Pensar la práctica, practicar el pensamiento
Pablo Aranda, profesor y licenciado en letras, afirma que la educación debe expresar prácticas concretas en pos de un futuro con mayor justicia. Antes de llenar de saber los ámbitos de aprendizaje, se deben crear las condiciones de aprendizaje.
En las aulas de una escuela secundaria de la localidad de Santa Rosa de Calchines, del departamento Garay de la provincia de Santa Fe, en los tres 2° años, cerca de 90 chicos y chicas entre 14 y 15 años, me ocurre lo siguiente.
Propongo a mis alumnos y alumnas –luego de la corrección de las evaluaciones y la devolución de las mismas– que aquellos que han obtenido una nota superior a 6 (seis) puedan elegir como opción dar puntos a sus compañeros que no han aprobado. Los chicos que han superado el 6 deciden entre amigos y compañeras más cercanos colaborar con la calificación del resto.
Práctica habitual entre los adultos: ver y solucionar una problemática solamente si ocurre a mí alrededor. Pero en un grupo en particular sucede, para mi agradable sorpresa, una organización colectiva. Nadie queda sin llegar al 6. Al finalizar la clase una alumna, Lucila, se acerca y me dice: “Esto es educar el corazón”. Por eso escribo.
«Una educación que exprese un profundo respeto por el sujeto de la educación, sin olvidar que el educando porta un derecho y, a su vez (o por eso mismo) la educación debe estar atravesada por un fuerte componente de ternura»
Escribir para pensar y seguir pensando el acto de educar, para poner en crisis nuestras prácticas, para ser más en el concepto de Paulo Freire. Para ello tenemos que experimentar y entender la educación como la acción transformadora de/en la realidad para hacer de ella un espacio humano. Por eso escribir nuestras clases es reflexionar sobre lo que hacemos y dejamos de hacer.
En este tiempo signado por las ofertas del individualismo y del pensamiento único como sentido común, como colmena que cancela todas las diferencias, es necesario volver a preguntarnos ¿qué educación queremos construir? ¿qué prácticas llevamos adelante? ¿qué futuro, qué orden humano pretendemos? En principio, una educación que exprese un profundo respeto por el sujeto de la educación, sin olvidar que el educando porta un derecho y, a su vez (o por eso mismo) la educación debe estar atravesada por un fuerte componente de ternura.
Lo anterior nos obliga a pensar las dos dimensiones que comprende el acto educativo: la dimensión pedagógica y la dimensión política.
Sistemáticamente han intentado divorciarlas. Nosotros, como educadores, debemos ser la expresión de que ese proyecto es inútil. Porque restringir lo político del ámbito de lo educativo es también desentender que la educación es la más poderosa herramienta de igualdad y, por ende, de transformación. Los educadores sabemos que la realidad está ahí no para padecerla, sino para ser modificada. La no política, la supuesta neutralidad es la no distribución de lo colectivo. Educar es la actividad humana que –desde las diferencias y no sin ellas– enlaza la transmisión del pasado y la preparación del futuro.
La educación debe expresar prácticas educativas concretas en pos de un futuro con mayor justicia. Más que llenar de saber los ámbitos de aprendizaje, debemos crear las condiciones de aprendizaje.
Al discurso de una educación pesimista, determinista y excluyente le oponemos una educación desde el corazón con plena conciencia de su vocación transformadora.
De esta manera, educar no será ya, para nosotros, rendimiento del saber, sino experiencia del saber donde la centralidad esté puesta en los alumnos y alumnas. Porque educar es inventar constantemente el continente de producción en el que puedan quedar comprendidos educador, alumno y saber. Debemos generar en nuestras clases espacios de interpretación mutua, de encuentro entre educadores y alumnos. Frente a los discursos y las prácticas educativas de la imposibilidad, debemos proponer un espacio dialógico para promover acciones emancipadoras. Por todo lo dicho, entendemos que experimentar el pensamiento en nuestras clases es demandar de nosotros cierta obligada creatividad e imaginación.
Es decir, una imaginación responsable, ya que “al imaginar alguna cosa lo hacemos condicionados precisamente por la falta de lo concreto” (Freire, 1993: 93). Para ello, nuestras clases deben ser espacios de pensamiento para lograr un saber más poderoso que el conocimiento. Un saber-sentir.
*Pablo Aranda, para La Tecla Eñe
Bibliografía consultada
FREIRE, P., (2014) [1993] Cartas a quien pretende enseñar, Buenos Aires, Siglo Veintiuno Editores. (2014) [1970] Pedagogía del oprimido, Buenos Aires, Siglo Veintiuno Editores.