El dios visible: el oro y del Moro – Parte 2
En un ejercicio de crítica ideológica las autoras analizan lo que se juega en ¿Quién quiere ser millonario? En el programa conducido por Santiago del Moro retorna la fantasía de acceso rápido a la fortuna, a la que desmontan mediante el cruce de la estética de la ideología con la economía política. El dinero es el dios visible que expone el poder de mando de la economía política: el que se traduce en el mandato a consumir, el macroformato de la competencia, la pedagogía de la vida precaria y de la vida de derecha –como única vida posible– entre otros aspectos que atraviesan el plató televisivo. Aquí la segunda y última entrega.
Por Silvina Mercadal y María Eugenia Boito para La tinta
Una religión sin herejes
A casi cien años del escrito inconcluso de Walter Benjamin, hoy el capitalismo como religión no tiene afuera ni freno. No tiene afuera porque -a diferencia de las antiguas religiones con templos, donde los pórticos separaban los espacios sagrados de los profanos- en el capitalismo como religión el territorio sagrado devino el aire que respiramos. No tiene freno porque habitado desde el origen por la velocidad, seducido una y otra vez por su empuje, mediante cada invención que fue transformando y acelerando la producción, el capitalismo como discurso lo que no puede, lo que ni siquiera imagina, lo que ha sacado de toda inscripción posible es el acto de detenerse. Sin tregua y sin respiro encuentra la mejor figura en la “loca” rueda donde todos juegan sin parar: dentro del plató, los participantes con sus compañeros y comodines, el público presente y por fuera pero en el mismo instante, el público que desde las redes sociales elige las opciones de respuesta.
Sin respiro y vuelto el aire que respiramos, hoy el capitalismo como religión no tiene herejes. Fuimos conversos de afuera hacia dentro: un mundo de mercancías (de objetos pero también de experiencias como mercancías) modela nuestra experiencia por sublimación; queremos decir: químicamente el mundo “sólido” de objetos se desvaneció y volvió el aire (estado gaseoso) que aspiramos y expiramos. Esto es el proceso de sublimación en química; por ejemplo, el hielo seco cuando se sumerge en agua pasa al estado gaseoso sin pasar por el líquido.
A partir de lo anterior, la clásica frase de Marx “Todo lo sólido se desvanece en el aire”, puede ser interpretada en este otro/nuevo sentido: lo sólido que se desvanece ya no refiere sólo a la antigua sociedad que cruje por la intensidad de los cambios que genera la clase burguesa al ir creando un mundo a su imagen, sino que se desvanece la propia materia sólida del capitalismo; materia cuya estructura molecular está permanentemente revolucionada, y de esta manera logra sublimarse en aire –sin cambiar su composición; sólo habiendo encontrado la manera de trasladarse hacia nuestros cuerpos, hacia nuestra estructura de necesidades–.
Así la mercancía deviene fe perceptual -siguiendo a Ludovico Silva-, que como punto ciego organiza lo que vemos /lo que no/ lo que imaginamos /lo que no. Es decir, ideología (sensu Žižek) y lo más importante: el qué y el cómo de lo deseable. La ideología es esa relación espontánea con el mundo que nos rodea, en la que hoy quizás ya no deseamos sino estamos ordenados a gozar: ¡Consuma!
En sus abordajes sobre este sublime objeto que es la ideología, Žižek señala que somos esclavos de la realidad, pero también de la ideología cuando creemos escapar de la realidad soñando. Ser millonario es más que un sueño, es la aspiración que está dispuesta como punto de llegada en cada una de las carreras mediáticas y extra-mediáticas de nuestra vida cotidiana. El camino para el sueño es el macroformato de la competencia, forma de modelización y modulación de la experiencia contemporánea que también se ha transformado en el aire que respiramos. Materia de lo que somos.
El macroformato de la competencia
La competencia a veces pornográficamente darwinista, en otras, travestida en versiones pseudo-humanitarias y/o estetizadas, es la matriz que encontramos en el formato televisivo con el que se conecta o adiciona el programa conducido por del Moro. Quizás esta sea una de las expresiones de “la vida de derecha” –que refiere Silvia Schwarzböck– para dar cuenta de este espacio/tiempo en el que se manifiesta la horrorosa herencia de los años de la dictadura, en tanto victoria de este tipo de vida por sobre otras posibles. Aquí si hay una épica es ésta: competir sólo por un sueño que es mercancía.
Hoy hay programas donde se sueña con changos llenos de mercaderías de supermercado y compiten hasta las mascotas (por su alimento, pero también “solidariamente” como portadores de los sueños de mercancías de sus “dueños”).
En Telefé El Precio Justo. En Canal 13 Corte y confección, El gran premio de la cocina, Pasapalabra, Otra noche familiar, Showmatch Superbailando, son sólo algunos de los programas de la TV argentina actual con los cuales comparte su macroestructura ¿Quién quiere ser millonario? Programas que programan el refuerzo de la competencia como mandato que ordena el lazo social.
