El tiempo de la tierra: cinco años de la Feria Agroecológica de Córdoba
Un recorrido por el presente y el pasado del espacio que, cada sábado, puebla un rincón de Ciudad Universitaria para ofrecer verduras de estación, alimentos sanos, cosméticos naturales y plantas medicinales entre charlas, mates y espectáculos artísticos. Con alrededor de 60 productorxs de la agricultura familiar, esta experiencia llega a su quinto aniversario como un lugar de referencia para la soberanía alimentaria y la economía social.
Por Lucía Maina Waisman para La tinta
Llovía. Era un sábado 9 de noviembre de 2013 y llovía. Pero la organización ya estaba hecha y las huertas ya habían sido cosechadas. Así que lxs productorxs tomaron coraje y fueron llegando a ese sector de la Ciudad Universitaria conocido como “El bosquecito” para instalarse debajo de los árboles en unos 20 puestos, con sus productos listos para vender en aquella primera feria impulsada por un grupo de productorxs e instituciones para hacer crecer la agroecología en Córdoba. Poco a poco, la gente empezó a llegar y, en un par de horas, sorprendidxs, lxs puesterxs vieron que ya se habían quedado sin nada.
Cinco años después, acá estamos, con un sol de 30 grados que se estampa sobre la tierra seca y acompaña la intensidad del festejo de cumpleaños de la Feria Agroecológica de Córdoba. Unas 200 personas se meten entre los pasillos que forman los puestos de techos anaranjados, blancos, azules, mientras los trombones y trompetas del grupo Las Ninfas esparcen la celebración por el aire. Entre las lechugas, las mermeladas, las lentejas y los centenares de productos que se ven en la feria cada sábado, este 9 de noviembre hay, además, tortas con velas y bengalas, banderines, guirnaldas, una piñata y muchas, muchas sonrisas.
Cada uno de los alrededor de sesenta puestos que hoy conforman esta feria, pionera en la provincia y el país, esconden tierra detrás de sus productos: hectáreas de tierras sembradas y cultivadas que, cada sábado a la mañana, aterrizan con sus cosechas en la capital cordobesa. Tierras de Paravachasca, de Punilla, de Sierras Chicas, de la zona sur de la ciudad despliegan sus frutos de la mano de unas cien familias que ofrecen sus producciones.
Como el puesto de Vanesa, que ahora entrega maples de huevos a la gente que se acumula a su alrededor, con una remera verde que dice “Keep the wild” –conserva lo salvaje-. Ella, junto a su madre y su cuñada, son las que sostienen el emprendimiento Las Coloradas, una granja ubicada en Camino a San Carlos donde crían alrededor de 500 gallinas ponedoras y más de cien pollos, además de los frutales que usan para consumo personal. Esa cantidad, explica, es la que mantienen desde hace dos años, cuando empezaron a venir a la feria y pudieron asegurarse la venta de la producción que hacen cada semana.
Entre cliente y cliente, Vanesa me explica qué es, qué significa producir huevos y pollos agroecológicos:
—Un pollo parrillero que te venden en el súper está 45 o 50 días, y nosotros demoramos seis meses en criarlo, porque no le ponemos luz artificial, es luz natural. Si está nublado, está nublado; se tiene que adaptar el animal. Y una ponedora, si es industrial, te dura un año en jaula y las nuestras duran 4 años, es mucha la diferencia… porque están sueltos, comen verde.
Lxs primerxs pobladorxs
A espaldas de Vanesa, Marcos, con su gorra roja, levanta una regadera de plástico y empieza a tirar agua sobre unos cuarenta bolsones de verduras que hay alrededor del puesto de la Cooperativa San Carlos. Ellxs también trabajan en la zona sur de la ciudad; producen papa, cebolla, zanahoria y verdura de estación. Como llevan diez años trabajando desde la agroecología, fueron uno de los puestos que poblaron este lugar aquel primer día.
—En el campo nuestro, teníamos distintas situaciones, por ejemplo, de compañeros que han sufrido algún envenenamiento por la producción, han sido peones y, por cuestiones de salud, no podían tener contacto con venenos –dice Marcos para explicar cómo fue que decidieron apostar por la agroecología-. Luego, a través de una iniciativa de chicos egresados de la Facultad de Agronomía que estaban buscando productores para empezar a producir con esta alternativa, probamos nosotros.
Después de varios años de producir sin agroquímicos, decidieron buscar un lugar para vender a un precio justo:
—Nosotros necesitábamos un lugar donde comercializar lo producido, porque lo que se vendía era de boca en boca. Así que con la cooperativa empezamos a juntarnos con organizaciones como el INTA Prohuerta, la Universidad y se fueron sumando otros productores a la iniciativa y con eso arrancamos. Al principio, nosotros éramos los únicos verduleros y hoy vas a encontrar tres, cuatro puestos más, entonces se nota que creció mucho, en cantidad de productores y en gente que viene a consumir.
