Pueblo La Toma: originarixs en la ciudad

Pueblo La Toma: originarixs en la ciudad
2 mayo, 2018 por Redacción La tinta

La comunidad comechingona de barrio Alberdi reivindica su identidad: en medio del asfalto que cubre su territorio ancestral, sus integrantes defienden a la Pachamama, celebran al dios Sol y difunden el espíritu comunitario. El sábado 21 de abril organizaron un nuevo festival para reclamar a la Provincia que les devuelva la casona donde vivía uno de sus curacas y que alberga un algarrobo de más de 500 años. La música, la poesía, la pintura y el encuentro ocuparon la calle León Pinelo en el cierre de la Semana del Aborigen.

Por Lucía Maina para La tinta

El sol suelta sus últimos rayos sobre los banderines rojos y negros que cubren una cuadra de la calle León Pinelo. Unas setenta personas, que irán multiplicándose con la llegada de la noche, están sentadas sobre el cordón o el asfalto, mientras otras charlan paradas en algún rincón de la cuadra o sueltan algún paso de baile. Sus miradas se dirigen a una banda que comparte su música desde el escenario montado sobre la vereda, justo en la puerta de la casona que motiva el encuentro de este sábado 21 de abril. Con canciones, bailes, pintura y poesía, el festival que cierra la Semana del Aborigen en Córdoba señala y ocupa la casa que desde hace tiempo la comunidad comechingona del Pueblo La Toma reclama que le devuelvan.

“Grita mi copla envejecida, mezcla en dignidad y llanto. Voy queriendo emprender un amanecer milenario. Y canto. Canto con lo que queda de mi alma rota, pero canto”, recita un poeta frente a la fachada de la casa, con puertas altas de madera y una pared blanca que muestra sus ladrillos y evidencia la falta de revoque. Mientras suenan los aplausos y un nuevo poeta toma el micrófono para hablar del río, el monte y el viento, Lucas, uno de los organizadores del festival, nos guía al portón que está a la izquierda del escenario. Es el garaje de la casa y está abierto. “Pueden pasar”, nos dice.

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(Imagen: Colectivo Manifiesto)

A principios del 1900, en esta casa que hoy se encuentra abandonada, vivía el curaca Villafañe, representante de la comunidad originaria del territorio que hoy ocupa el barrio Alberdi y sus alrededores. “Curacas” es como el pueblo comechingón llama a los jefes y jefas de familia: cada grupo familiar tiene uno, que luego se junta con el resto para elegir al curaca mayor de toda la comunidad.

Según cuentan lxs descendientes y actuales integrantes del Pueblo La Toma, Villafañe prestó su propiedad en comodato al gobierno para que hiciera allí una posta policial, con la intención de darle más seguridad al barrio, y se fue a vivir a una casa que quedaba justo al frente. Años después, pasó a ser una comisaría y terminó quedando en manos del gobierno militar de 1976. “La dictadura militar dice que la expropió, pero para nosotros es una apropiación”, dicen desde la comunidad, que en los últimos años y junto a diversas agrupaciones y vecinxs empezó a exigir a la Provincia la devolución de la casa que hoy se encuentra deshabitada.

Es un pasillo ancho y largo, y la pared de la derecha está cubierta por murales. Al fondo solo se alcanza a ver un matorral de plantas. Corremos ramas, nos agachamos y aparecemos en el patio de la casona, que se parece mucho a la manera en que una imaginaría el patio de la historia. El centro está ocupado por el tronco enorme y arrugado de un algarrobo de más de 500 años, que se las ingenia para curvarse, bifurcarse y seguir creciendo por encima de las paredes, hasta triplicar su altura.

Atrás del tacu, como llaman lxs comechingonxs al algarrobo y que en su lengua significa “abuelo”, se escuchan voces y risas. Le damos la vuelta al árbol y vemos a un grupo de unas diez mujeres vestidas con polleras de aguayo, que se están haciendo trenzas, una a la otra. Cuando nos ven, algunas nos dicen entre risas que esperemos, que están en el camarín. Son del grupo Uchimar, una banda de sikuris que en un rato saldrá a tocar en el festival, junto a los más de diez grupos, entre bandas, poetas y artistas plásticos, que participan del evento.

