El marxismo como constelación (parte I)

El marxismo como constelación (parte I)
11 abril, 2018 por Redacción La tinta

A 200 años del nacimiento de Karl Marx, compartimos la primera parte del Epílogo escrito por Hernán Ouviña para el libro «Marx populi», de Miguel Mazzeo. Este viernes 13 de abril, el libro se presenta en Buenos Aires en el Centro Cultural Gran Sur.

Por Hernán Ouviña para La tinta

Tradiciones heterodoxas

Este libro nos habla de un crisol de tradiciones que es preciso no santificar ni concebir como recetas, sino ante todo recrear y cepillar a contrapelo desde nuestro presente militante. Miguel nos convida generosamente con cada una de ellas, aquellos retazos más subversivos y heterodoxos, con el propósito de amalgamar de manera certera conocimiento y transformación de la realidad, en plena sintonía con la célebre Tesis XI. Ya lo dijo el amauta José Carlos Mariátegui, maestro que -al igual que Mazzeo– supo meter toda su sangre en sus ideas, y de quien aprendimos que el socialismo no puede ser en Nuestra América ni calco ni copia, sino una creación heroica de los pueblos: “Los verdaderos revolucionarios, no proceden nunca como si la historia empezará con ellos. Saben que representan fuerzas históricas, cuya realidad no les permite complacerse con la ultraísta ilusión verbal de inaugurar todas las cosas”.

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Marx, Lenin, Rosa, Mariátegui, Gramsci o el Che, por citar sólo algunos nombres, pero también -sobre todo- la Comuna de París, la revolución rusa, los soviets, la proletkult, el espartaquismo, los consejos obreros, el bienio rojo, los comités de fábrica, las comunas campesinas, la revolución cubana, las comisiones internas y el clasismo, la guerra de guerrillas, el trabajo voluntario, la creación de la mujer y el hombre nuevos. Más aún: los palenques, cabildos, mambices, cumbes y quilombos, gestados tempranamente en estas tierras por cimarrones, indígenas, mulatos, negras, zambos, prostitutas y fugitivos de la ley, como zonas de resistencia y autoafirmación frente avance del capitalismo colonial. Tradiciones revolucionarias tan diversas como los colores que componen a la wiphala; historias subterráneas que aún no son todavía Historia, sino instantes de peligro que relampaguean al calor de la revitalización de la memoria popular-comunitaria y de las luchas emancipatorias ensayadas por nuestros pueblos en su invisible pero persistente andar cotidiano. 

“¿Cómo es posible pensar el presente, y un presente bien determinado, con un pensamiento trabajado por problemas de un pasado remoto y superado?”, escribió Gramsci en clave autocrítica desde su celda en pleno fascismo. Esta pregunta, creemos, nos interpela de manera radical a quienes seguimos empeñados/as en reivindicar al socialismo en tanto alternativa civilizatoria, frente a la barbarie que nos pretende imponer como modo de vida el sistema capitalista, en un contexto regional y mundial signado por una correlación de fuerzas por demás adversa, que involucra violentas transformaciones y crisis no menos intensas. ¿Qué herramientas teórico-prácticas resultan entonces vigentes para gestar nuevas apuestas militantes en la coyuntura actual? ¿Cómo combatir de manera certera al capitalismo, sin ser subsumidos/as por sus lógicas y entramados de domesticación?, son dos interrogantes que atraviesan en filigrana las páginas de este libro, desde la inquietud de quien insiste en considerar al marxismo un proyecto ético-político para la crítica despiadada de todo lo existente.

