, la policía, los municipios. La vuelta del malón estatal. Duhalde, la presidencia que elogió Saer. Y el kirchnerismo (que viene de ahí) es el narrador de esa vuelta que completa el gesto, aún cuando para hacerlo haya tirado a Duhalde por la ventana. La ejecución de una lectura sobre el fracaso argentino hasta el fondo. Doce años de orden y progresismo.
Vanguardia y retaguardia. Esta cuarentena abrió un desafío mayor de la democracia y del Estado. Como si toda la inversión desde 1983 fuera puesta a prueba aquí y ahora. De ahí también el «eco» alfonsinista que se desprende de Alberto Fernández. Es consciente y deliberado, y quizá también sea inconsciente u orgánico: busca en las raíces del viejo caudillo radical la lengua del entendimiento básico, el grado cero que pone a la Argentina por encima de sus dilemas y tensiones. La democracia fue una inversión pública llena también de desgracias, omisiones, faltantes, deudas, represiones, pero también un Estado que se construyó de cara a la sociedad civil y que lograba sus epifanías ahí, en ese cruce. Sociedad y Estado, dos cosas distintas, pero nunca asuntos separados. ¿Y cómo se salvan? ¿Cuánta autoridad tiene y puede el Estado sobre esa sociedad? Todas las nuevas épocas, los nuevos órdenes, se fundan desde la radicalidad, cuando lo que estaba dado se desacomoda. A Alberto Fernández le tocó ser el presidente de la Pandemia. Iba a ser el presidente después del macrismo, el presidente de la deuda externa e interna, pero es el presidente de esta «batalla global» que nacionalizó todo. Eligió un camino para afrontarla, y se puso al hombro ese camino. También, como Alfonsín, llevará en el cuerpo la época. Todos podremos huir, dejarla atrás. Pero Alberto siempre será el presidente de este tiempo de grandeza.
Todo es política
Sí, pero no todos son políticos. La cuarentena, como un hecho de igualdad producido de arriba hacia abajo («todos en casa», «lo mismo para todos»), reprodujo desigualdades. Ahí vemos «los barrios populares», es decir, los que no entraban tan fácil en el #quedateencasa. Y se ven los desiguales de arriba. Los que amasaron fortunas y tienen con qué pasar el invierno. Pero también se oye el rumor, día a día, de una tirria ciudadana contra los que «viven del Estado». Se arma eso, lo oímos. Empleados públicos, asesores, comunicadores, docentes, beneficiarios de planes, lo que venga. «Si te bancarizó el Estado, estás en la lista de los salvados.» Ahí vuelve lo primero: la democracia que nació intuitivamente un poco «contra» el Estado. La cuarentena tiene también una parte de sus costos ahí, en esa brecha: los que más se la bancan son los que tienen estatizada su vida. Cuando aplauden a los médicos se asordina la parte en que ese mismo aplauso es hacia la salud pública. Son las costuras de la democracia las que se ven. Todos somos hijos de Noelia: lo que amamos odiar y lo que odiamos amar, el viejo Estado argentino. Podríamos decir: la dictadura quería una economía liberal e hizo un Estado tan fiero como para odiarlo para siempre. Después de la ESMA, no más Estado. Pero no todos los fuegos el fuego. El duhaldismo zorro inició ese camino necesario. Reinstalar el Estado. El kirchnerismo tomó esa posta, la llevó lejos, la cristalizó.
Pero la enunciación de más Estado es subsidiada por el Estado mismo, que salariza, cada vez más, esos bordes civiles que lo rodean -los movimientos sociales, los feminismos, las iglesias…-. Es un Estado que parece decidido, prácticamente, a solventar la existencia necesaria de la sociedad civil. Pedimos más Estado y cobramos del Estado: eso es una conquista, un desafío y una paradoja que nos para frente a los que quedan afuera. El profesional independiente, el privado, el negociante, el pequeño empresario.
Alberto, Axel y Horacio
Se fue el macrismo y nos quedaron los nombres de pila. Pero los acuerdos que resumen la foto de A, H y A no surgen de Moncloas a 5000 metros del nivel del mar, sino en esos cafés donde se ponen de acuerdo sobre un límite campechano: la vida. Por supuesto este entendimiento descoloca a sectores kirchneristas y macristas, que no es que son más «politizados» sino más unidimensionales para entender la política. Sin embargo, el intríngulis de Larreta lo marcó perfecto en un tuit el sociólogo Ignacio Ramírez: «Una paradoja atraviesa la discusión política: el sector de poder que, por ideología e interés, es más anticuarentena está expresado en un partido político que gobierna el territorio que más la necesita.» Y esa retorcida militancia anticuarentena ahora refrita en la cantidad de días de cuarentena («récord», le dicen) el signo de su obsesión turra: la forma en que «no somos como el mundo». Mundo que frente al poderoso COVID resultó al principio, valga la metáfora, un tigre de papel.
He visto las mejores mentes de mi generación: a un empresario del plástico con su Pyme de sanitarios reconvertirse en vendedor de máscaras o a una dueña de local de ropa cuando logró que el Estado les pague a sus empleados ponerse a vender online. El miedo sanitario y la quema de canutos sacados de abajo del colchón también sostuvieron para muchos ese cumplimiento promedio.
Tal vez se trate del mayor desafío de la autoridad democrática desde 1983 y en las condiciones todavía irrenunciables del «consenso alfonsinista», en palabras de Marcelo Leiras. El primero es el de la muerte. En Argentina hasta ahora fuimos más indolentes con la miseria que con la muerte. Con una pila de pobres que con una pila de ataúdes. El No matarás que con sangre, sudor y lágrimas le hicimos firmar al Estado es también un No nos dejarás morir.
*Por Martín Rodríguez para La política online / Imagen de portada: A/D.