Del otro lado de la feria, a metros del edificio de la Facultad de Ciencias de la Comunicación de la UNC, está Iván, que interrumpe la venta de los fideos secos que produce para hablar de los orígenes de este espacio, incluso antes de aquel 9 de noviembre de 2013. Nombra, entonces, las experiencias que, desde 2011, varias organizaciones de productorxs ya realizaban con ferias que intentaban caminar hacia la agroecología, pero, sobre todo, hacia la autogestión y el trabajo sin patrón. Nombra también la lucha contra Monsanto en Malvinas Argentinas, que dio una alerta sobre la necesidad de buscar alternativas al modo de producir alimentos. Y también la conformación en paralelo de la Mesa de Agricultura Urbana, conformada por un grupo de productorxs y el INTA ProHuerta, la Secretaría de Agricultura Familiar, la Secretaría de Extensión Universitaria de la UNC, entre otras instituciones. Fue desde ese espacio, cuenta Iván, que decidieron hacer esta feria y abrir una convocatoria a productorxs agroecológicos:
—En un principio, las ferias se hacían dos sábados al mes y, alrededor de 2015, empezó a funcionar todos los sábados y a tener más autonomía de las instituciones. Entonces, se conforma una comisión de representantes de la asamblea de la Feria Agroecológica.
Florencia, productora de plantas medicinales de la localidad de Molinari, también estuvo en los orígenes de este proyecto que hoy mira a través del tiempo:
—Pasaron cinco años de un trabajo que es formidable, porque esta es la única feria de productores autoconvocados que tenemos una organización de asamblea horizontal, con lo cual la decisión las tomamos todos y generamos una regulación interna para garantizar que cada productor tenga conciencia agroecológica –dice Florencia.
La asamblea, cuentan lxs feriantes, construye protocolos que definen qué implica una producción agroecológica y las condiciones que, por tanto, deben respetar quienes participan. Desde allí, marcan también la diferencia con la producción orgánica porque, mientras que esta última se reduce a no usar agroquímicos, la agroecología contempla también una apuesta política por la economía social, el acceso a la tierra y la soberanía alimentaria.
—Yo estoy acá desde el primer día, me convocaron desde el INTA y estoy agradecidísima de esta feria, porque me ha hecho crecer muchísimo como emprendedora –cuenta Lourdes, con sus rulos cortos y rubios, y su tez blanca, en otro rincón de la feria-. Hoy, tengo un puesto de cosmética medicinal agroecológica y también tengo como 60 variedades de tinturas madres para uso medicinal.
Su mesa está cubierta con cremas antiarrugas, aceites corporales, shampoo, acondicionador, pasta de dientes, goteros. La mayoría de los productos están hechos a base de plantas que ella cosecha en una tierra de Alta Gracia. Sí, una crema antiarrugas también puede venir de la tierra. Aunque, a veces, además de sus plantas, Lourdes usa otros productos: la crema de caléndula, por ejemplo, se prepara con cera de abeja y aceite de oliva, que le compra a otros productores agroecológicos. Así que sus productos, dice, también están hechos del trabajo de sus compañeros.
De lombrices, mistoles y hojas de remolacha
Debajo de la sombra de unos árboles, Raúl está parado con sus lentes y su barba canosa tipo candado frente a un tacho de pintura que tiene restos de comida y le explica algo a un cliente. Un chico de remera azul con un casco de bici en la mano se le acerca y saca de una bolsa un tapper grande lleno de algo que solemos llamar basura.
—¿Ves? –le dice Raúl al cliente con el que conversaba-. Él es un consumidor que ha tomado conciencia: guarda todo lo que sea orgánico, todo, todo, y los sábados me trae.
Con todos esos restos y el trabajo de las lombrices, Raúl fabrica tierra, compost, humus, fertilizantes naturales que ahora reposan en bolsas negras para ser vendidos en su puesto de la feria.
—La lombricultura es, podría decirse, un arte de la cría de lombrices rojas –me explica-. Lo que uno tiene en el compost, en el humus, es vida microbiana, pero de distintas clases y en cantidades multimillonarias. Son verdaderas ciudades, gigantes, las que hay en un poquito así de humus. Eso no hay ninguna fórmula ni ingeniero químico que pueda crearlo: lo hace la lombriz sola, que equilibra los minerales y los nutrientes.
Durante años, Raúl hizo lombricultura solo para su jardín, hasta que, en 2013, lo invitaron a sumarse a la feria y, desde aquel momento, empezó a aprender sobre agroecología y a darse cuenta cuánto de esa forma de producir ya venía implementando.
—Es algo maravilloso: lo que hace la lombriz, lo que nosotros pudimos hacer al encontrarnos –dice uniendo sus manos en un circulo-. Porque acá no se trata de algo económico solamente, sino que hay una cuestión que hace a la relación entre la energía y la naturaleza: la agroecología es también una propuesta filosófica.