Pero volvamos a Telefé. En El Precio Justo participan los más pobres quienes calculan el precio de objetos de primera necesidad, o sólo encuentran una posición de sujeto en la que se disponen en función del límite de lo que pueden soñar (por ejemplo, adivinar cuál es el precio justo de una habitación infantil amoblada), mientras que en el programa de del Moro no se trata de adivinar un precio sino de responder a preguntas realmente heterogéneas: desde cuál es el youtuber más famoso hasta la cantidad de litros de agua que es capaz de tomar un camello.
Todo cuesta. Soñar cuesta. Y soñar cuesta más a medida que, ya “garantizado el honor” (sic) con la respuesta correcta a la pregunta por 30.000 pesos, se suben los peldaños, no sólo porque aumenta la complejidad de las preguntas sino porque Del Moro cada vez más va interpelando con preguntas sobre su vida al participante. Quien participa cuenta y da cuenta de su vida. De los dolores, de las pérdidas que ha vivido, pero sobre todo de la “resiliencia”, palabra una y otra vez reiterada y usada como adjetivo que califica de manera positiva el haber podido seguir tras detenerse o caer. Se trata de seguir también sin tregua y sin pausa. Cada relato de algún episodio de las vidas que también van circulando por el espacio/tiempo del programa, las hace ingresar en una economía de lo viviente que va entregando parte de sí en el juego; ingreso a una economía que por ende las compara y encuentra o inventa una medida para hacerlas equi-valer.
La vida profesional de del Moro tampoco es ajena a esta lógica. Del Moro y su trayectoria televisiva son también lo equivalente: da igual conducir un programa de videos, otro de debate sobre temas de actualidad política, o este concurso de preguntas por el millón cuyo formato es global.
Todos los días, circularmente también cíclicamente si hiciéramos una historización de las ofertas por la TV abierta, así hagamos zapping, vamos a encontrar programas donde hay un ejercicio activo de educación de los sentimientos dirigido a los espectadores. Competencia y méritos en algún saber o saber hacer (cocinar, responder, bailar); competencia y solidarismo (competir para cumplir el sueño propio y el de otro, “otro” que es expropiado hasta de su propio “sueño” al ser portado por quien es “apto” para competir); competencia y estetización, y las respectivas combinaciones se encuentran antes y fuera del plató televisivo, en la lógica que articula y organiza la vida y la experiencia social.
Si la riqueza se basa en poder disponer del trabajo de otros, «estar manchado con la sangre de los pobres» –como dice Oscar del Barco–, en el programa conducido por del Moro la fantasía de ser millonario es que el golpe de suerte evite esa mancha. Pero ya hemos visto que hay no sólo costos sino robos, o más bien cruentas entregas de fragmentos de relatos de la vida que no se reconocen como tales a cambio /por el cambio/ de jugar.
Por último, en un montaje aleatorio que niega la escena televisiva retorna y resuena el conocido tema de Calle 13. “Latinoamérica” refiere los pocos elementos no mercantilizables del continente, entre los que incluye ciertas emociones básicas. La pedagogía que practica de del Moro refuta estas ilusiones: “Tu no puedes comprar las nubes / Tu no puedes comprar los colores/ Tu no puedes comprar mi alegría/ Tu no puedes comprar mis dolores”.
Segunda figura de este montaje. El mascarón de la Casa Nacional de la Moneda en Potosí, obra del francés Eujenio Moulon –maestro tallador de cuños de monedas–, instalado en el lugar a mediados de siglo XIX, es descripto por el escritor húngaro Tibor Sekelj: “Muestra una sonrisa misteriosa, sin poder descifrar si detrás de una apariencia bonachona oculta un pensamiento malicioso, o es la risa de satanás en un momento de ingenuo esparcimiento”. Ya se sabe que en la ciudad, también llamada Villa Imperial, se situó la mina de plata más grande del período del capitalismo mercantil que prosperó con los metales extraídos de la periferia. Así esta imagen se nos aparece como una ancestral figura ambigua, exhibe la cruenta risa de un dios que sabe que saboreó y saborea sangre.
Del Moro es también una imagen ambivalente: angélica y diabólica. Si pensamos en el viejo adagio «vender el alma al diablo», aquí se consuma como entrega lo que se ha vuelto imposible de la vida en el juego. Vender el alma al diablo –al dios oro, a del Moro, o rechazar esa posibilidad– es una expresión que tiene por sustancia al alma. Es decir, al aire y al respirar. Desde una lectura etimológica a la misma familia latina pertenecen animal, animar, ánimo, exánime, inámine, magnánimo, pusilánime y unánime; conjunto de palabras que abren nuevas interpretaciones. Pero el significado básico de la palabra alma es “elemento inmaterial de los seres humanos y principio de su vida”.
Este ejercicio de critica ideológica sobre la política y la economía que forma y conforma nuestra educación sentimental contemporánea, se orienta a identificar lo que se juega en un sentido más vital, soplo a soplo, en nuestra manera y sustancia del respirar.
Ver: El dios visible: el oro y del Moro – Parte 1
*Por Silvina Mercadal y María Eugenia Boito para La tinta.