Deuda y Ecología: de desconexiones en la aldea global
La gran paradoja de nuestro tiempo es que, mientras las tecnologías nos conectan a todos con todas, nada parece tener conexión con nada: tiempo y espacio, pasado y presente, campo y ciudad, consumo y producción, Norte y Sur, deuda y ecología son paralelas que nunca se tocan en el trazado publicitario de la aldea global. Por Lucía Maina Waisman.
Marshall Mc Luhan profetizaba hace ya medio siglo que los seres humanos nos desplazábamos de recolectores de alimentos a recolectores de información. Lo que no decía es que en nuestras cestas olvidaríamos recoger los datos sobre el origen de los productos que nos alimentan y sobre el destino de los alimentos que producimos. En nuestro tiempo de cosechas virtuales, el lugar de origen ha pasado a ser un objeto más en la casa de antigüedades que ya nadie visita: mercaderías y personas made in ninguna parte son desparramadas continuamente por las autopistas del planeta para reponer los estantes que devoran nuestros consumos.
Pero los lugares siguen allí, y hasta Wall Street tiene un origen: «la calle del muro» empezó a llamarse así después de que los colonos holandeses construyeron en esa zona de la actual Nueva York una pared para proteger a sus vacas de los pueblos originarios de la región. Allí celebraron un tratado con los nativos para comprarles por 24 dólares y algunas baratijas los terrenos en donde hoy circulan los billones que digitan naciones.
I. Historias de hospitales y supermercados
Alberto se sienta en su departamento a comer unos chorizos de cerdo recién comprados en un supermercado del barrio de Poble Sec de la ciudad de Barcelona, Cataluña. Enciende la televisión. «El Congreso argentino le dio media sanción al pago a los fondos buitre”, dice la voz brillante de la locutora mientras él se lleva el primer bocado al estómago.
María se sienta en la sala de espera de un hospital de la ciudad de Córdoba, Argentina, mientras su hija Victoria, de un año y medio, es operada por quinta vez de una malformación en el cráneo. La llaman desde un consultorio. “Su hija ha fallecido”, dice la voz apagada del médico mientras ella siente como se le abre un hueco en el estómago.
María vive en Idiazábal, un pequeño pueblo enclavado en algunas de las 24 millones de hectáreas de Argentina cultivadas con transgénicos, que son rociadas con más de 300 millones de litros de pesticidas cada año [1]. La muerte de su hija no es un caso aislado: las malformaciones, junto con los abortos espontáneos y el cáncer, son cada vez más frecuentes entre los vecinos y vecinas de zonas fumigadas.
Las fumigaciones, en su tierra, se realizan para producir soja transgénica, que luego se exporta para alimentar a los cerdos de Europa y China. Otra parte va a alimentar a los coches de esas mismas regiones, transformada en lo que algunos llaman “bio” combustibles y otros llamamos agrocombustibles.
Las vacas son de los pocos animales que todavía abundan en la región de María, desde que el avance del monocultivo de soja ha barrido con los bosques y condenado a los animales silvestres a morir de hambre o intoxicación. Algo parecido pasó con los campesinos. Son pocas las familias que aún viven en el desierto verde soja de La Pampa; el resto ha sido desalojado de su tierra, o se la ha vendido a algún terrateniente porque ya no podía vivir de lo que producía. Los terratenientes también son cada vez menos: ya en el año 2010, más de la mitad de la producción de soja en el país estuvo controlada por el 3% de los productores [2].
En los últimos veinte años, y especialmente después de la crisis económica de 2001, la soja transgénica se ha expandido por territorio argentino al ritmo que dictaban los precios del comercio internacional, hasta transformarse en el principal producto de exportación. Con parte del dinero que da el oro verde, el Estado paga el sistema de salud que recibió a la hija de María y los subsidios de las familias campesinas que han pasado a engrosar la pobreza de las ciudades, aunque una buena cantidad de las ganancias también es exportada a través del pago de la deuda externa.
“Es una inmoralidad que en la Argentina haya hambre y pobreza”, decía a la prensa el presidente de la Sociedad Rural Argentina en 2014. Una de las grandes corporaciones agrarias que ha impulsado la expansión de los transgénicos se indignaba con el gobierno de los Kirchner porque dos millones de argentinos pasan hambre en un país que produce, decía, alimentos para 400 millones de personas [3]. Alimentos que van a parar a los autos de los países industrializados y al estómago del cerdo que ahora se come Alberto.