Marx, un marginal cabecita negra

Hace dos siglos nacía en Tréveris la persona cuyo apellido dará involuntariamente nombre a aquella frondosa tradición de revoluciones ensayadas durante el siglo XX. En 1818 buena parte de lo que hoy es Argentina estaba poblada por pueblos indígenas, y la geografía que actualmente corresponde a la ciudad de Buenos Aires tenía más de un 30% de negros entre sus habitantes. Por supuesto, las fronteras que ahora dividen a los países que integran América Latina, eran un sueño idílico imposible aún siquiera de imaginar. La ajetreada y trashumante vida de Marx, desde ese entonces, coincidió en términos epocales con la lenta y tortuosa construcción del Estado argentino, así como sus últimos años fueron contemporáneos al exterminio de millones de indígenas y afrodescendientes que, en toda la región, resistieron de mil maneras a lo que el zapatismo supo llamar las cuatro ruedas del capitalismo: explotación, desprecio, represión y despojo. En particular, en el sur de nuestro continente se vivieron las mal llamadas “Conquista del Desierto” y “Pacificación de la Araucanía”, eufemismos para denominar al proceso de acumulación originaria y etnocidio de pueblos enteros que, como el mapuche, no pudieron ser doblegados durante siglos por el colonialismo español ni por las élites criollas.


El mundo en el que nació y vivió Marx nos resulta, en principio, muy diferente al actual. No obstante, como bien reseña Mazzeo, ciertas dinámicas de expoliación, violencia y dominio brutal sobre poblaciones y territorios, han resultado ser rasgos invariantes del capitalismo.


Desde su muerte en 1883, el retrato de un Marx luciendo una pulcra levita, de barba tupida y de tez y pelos blancos, ha recorrido el mundo, a pesar de que -según las malas lenguas- en sus últimos momentos de vida al parecer se había recortado la barba, y nunca fue tan blanquito ni de pose académica como pretendieron mostrarlo en los daguerrotipos y bocetos de la época. Nobleza obliga: será el maoísmo quien, en la segunda mitad del siglo XX, ajuste cuentas con la mirada hegemónica y colonial acerca de Marx, y coloque en las primeras páginas de sus obras en lenguas extranjeras, un retrato más fidedigno y acorde de nuestro querido barbudo, esta vez cobrizo, mucho más cercano a su color original. Sí, más negro de lo pensado; al fin y al cabo, por algo le decían el moro.

Hoy sabemos que su obra fue también más oscura de lo que la pintaron, y no resultó tan completa y coherente como intentaron demostrar sus supuestos herederos. Marx jamás pudo ingresar como profesor a Universidad alguna (por suerte, agregaríamos), y siempre se vio obligado a sobrevivir a expensas de amigos y familiares, que le garantizaron un ingreso mensual para solventar su precaria situación económica y habitacional. Lector insomne y escritor infernal casi sin recursos, acosado por dolores corporales extremos, las tabernas y bibliotecas públicas fueron su oficina permanente, así como las discusiones y las epístolas políglotas con activistas exiliados, dirigentes sindicales y militantes de organizaciones revolucionarias ilegales, resultaron un insumo fundamental para sus reflexiones teóricas y sus conjeturas políticas, volcadas en miles de páginas de borradores y cuadernos de notas.

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Ilustración: Martín Malamud

Es conocido que, en sus últimos años de vida, ante la consulta de si pensaba publicar sus obras completas, respondió en forma irónica que debían “esperar a que las escriba”. Frente a estos sospechosos custodios de su legado intelectual, solía afirmar también que no era marxista. Y a contrapelo de los intentos de edificar un sistema acabado, la totalidad de su obra tuvo por propósito la crítica militante desde la apertura y el carácter provisional e inacabado de sus categorías y elucubraciones, algo que se deja traslucir en muchos de los títulos de sus libros y artículos póstumos. Marx fue, además, un moro migrante, desterrado y perseguido político, un internacionalista que no reconocía fronteras estatales ni nacionalidad alguna. Precisamente este Marx, cabecita negra, tozudo activista e indisciplinado escritor desde los márgenes, es el que nos convoca a revisitar y traer al presente Miguel Mazzeo en las páginas de este hermoso libro.