Las raíces en la música

“Somos de muchos lugares, de distintas provincias y países y nos encontramos a través del sikus, tratando de reencontrarnos con la música ancestral y desde ahí viviendo comunitariamente, en círculo”, explica una de las chicas, después de que todas se hayan acomodado casi automáticamente en una ronda, a la que también se sumaron algunos varones del grupo, para conversar.

Cuándo les pregunto sobre su participación en la actividad del Pueblo La Toma, me dicen que se trata de unirse con otra causa que, en realidad, es la misma: “No olvidar de dónde venimos, de las raíces, y que eso siga vivo”.

— ¿Y cómo viven este recuperar lo originario en el medio de una ciudad como Córdoba? –les pregunto.
— Es re loco. Yo pienso que la gente que ve lo que estamos haciendo no entiende o lo siente muy lejano. Llegar a toda la gente de la ciudad con lo que estamos haciendo esta buenísimo, es una forma de llevar de vuelta al presente lo que somos –dice una de ellas.
— También el lugar donde ensayamos, El Grito en barrio Güemes o la Reserva San Martin o acá mismo, son como espacios de resistencia al desarrollo urbano, al avance de un modelo. Y por otro lado está este otro modelo, que son espacios culturales o de cuidado del ambiente, y en este caso se involucra toda una forma de ver la tierra, el territorio –responde otra de las mujeres mientras amamanta a su hijo, que estira una mano en el aire en gesto de disfrute.

A nuestro alrededor están las paredes derruidas de la casona. Lxs organizadorxs nos advirtieron que no se podía entrar más que al patio. Por los huecos donde deberían estar puertas y ventanas se llega a ver algo del interior: escombros, estructuras de metal, y escobas viejas.

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(Imagen: Colectivo Manifiesto)

Pasado y presente de un pueblo

Además de esta casona, la comunidad comechingona ocupaba también todas las manzanas que la rodean y se extendía incluso hasta la zona de Alta Gracia. “Pueblo de indios de La Toma” era de hecho el nombre con el que se conocía el territorio que fue bautizado como “Alberdi” en 1910, época en que la casa de Villafañe pasó a manos del gobierno.

Más de cien años después, Hugo Acevedo, tataranieto del último curaca de aquellas épocas, está parado en el portón de esa misma casa. Allí me lo encuentro, con su pelo largo y canoso que le cae por la espalda, sobre la camisa blanca que lleva puesta. Después de poner al fuego una olla con aceite en una hornalla apoyada sobre la vereda, acepta alejarse unos metros para conversar.

“Villafañe murió en 1930, clamando por el Pueblo de La Toma, porque el gobernador Juárez Celman ya había desarticulado todo lo que era el pueblo y a algunos les fueron dando terrenos en la cuadrícula que se hizo en lo que hoy es Alberdi y Alto Alberdi –me cuenta cuando le pregunto sobre los orígenes de la comunidad-. Mi familia vivía en la calle Comechingón y Deán Funes. Yo nací y me crie ahí”.

Mientras las chacareras suenan de fondo en el escenario, Hugo empieza a contar su historia, que parece resumir la historia de su pueblo.

—Yo me crié en una escuela católica, a pesar de ser de una familia pobre aborigen. Mi abuela me consiguió una beca para ir a las Escuelas Pías, allá en 24 de septiembre. Pasaba el tranvía dos por acá –dice señalando la calle León Pinelo, donde todavía se ven las vías-, lo tomaba en la esquina, cruzaba todo el centro, y me iba a la escuela todos los días. Ahí estuve 12 años y después abandoné el estudio. Pero siempre mi juego era hacer arcos, flechas, jugar a los indios. Entonces ¿qué pasaba? Que el indio estaba adentro. Y cuando llegaba el carnaval, a partir de los 10 años, yo me disfrazaba de indio y me iba acá, a la Plaza Jerónimo del Barco. Después, cuando tuve 17 años, eso ya cambió, porque al ver que los otros salían a bailar, con las chicas, los bailes, seguí en eso… Me casé, tuve hijos.
Y en 2007, 2008 reapareció la comunidad de Pueblo La Toma, con personería jurídica, todo; salieron en la televisión los siete curacas de la comunidad de ese momento. Entonces le digo a mi madre: “Mirá, algo tenemos que ver con esa gente. Yo tengo ganas de ir a hablar para saber, para ver que…”. Se para y me dice: “Si vos vas a hablar con esa gente, no me pises más acá”. Con los problemas de ella, la discriminación, el maltrato por ser aborigen, guardó su identidad y así pudo ser parte de esta sociedad. Por eso es que me mandó a una escuela católica y trató de resguardar mi identidad, para que no sufriera los daños que ella había sufrido. Pero bueno, mi madre murió en 2009 y a los seis meses empecé a buscar, hasta que en 2010 pude reconocerme y empezar a ser parte de la comunidad del Pueblo La Toma.