Alberto vive en la capital de Cataluña, la principal región productora de cerdos de España, que en los últimos años se ha ubicado a su vez como el primer estado de la Unión Europea que importa soja transgénica de Argentina [4]. A los ganaderos españoles el pienso sudamericano les sale mucho más barato que el que venden los campesinos de su tierra, que también son cada vez menos por la poca rentabilidad de la producción. Hoy, en Cataluña, hay más cerdos que personas, y la gran cantidad de excrementos que generan los animales ha llegado a contaminar casi la mitad de los acuíferos de la región [5]. Por eso, en varias épocas del año, los habitantes de algunos pueblos no pueden acceder al agua corriente.
El cerdo que come Alberto ha sido destinado a consumo interno; junto a muchos otros, ha pasado a engrosar los estantes de embutidos que sostienen la fama gastronómica de Barcelona y los platos que reclaman turistas de todo el mundo. Pero en los últimos veinte años, los cerdos que se quedan en Cataluña son cada vez menos. Desde que la crisis económica de 2008 ha ubicado a España en el Sur de la economía del Norte, la carne producida en el país también se ha transformado en producto de exportación. Hoy, la mitad de los cerdos catalanes van a parar al estómago de habitantes de otros países, en su mayoría de Europa [6].
II. Las deudas invisibles
Aunque las marías no conozcan a los albertos, ni los albertos a las marías, ambos son extras en el teatro de la aldea global.
A unos puede tocarles comer en el primer acto de las ciudades lujosas del Norte y a otras, gestar su embarazo en el último acto de las tierras desnutridas del Sur, pero entre los dos hay una trama de deudas que los conecta.
Podría decirse que la deuda más antigua comenzó hace cinco siglos, cuando el oro de América pasó a decorar las cortes europeas a cambio de civilizar a los pueblos del Nuevo Mundo, que nunca pidieron ser civilizados. Pero como en aquellas épocas no había ningún banco que reclamara su devolución, el oro se quedó del otro lado del Atlántico. Algo parecido pasó con Asia y África, que tampoco tenían bancos cuando la revolución industrial comenzó a comerse sus materias primas dos siglos atrás, y nunca recibieron en sus cajas fuertes el valor de sus exportaciones.
La colonización ya es cosa del pasado, demasiado lejano para la actual dictadura de la novedad. Lo cierto es que esa geografía rasgada por una deuda histórica e invisible fue la que dictó las condiciones de un comercio mundial que se volvería cada vez más desigual. Como explica el economista Arcadi Oliveres, el desarrollo económico de los países del tercer mundo es inseparable de unas relaciones de intercambio desfavorables. Las capacidades negociadoras de los vendedores del Sur son menores que las de los compradores del Norte; los primeros se ven obligados a vender baratas sus exportaciones y comprar caras las importaciones del primer mundo. Y este desequilibro en su balanza comercial empuja a los países empobrecidos a endeudarse [7].
En ese escenario nace la deuda externa, la más famosa de esta historia, alimentada no solo por las condiciones de un comercio desigual, sino también por los enormes gastos que los países del tercer mundo realizan para favorecer a grupos privilegiados de su territorio. Un papel no menor le toca también a las numerosas compañías transnacionales establecidas en el Sur, que con su presencia hacen crecer la deuda a través de sus exportaciones e importaciones y de la salida de divisas, que van a parar a sus países de origen en forma de salarios, pagos de intereses, abono de patentes y licencias [8].
El porcentaje que los países empobrecidos debían a estados del primer mundo disminuyó a medida que crecía la deuda con bancos, compañías de seguros, fondos de inversión y pensiones, etc. Según datos del Banco Mundial, para el año 2001 casi el 60% del total de la deuda externa de los países empobrecidos correspondía al sector privado.
Durante las últimas cuatro décadas, el crecimiento acelerado de la deuda externa terminó condenando a los países del Sur a exportar cada vez más recursos e importar cada vez más pobreza. El principio de ese crecimiento ocurrió cuando los petrodólares llevaron a bancos privados y organismos financieros internacionales a ofrecer créditos con bajos intereses y largos periodos de amortización a varios países empobrecidos.
