¿Qué decimos cuando decimos Córdoba, en términos políticos? Sobre todo a partir de la relevancia político-electoral que la provincia ha tomado desde la elección de 2015, algunas dinámicas sobre la naturaleza de la identidad política de Córdoba y sus posibles vías de abordaje desde la política nacional se han cristalizado en el debate público. En este sentido, nuestras reflexiones sistematizan dos ideas-fuerzas interactuantes: por un lado, los “mitos” locales que definen el corazón de la identidad política mediterránea; por otro lado, los “errores” típicos de abordaje de esa realidad político-territorial por parte de actores nacionales. A los primeros les llamaremos “mitos provinciales”, ya que conformarían el core de la identidad cordobesa; a los segundos les llamaremos “mitos nacionales”, ya que conforman el core de los conceptos que estructuran las modalidades típicas de abordaje nacional sobre la realidad provincial.
En otras palabras, partimos del supuesto que las diferencias y desacoples entre las lecturas provinciales y nacionales son parte de los factores causantes de los desencuentros políticos e institucionales que han caracterizado el grueso de las relaciones entre las administraciones nacionales y provinciales desde el regreso de la democracia, incluyendo inconsistencias en materia de estrategias electorales. Para el análisis reformularemos la mitología de la política cordobesa elaborada en el 2004 por César Tcach.
Comencemos por los mitos provinciales, entendidos aquí como las construcciones de sentido a partir de las cuales gran parte de los cordobeses entienden y procesan el universo político. Cuando hablamos de “mitos” trabajamos en el terreno de las generalizaciones, por lo tanto, tomamos como unidad de análisis al votante medio cordobés. Existen tres narrativas centrales al respecto: el mito de la excepcionalidad, el mito de la autosuficiencia, y el mito del reservorio moral.
El primer mito refiere a la idea de la Córdoba excepcional o Córdoba Ciudad-Estado. El mito fue instaurado en la saga histórica marcada por el Gobierno radical de Sabattini (1936-1940), y enfatiza la idea de una Córdoba cívica y ciudadana, destinada a ser una “isla democrática” en el marco de los juegos “oscuros” de la política federal, un paraíso de la república perdida, en el marasmo de la decadencia institucional argentina. La eficacia de esta construcción ha sido tan relevante que ha colonizado, desde el regreso de la democracia, tanto el imaginario político radical (“La Isla” de Eduardo César Angeloz) como el peronista (“El Cordobesismo” de José Manuel de La Sota).
El segundo mito es el de la autosuficiencia, que se vincula con la matriz de desarrollo económico de la provincia. Córdoba combina una estructura productiva caracterizada por un sector agroindustrial muy dinámico (oleaginosas, cereales, lácteos, ganadería, maquinaria), un sector industrial de los más pujantes del país (el clúster automotriz), y un sector software y servicios informáticos de punta. En este marco, la sociedad cordobesa se piensa como una sociedad de “clase media empresarial”, y tiende a visualizar al Estado Nacional y sus intervenciones como “cargas” o “distorsiones” en la senda de desarrollo. El mito reza: “El Estado Nacional nos quita y no nos da”. En su versión extrema: “no necesitamos del Estado Nacional”.
Finalmente, el tercer mito es el de la reserva moral. Siguiendo a César Tcach, para quienes remiten a la “Córdoba docta y santa”, Córdoba está destinada a ser la “Roma de América del Sur”. Una reserva moral en la “decadencia” cultural argentina. En clave de las disputas actuales, la Córdoba del trabajo, frente a la Argentina que elige el asistencialismo. La Córdoba que se abre al mundo, frente a la Argentina que elige cerrarse. La Córdoba que reivindica la identidad católica, frente a la Argentina que elige la “crisis de valores”.
José Aricó -uno de los intelectuales cordobeses más lúcidos- solía definir a Córdoba como una identidad de frontera, marcada históricamente por la tensión entre lo más innovador y lo más reaccionario. En esa tensión imaginaria se mueven los tres mitos que definen la identidad cordobesa. Cuando éstos se potencian, se articulan en un común denominador: la autonomía.
Desarrollaremos a continuación los “mitos nacionales”, entendidos como los modelos típicos de distorsión comprensiva de la realidad política provincial por parte de actores nacionales: el mito de la reforma democrática, el mito de la Córdoba revolucionaria, el mito de la Córdoba peronista.