—¿Hay mucha gente que todavía vive en el barrio y se identifica como parte de la comunidad?
—Claro, es la que vive todavía. Ahora se van yendo, pero hay todavía. En el censo que se hizo en 2008/2009, había 500 y pico de personas que se identificaban como Camechingones del Pueblo La Toma.
—¿En este momento hay curacas?
—Si, la curaca es mi tía. Ella no viene a estas reuniones, a estas fiestas. ¿Por qué? Porque es una persona avanzada en edad y tiene problemas de salud, no quiere venir a esto, las emociones y todo esto no las puede dominar y se siente mal. Y el curaca mayor ha muerto el año pasado, que fue don Ramón Aguilar.

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(Imagen: Colectivo Manifiesto)

Volver a casa

Hugo me cuenta que ahora toda la energía de la comunidad está puesta en recuperar la casona. En 2016, presentaron al Gobierno de Córdoba una reseña histórica del lugar y desde ese momento han pasado por distintas dependencias del gobierno sin tener ninguna respuesta. Por eso ahora realizan encuentros y festivales en la casa, como una manera pacífica de reclamar. “Para nosotros es muy importante, porque la comunidad no tiene un espacio físico donde reunirse. Además, esta casona para nosotros sería reafirmar nuestra identidad como pueblo nación camechingón. Por eso es tan importante la devolución de la casona y del árbol que tenemos ahí, que es un símbolo de los aborígenes camechingones. Una vez que recuperemos la casa va a haber un cambio”, dice.

Mientras conversamos, el grupo de sikuris ha ocupado la calle con su música andina y ahora una mujer peruana, nacida en la zona del lago Titicaca, habla por el micrófono en su lengua materna, el aymara, ante un silencio absoluto del público. “Apoyamos a nuestros hermanos comechingones en la lucha para obtener la casona, bailando, en este caso, la danza de sikuris. Así que ¡tenemos que bailar todo el mundo!”, dice después en castellano, y se empiezan a escuchar gritos y arengas de lxs presentes. Mientras tanto, un grupo de artistas plásticos traza líneas de pintura sobre una tela colgada entre dos árboles, que poco a poco se irán transformando en un paisaje.

“Este festival es gracias a muchísima gente, sobre todo a la comunidad que sigue resistiendo pese a todo. Pero tiene que ver con el trabajo comunitario, que creo que es lo principal de la cosmovisión de los pueblos originarios: actuar en comunidad”, dice Débora, de la Coordinadora en apoyo a la comunidad del Pueblo La Toma. Este espacio se formó en los últimos años con distintas agrupaciones y personas que se sumaron al reclamo por la recuperación de la casona.

Vecinxs, estudiantes y docentes del Instituto de Culturas Aborígenes, la Casa del Pueblo Güemes y la propia comunidad comechingona, tanto de Alberdi como de otros lugares, entre otros espacios, se reunieron para recuperar la casa como lugar de encuentro y de identidad de la comunidad y del barrio. “Además, adentro esta el tacu que es un algarrobo de más de 500 años y también lo que se quiere es protegerlo de los avances inmobiliarios que está habiendo en Alberdi”, cuenta Débora.