Una vez más, los espejitos de colores terminarían saliendo más caros de lo que parecía y la deuda externa se transformó poco a poco en una deuda eterna. Según un documento de la red Jubileo Sur, para el año 2000, los países del tercer mundo ya habían pagado seis veces el monto de la deuda inicial de 1980, y sin embargo, los acreedores pretendían que aún se les debía algo más de dos billones de dólares.
Los estados del tercer mundo, siempre bajo la regla inviolable de comprar caro y vender barato, se vieron desde entonces obligados a exportar cada vez más para seguir pagando al Norte los intereses y amortizaciones de las deudas pendientes. Es decir: la soja sembrada en las tierras de María sería cada vez más, pero el dinero que dejaría para la población sería cada vez menos [9].
Pero la riqueza generada por los commodities del Sur también fue cada vez menos a pagar el bienestar de Alberto, ya que el porcentaje que los países empobrecidos debían a estados del primer mundo disminuyó a medida que crecía la deuda con bancos, compañías de seguros, fondos de inversión y pensiones, etc. Según datos del Banco Mundial, para el año 2001 casi el 60% del total de la deuda externa de los países empobrecidos correspondía al sector privado. Los acreedores cambiaron al ritmo de la globalización: menos para el Estado, más para el mercado.
Hoy, los países del Sur deben depredar cada vez más su territorio para tener excedentes que exportar y pagar con ellos lo que todavía deben. El problema, como apunta el economista Joan Martínez Alier, es que se paga con tierra, agua, minerales y bosques que no crecen al mismo ritmo que los intereses de la deuda o que incluso, en el caso de los recursos no renovables, no vuelven a crecer en absoluto [10]. La deuda externa alimenta así el crecimiento de otra deuda invisible del Norte con el Sur: la deuda ecológica.
Deuda ecológica es el nombre con el que movimientos sociales de Sudamérica, y luego un variado grupo de académicos, bautizaron a principios de la década del ´90 un compromiso que lleva largo tiempo acumulándose en las sombras del comercio internacional. La misma abarca todos los costos sociales y ambientales que hasta ahora no han sido incluidos en el precio que los países industrializados pagan por las exportaciones baratas del Sur, y todos los servicios ambientales gratuitos que el tercer mundo le brinda al primer mundo [11].
Esta deuda incluiría, por ejemplo, los costos que Alberto no pagó en el precio de aquel cerdo por el desmonte, la contaminación y la erosión de suelos que rodea al pueblo argentino de Idiazábal; todos ellos desequilibrios ambientales necesarios para producir la soja que alimentó ese trozo de carne, que a su vez influyeron en la inundación que en febrero de 2015 dejó a esa localidad entera bajo el agua y obligó a evacuar a María y a todos sus vecinos.
“Los países pobres –explican desde la ONG Veterinarios Sin Fronteras- no son los mayores causantes de la crisis ambiental, a pesar de ser los lugares donde físicamente se producen una parte considerable de los efectos (deforestación de las selvas tropicales, extracciones mineras y petrolíferas, insalubridad de las aguas, extinción de especies,…). Es necesario buscar las causas reales del problema tras la aparente asepsia y pulcritud de las sociedades occidentales y el consumo desmesurado. Es en esta desigual contribución a la crisis ambiental de donde parte el concepto de Deuda Ecológica” [12].
Esta deuda incluiría, por ejemplo, los costos que Alberto no pagó en el precio de aquel cerdo por el desmonte, la contaminación y la erosión de suelos que rodea al pueblo argentino de Idiazábal; todos ellos desequilibrios ambientales necesarios para producir la soja que alimentó ese trozo de carne, que a su vez influyeron en la inundación que en febrero de 2015 dejó a esa localidad entera bajo el agua y obligó a evacuar a María y a todos sus vecinos. En lenguaje económico, estos costos son “externalidades”, es decir, efectos de una actividad económica no incluidos en los precios de mercado. Las externalidades, decía el economista alemán Karl William Kapp, no son “fallos del mercado” sino lamentables “éxitos” en transferir costos a las generaciones futuras, a otras especies, y a la gente pobre de nuestra propia generación. El capitalismo, concluía, es un sistema de costos sociales no pagados [13].