Un Marx viejito y a la vez vitalmente juvenil, que prestará cada vez mayor atención a lo acontecido en la periferia capitalista. Será en esos intersticios del sistema, allí donde el capital no había aún penetrado de manera intensa y generalizada, en los territorios “arcaicos” de lo que mucho más tarde se denominará el Tercer Mundo, donde Marx cifre sus últimas esperanzas de subversión del orden dominante. He aquí un Marx que algunos han denominado tardío, un otro Marx, desconocido, opacado por el “científico” de la biblioteca del Museo Británico, por el estudioso de la Economía Política inglesa y por el filósofo emparentado con el sistema hegeliano y su despliegue del espíritu absoluto.

De manera cíclica, al final de su vida Marx parece volver a sus orígenes, indagando en aquellas formas comunitarias de producción y sociabilidad que son amenazadas por la “modernización” capitalista, algunas de las cuales conoció en detalle durante su etapa juvenil y llegó a plasmar en diversos artículos periodísticos, como los referidos al “robo” de leña y a la opresión sufrida por parte del campesinado de Renania y Mosela. Pero ahora ya no viéndolas como resabios perniciosos de un pasado a desterrar, sino en tanto potencialidad que podía cobijar, en su seno, gérmenes de socialismo que permitieran saltar etapas y evitar las penurias por las que transitó la industrializada Inglaterra “chorreando sangre por cada uno de sus poros”.

Sin embargo, a pesar de la originalidad de sus planteos, este Marx anti-progresista que rompe con la linealidad histórica, resultó incomprendido o, cuanto menos, poco leído en su época (y hay que decirlo: también en las posteriores). Fueron grupos y revolucionarios/as marginales quienes prestaron oído y convidaron a Marx una mirada distante del eurocentrismo, que lo llevó a reformular sus hipótesis y conjeturas primigenias. Nacionalistas irlandeses, populistas rusos, comunidades y pueblos “sin historia”, militantes utópicos y clandestinos de regiones olvidadas, con temporalidades discordantes y escaso nivel de “desarrollo” de sus fuerzas productivas, que pretendían aprovechar el privilegio del atraso para ensayar proyectos liberadores a fuerza de voluntarismo y osadía, en diálogo fecundo -contemporáneo o diferido- con un Marx azorado que busca aprender de -e interpretar a- esas realidades “anómalas” al final de sus días.

El derrotero de este Marx que baraja y da de nuevo, curiosamente, será el mismo que el del viejo Lenin, quien también en sus últimos años de vida reniega del dogmatismo y confía en las perspectivas del socialismo en realidades ajenas a Europa occidental (poniendo el foco en los llamados pueblos de Oriente, en particular en China y la India), más que en la supuesta “misión histórica” del proletariado de países industrializados como Alemania o Inglaterra. Será el campesinado, las comunidades indígenas y los desposeídos de aquellas pobladas periferias urbanas y rurales del sur global quienes puedan encarnar, al decir del líder bolchevique, un nuevo (o viejísimo y renovado) movimiento emancipatorio. De acuerdo a la señera lectura de Miguel, aquel Marx marginal y este Lenin oriental, al igual que Gramsci y el Che, apuestan a hacer de las anomalías acontecidas en los eslabones débiles y territorios “subdesarrollados”, una regla de futuras revoluciones socialistas triunfantes, por lo que resultan más vigentes que nunca.

Ni Marx ni menos que recrear nuestra herencia

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Ilustración: Martín Malamud

El Marx que retrata y revitaliza Mazzeo no es un Marx endiosado, sino bien mundano y terrenal, muy de carne y hueso. Un Marx compañero, para apelar a la caracterización de Aldo Casas que sirvió de disparador para la primera versión de este libro. O mejor aún: un Marx cumpa, de los nuestros, tal vez el mejor, el más urgente en estos días de desarme teórico y desorientación práctica. Miguel no intenta revivir a ningún “pastor con báculo”, tal como supo denunciar aquel joven Gramsci que interpretó al proceso vivido en Rusia como una revolución contra El Capital, ni tampoco hace empatía con los glosadores seriales que tienen por afición recordar y transcribir sus citas como quien recita el talmud, siempre con la manía de ejercitar el contorsionismo intelectual en pos de justificar sus desplantes y agachadas políticas.