En el caso del primero y segundo mito nacional -la Córdoba de la reforma democrática y la Córdoba revolucionaria-, se trata de acontecimientos locales con fuerte impacto nacional, pero que sin embargo en Córdoba han funcionado como “hechos malditos” de la identidad provincial. El mito de la Córdoba reformista se inscribe en el legado de la Reforma Universitaria de 1918, y postula la idea de que Córdoba es una sociedad sujeta a una modernización democrática en sus relaciones sociales y culturales. En palabras de Tcach, Córdoba sería una sociedad de clase media en oposición a la Córdoba eclesial y patricia que describió Sarmiento. A decir verdad, la Reforma tuvo un fuerte impacto modernizador en la sociedad cordobesa, pero a diferencia de la modalidad de impacto que la Reforma tuvo en el plano nacional (modernización democrática), en Córdoba operó como una corriente de modernización conservadora. Es decir, el proceso de modernización cordobés funcionó a lo largo del siglo XX y XXI como modernización económico e institucional, pero no como modernización socio-cultural. Córdoba sigue siendo, en ese plano, conservadora: una sociedad católica, mediterránea, localista, respetuosa de las jerarquías.
El segundo mito -la Córdoba revolucionaria- nace con el Cordobazo. El Cordobazo (1969), ciertamente, puso a la provincia a la vanguardia de las luchas obreras (sindicatos clasistas) y estudiantiles. Sin embargo, el proceso de radicalización social que aspiraba a un nuevo orden social y económico a escala nacional fue brutalmente clausurado en 1976. Con posterioridad, el Cordobazo fue incorporado a la identidad cordobesa como una suerte de crítica a la forma dominante de ejercicio del sindicalismo argentino: Tosco pasó a ser visto como el ejemplo de cómo debía comportarse un sindicalista, no tanto por sus banderas o su lucha, sino por el comportamiento honesto del dirigente. Un espejo invertido al sindicalismo “empresario” tan lejano al sentir cordobés.
El tercer error de abordaje es el mito nacional de la Córdoba peronista. Efectivamente, el peronismo gobierna la provincia desde hace más de 20 años. Ha gobernado en democracia más que el radicalismo provincial, configurando una hegemonía provincial estable y competitiva. Sin embargo, el peronismo de Córdoba se parece muy poco al peronismo que los actores nacionales imaginan. En términos históricos, siguiendo a César Tcach, Córdoba pertenece al peronismo periférico, que se aparta de la trayectoria histórica que conforma la visión dominante del peronismo en el Río de la Plata: el movimiento de trabajadores industriales sindicalizados. En la Córdoba del 45, la clase obrera era débil y el fenómeno de migraciones internas inexistente. Como resultado, el peronismo se construyó sobre fuentes tradicionales: Acción Católica, el Partido Conservador, y sectores nacionalistas de la Unión Cívica Radical.
En otras palabras, en Córdoba -como en el resto de las provincias no industriales de la Argentina-, la oligarquía no fue la enemiga del peronismo, sino la base de su construcción.
En este marco, no resulta extraño que la facción que tomó las riendas del peronismo cordobés luego de 1983 fusionase los elementos conceptuales de la renovación (institucionalización y democracia partidaria) con una teoría neoclásica del crecimiento económico. Esa innovación se plasmó en la alianza Unión por Córdoba, que implicó la fusión entre el Partido Justicialista (PJ), la Unión de Centro Democrático (Ucedé) y Acción para el Cambio (APEC), en el marco de una fuerte articulación con la Fundación Mediterránea. El peronismo de Córdoba, atento al core de las configuraciones identitarias y demandas de su electorado, fundó una nueva isla democrática: una democracia tecnocrática de mercado, alejado de los discursos y las concepciones nacionales y populares sobre las que el peronismo nacional suele edificar su proyecto político.
¿Cómo yuxtaponer este cuadro general con la realidad política actual y el posible triunfo del peronismo a nivel nacional? La figura de Alberto Fernández ha abierto un halo de expectativas en la política provincial. Expectativas mesuradas, con cierto grado de desconfianza. Efectivamente, la reconciliación de gran parte del electorado de Córdoba con el peronismo nacional no será una tarea sencilla. En este marco ¿Cuáles podrían ser los desafíos de una nueva administración de origen peronista con relación a Córdoba? ¿Podrá Alberto Fernández integrar a Córdoba en una narrativa nacional? El recorrido trazado sugiere algunas posibles líneas de trabajo.
En primer lugar, sería relevante que el gobierno nacional pueda instrumentar un set de políticas públicas en clave provincial y municipal, pensadas para abordar déficits de desarrollo local y regional. Un canal con recursos, una red de gestión, y una agenda de desarrollo que contemple la mirada subnacional. En segundo lugar, el gobierno nacional acertaría si prioriza los canales formales y las representaciones territoriales por sobre los intermediarios informales. Córdoba no ve con agrado las construcciones de poder impuestas exógenamente. Córdoba valora el reconocimiento de las realidades de poder producidas endógenamente. En tercer lugar, el gobierno nacional tiene el inmenso desafío de recrear en términos comunicacionales y de gestión un relato y una agenda de “modernización”, que opere suturando e integrando identidades federales dinámicas. Para enamorar a los cordobeses, el peronismo nacional deberá recrearse como una fuerza diversa y eficiente de modernización nacional. La tarea no es sencilla, pero es indispensable.
*Por Federico Zapata y Eduardo Perera para Panamá Revista.