Cada lunes a la tarde, integrantes de la comunidad y personas que la acompañan se juntan y comparten charlas, saberes e historias en la casona. Lucas, que también integra la coordinadora, me cuenta que algunas veces han venido vecinos que estuvieron en el lugar cuando era una comisaría; uno de ellos –dice- se acordaba que estuvo colgado de este mismo árbol en los años ´90. Según me cuentan, este pasado policial y militar es la causa de muchas cosas: del ritual que también se hace cada lunes para sahumar la casa; de que no se permita entrar a las habitaciones, por las energías que habría dentro; y también de que haya un cóndor en la pared de la entrada, mural que fue pintado hace poco bajo la creencia de que ayudaría a evitar que la policía siga viniendo, como lo hace cada tanto, a mirar qué pasa en el lugar.

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(Imagen: Colectivo Manifiesto)

Aborígenes urbanos

“No somos aborígenes rurales sino aborígenes urbanos”, me dice Hugo. Y agrega: “No hay otra vuelta… ya cambió todo. Entonces mientras estemos unidos nosotros, nos cuidemos entre nosotros, vamos a superar todo este malvivir que existe en esta sociedad capitalista”.

—¿Cómo comunidad urbana festejan también el Inti Raymi –año nuevo nativo- o el ritual de la Pachamama? –le pregunto.
—Ah, siii, siii. Se mantiene. Bueno, todos entendemos que la pacha es nuestra madre, es quien nos contiene. Porque sin la pacha… -dice Hugo y pone las palmas hacia arriba abriéndolas hacia los costados- no existiría nadie –agrega, y sus manos se dan vuelta con un movimiento brusco y seco, como si hubieran desaparecido a toda la humanidad-. La pacha nos brinda los alimentos, nos brinda todo, el agua, el oxigeno, lo que contiene en sí la tierra, con la ayuda del padre sol, que es el representante de la energía que hay en todas las galaxias, y las nubes y todas las cosas que hay y que todavía no hemos llegado a ver. Ahí está el dios de la energía. El día que nosotros dejemos de vivir horizontalmente y podamos dominar esa energía vertical, puede haber un cambio. Porque de otra manera vamos a ser lo que somos, manejados por el capitalismo.

—Pero acá, en la ciudad, es más difícil tener ese contacto con la naturaleza-le respondo.
—No, no. Yo no tengo problemas. Yo voy al patio de mi casa, y el día que quiero conectarme con ellos, con los ancestros, me conecto. Y con el sol, cuando hacemos la ceremonia, me dirijo a él y a la pacha… y a la luna. No sé si usted habrá visto que la luna, en su giro alrededor de la tierra, hace que se levante el mar, las mareas. Bueno, cuando gira nos hace una caricia –dice Hugo mientras cierra el puño abollando la servilleta de papel que tiene en una mano y hace girar la otra alrededor-, a nosotros también nos hace lo mismo que le hace al mar. Y hay algo de esa energía que nos hace bien a nosotros, por eso todo es en conjunto.
—¿Y cree que no es difícil sentir eso acá, en el centro de Córdoba?
—No. Por más que destruyan todas las cosas que eran de nuestros ancestros y construyan torres, no van a poder. La ambición del dinero, la plata no tiene valor. Dese cuenta que nuestros ancestros vivían amasando a la pacha: hacían las casas, la olla para comer, la pacha les daba todo. Y vinieron los españoles, invadieron, y trajeron, según dicen, la civilización. Yo no le veo nada bueno a esta civilización.

En el escenario, los bailes folclóricos y andinos dan paso a bandas más rockeras. Una chica de pelo rapado a un costado canta y toca la guitarra eléctrica. Más tarde, una mujer rubia y grandota toma el micrófono y se presenta: “Somos la banda Fuerza y pezón y estamos acá con todos nuestros ovarios”.

“Estamos viviendo una revolución. Y a la revolución la estamos haciendo las mujeres”, agrega entre algunos acordes y varios aplausos. Mientras tanto, Hugo va y vuelve a la olla con aceite, donde cocina empanadas fritas de carne que va repartiendo con servilletas de papel, entre un público sorprendido de que, en pleno asfalto, no se le cobre el alimento.

 

* Por Lucía Maina para La tinta / Imágenes Colectivo Manifiesto.

Palabras claves: Comechingón, Pueblo de la Toma

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