Podría decirse que, en este libro, más que de una persona (o un grupo de personas), se habla de una herencia tal como la definió hace 25 años Jacques Derrida: en tanto reafirmación de aquello que “viene antes de nosotros”, algo que no se escoge, sino que se asume. Miguel nos sugiere que la mejor manera de ser (in)fieles a aquella herencia marxista es traicionándola, en el sentido gramsciano de traducirla (“traduttore, traditore”, reza un refrán popular italiano), es decir, de generar un “tránsito hacia” algo novedoso y herético, de actualizarla en tanto tradición, lo cual implica no recibirla de manera pasiva e inmutable. Por el contrario, debemos ser capaces de ultrajar esa herencia, de estudiarla sin veneraciones e ir evocando en paralelo aquellas emociones que nos despierten otras lecturas e interrogantes. Y sin desmerecer esa “misteriosa lealtad” ante los clásicos de la que nos hablaba Borges, junto a Ezequiel Martinez Estrada cabe afirmar que debemos ejercitar una delicada forma de adulterio al leer.

Esta herencia es un espectro que, sin duda, incomoda a los poderes dominantes, pero que también despierta sospechas en las izquierdas anquilosadas que continúan empeñadas en “aplicar” el marxismo, sin percatarse de que como bien nos propone Mazzeo, es preciso auscultar sus sentidos desde nuestro presente histórico, a partir de una lectura desacralizada del propio Marx, que hurgue en sus recovecos y márgenes, haga de la irreverencia y la indisciplina un modus vivendi, e indague y descifre papeles mojados, cuadernos de apuntes olvidados, epístolas jamás recibidas, tachaduras y agregados a destiempo, temores, interrupciones, balbuceos e incertidumbres que nunca llegaron a plasmarse en escritos ni en libros definitivos, pero podemos exhumar entre líneas o descifrar cual notas en tinta limón.


Un Marx que cabalga la contradicción a la par que ejercita una pedagogía de la pregunta, que despliega y confronta categorías sin ánimo alguno de clausura, al tiempo que piensa el compromiso y compromete el pensamiento sin concesiones, teniendo siempre como columna vertebral a la praxis revolucionaria.


No es éste, por lo tanto, un libro acerca del marxismo. Miguel nos convoca a rechazarlo como “objeto de estudio” e incluso “guía para la acción”. Se trata, por el contrario, de un ensayo desde la inmanencia, a partir de un vínculo apasionado y de interioridad extrema con él. En primer lugar, porque cepilla a contrapelo y reconstruye sus hipótesis e interpretaciones con osadía. No recita ni transcribe fragmentos que legitimen su posición ni su carácter “científico”, sino que, ante todo, habilita horizontes posibles de manera desembozada, en diálogo con una pléyade de tradiciones, experiencias de autodeterminación y corrientes contestatarias, pasadas y contemporáneas, que han sido opacadas por el marxismo hegemónico durante el siglo XX, a la vez que ejercita la crítica y autocrítica sin corrección política alguna. Quizás porque como se deja traslucir en las páginas de este libro, de eso se trata arriesgarse a ser marxista hoy. O mejor aún, para apelar a una provocativa categoría de Rodolfo Kusch: de eso se trata el hedor de estar siendo marxista en nuestro tiempo histórico. Sí, un marxismo hediondo y abigarrado.

> Leé la segunda parte de este epílogo haciendo click acá.

*Por Hernán Ouviña para La tinta.

Marx Populi, de Miguel Mazzeo, con ilustraciones de Martín Malamud, Editorial El Colectivo y Fundación Editorial El Perro y la Rana. Presentación: viernes 13 de abril en el Centro Cultural Gran Sur (Boedo 1993, Buenos Aires). Acompañarán a los autores Mabel Thwaites Rey, Hernán Ouviña y Aldo Casas.

Palabras claves: Carlos Marx, marxismo, Miguel Mazzeo

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