Camino hacia el otro lado de la feria y un chico de piel morocha y rulos afro me sonríe y me ofrece probar unas galletas hechas de avena, maní, azúcar mascabo, coco y canela. Me cuenta que es de Brasil, Porto Alegre, que allá conoció la agroecología. «Yo, antes, usaba más la palabra orgánico -dice con la voz nasal del portugués-, pero lo agroecológico es más amplio, está asociado también a la agricultura familiar y a cultivo de época. Es bueno comer las verduras de estación. Por ejemplo, ahora, ¿qué hay? Hay mucho zapallito, albahaca, repollo, papa, remolacha…».
—Holaaaa, ¿vos cómo te llamas? – lo interrumpe una señora con un sombrero blanco tipo playa y camisa de colores, mientras mira los productos del puesto.
—Douglas.
—¡Douglas! Yo quiero nada más que arrope.
—Arrope de mistol, es el único que tengo –dice el vendedor y le señala un frasco.
—¡Arrope es la fruta…? –duda la señora mientras mira el líquido negro y espeso.
—No, esto es arrope de mistol. Hay de algarrobo, chañar, tuna también. Los arropes lo hacían los sanavirones, los comechingones, que vivían en la parte más del chaco serrano, que es el que está en Córdoba. ¿Y qué hacían ellos? Cosechaban el fruto, en el verano, ponían como ollas de cerámica y dejaban el fruto hervir por mucho tiempo hasta que se ablandaba. Después, se enfriaba y hay que machacarlo con tus manos. Ese líquido lo tenés que agarrar como en una tela para que salga todo el jugo y ese jugo se hierve por muchas horas. A mí, para sacar tres frascos de esto, me llevó como 6 horas de fuego.
—¡Ah! ¿Esto está hecho con ese método que decís? -pregunta la mujer, todavía con el frasco en la mano.
—Sí, yo esto lo aprendí de un salteño que me enseñó –responde Douglas y la señora se decide a comprar el frasco más un par de galletas.
Acá, todo va y viene. De mano en mano. Desde y hacia la tierra. Por eso, en uno de los árboles de este lugar, desde hace cuatro años, los feriantes también celebran el día de la Pachamama, especialmente gracias a la guía y el conocimiento de Rosa, la madre de una familia de puesterxs venidxs de Bolivia.
—Todos los primeros de agosto hacemos la pacha, en aquel árbol… -me cuenta Mirta, la hija de Rosa, mientras desarma su puesto y acomoda cajones de verdura-. En Bolivia, se suele hacer en lugares donde produce la gente, en el campo. Y es el primero de agosto, porque ese día la tierra está descansando… con tanto que produce, que nos da. Entonces, ese día no se trabaja y se le ofrenda bebida, comida, cigarrillos, coca también.
Ahora, que es noviembre y sí se trabaja, Marianela ha instalado un tablón en el que ofrenda alimentos a la gente que se acerca. Es una actividad que cada tanto se repite en la feria: un grupo de personas se pone a cocinar y hacer preparados con alimentos desconocidos para la mayoría, como semillas o partes de las verduras que solemos destinar a la basura.
—¿Me das un poquito para probar? –pregunta una mujer que se acerca al tablón.
—¡Ay, sí! –dice Marianela y sirve en un vaso un líquido marrón, mientras le explica que es un licuado hecho de coco y algarroba.
Sobre la mesa, también hay varias hojas de remolacha. En esto de la agroecología, de aprovechar todas las partes, dice Marianela, con las hojas y los tallos de la remolacha que, a veces, se tiran, en realidad, podemos hacer tortillas, revueltos: hoy, las estamos usando para hacer licuado, con menta y manzana.
A su lado, tres chicas de veintipico conversan. Son clientas asiduas de la feria, estudiantes y egresadas de nutrición que vienen por la calidad del alimento que se ofrece acá y para apoyar, dicen, la producción local, segura y soberana.
—Además de todo eso, hay un ambiente re lindo siempre, es muy cálida la feria, es un evento hermoso para venir -dice una de ellas.
—Sí, yo, a veces, vengo aunque no tenga plata porque podés venir a tomar un mate con alguien, charlar con los productores y que te cuenten cómo producen los alimentos que venden.
Ya es el medio día y, como siempre, la música en vivo suena en la feria. Decenas de artistas han pasado en estos años por el escenario que, cada sábado, se arma sobre el piso, en el centro del espacio que forman los puestos. Ahora, cuentan los feriantes, ya no tienen que salir a buscar grupos: tienen agenda completa porque son los mismos artistas los que se acercan para pedir participar. También se acercan muchos investigadores, dicen, de Holanda, de Alemania, de Buenos Aires, que vienen a observar y conocer esta experiencia que se ha vuelto un punto de referencia de la agroecología y la soberanía alimentaria.
Un mercado local a sol y a sombra. Un hito político. Un mensaje filosófico. Una semilla de la que ya han brotado más de treinta ferias agroecológicas que, con sus particularidades, han seguido el ejemplo y se han conformado en otros pueblos y ciudades cordobesas. Un lugar de mates y encuentros. Un espacio donde florece el tiempo de la tierra.
* Por Lucía Maina Waisman para La tinta / Imágenes: Colectivo Manifiesto