Exigir el pago de estos costos no ha sido hasta ahora muy viable para los estados del Sur en el escenario de un comercio económicamente desigual, que acaba así traduciéndose en un comercio ecológicamente desigual. A la poca capacidad de negociación, la urgencia de la pobreza y las obligaciones de la deuda externa se suma la política llevada adelante por muchos gobiernos del Sur que han preferido permitir el sacrificio de vidas y territorios a cambio de ganancias que les permitan engrosar las cuentas de grupos privilegiados o conseguir votos dando subsidios que salven otras vidas y ningún territorio.
El tiempo que la naturaleza necesita para producir nutrientes en las tierras destruidas por el monocultivo, recuperar la biodiversidad arrasada por los agrotóxicos y purificar los ríos contaminados con el cianuro que esparce la minería a cielo abierto se parece bastante a la eternidad si se compara con lo que le lleva a cualquier industria crear manufacturas a partir de esos recursos. Y en el caso de recursos como el petróleo o el oro, que la naturaleza no puede renovar, ese tiempo es la eternidad. Es decir que si el tiempo de producción fuera realmente tenido en cuenta en los precios de los productos que circulan por la aldea global, las condiciones del mercado internacional se darían vuelta: los países exportadores del Sur venderían caro sus materias primas y comprarían barato las manufacturas del Norte.
Muchas de las manufacturas producidas en el primer mundo provocan por sí mismas consecuencias ambientales, pero casualmente esas consecuencias también son sufridas por los países del Sur, o por el planeta entero. El caso ejemplar lo ocupa el cambio climático, provocado principalmente por el dióxido de carbono que emana del nivel de vida de las sociedades del Norte y las industrias que lo sustentan [14]. “Es como si los ricos del mundo -dice al respecto Martínez Alier- nos hubiéramos arrogado derechos de propiedad sobre todos los sumideros de dióxido de carbono: los océanos, la nueva vegetación y la atmósfera” [15].
Es decir que si el tiempo de producción fuera realmente tenido en cuenta en los precios de los productos que circulan por la aldea global, las condiciones del mercado internacional se darían vuelta: los países exportadores del Sur venderían caro sus materias primas y comprarían barato las manufacturas del Norte.
La absorción de estas emanaciones de carbono forma parte de los servicios ambientales que el Sur le regala a las economías del Norte cada año. Estos servicios gratuitos son el otro gran pilar de la deuda ecológica, y entre ellos se encuentra también el uso que los países industrializados hacen del planeta como basurero de sus consumos, depositando toneladas de residuos tóxicos en tierras de África, Asia y Sudamérica, o en el fondo del océano. En la lista también se encuentra la biopiratería, es decir, el robo que empresarios y compañías transnacionales hacen de plantas medicinales, semillas y otros recursos biológicos, patentando bienes originarios de las tierras del Sur y robando el conocimiento que los campesinos tienen sobre especies que han utilizado y conservado durante siglos.
Aunque la deuda ecológica haya sido bautizada hace más de dos décadas, aunque en los últimos años algunos presidentes latinoamericanos hayan escandalizado los palcos oficiales declarando los derechos de la Madre Tierra, el mercado global no parece estar dispuesto a salirse de su guión. Los estados del Sur aún no han reclamado seriamente esta deuda a sus vecinos del Norte, y las compañías transnacionales continúan haciéndola crecer a medida que el modelo extractivo de exportación va cubriendo cada vez más y más territorios con el visto bueno de sus gobiernos.
Las pocas iniciativas que han intentado reconocer la desigualdad ecológica y proponer alternativas a la destrucción ambiental -como el proyecto ambiental Yasuní-ITT lanzado por Ecuador para evitar la explotación petrolera en una zona de la Amazonía con la ayuda económica de la comunidad internacional- han sido rechazadas por los estados de primer mundo.
III. Historias de futuros y geografías
La deslocalización que anuncia internet no es válida para el medio ambiente: mal que nos pese, nunca podremos hacer desaparecer el lugar. Para el planeta, la desmaterialización que predica la economía global se vuelve cada día más material, tan material como el chip que hace posible nuestra conexión virtual. Y todo indica que mientras más números se mueven en las pantallas de la Bolsa, más ecosistemas se derrumban.
La deslocalización que anuncia internet no es válida para el medio ambiente: mal que nos pese, nunca podremos hacer desaparecer el lugar. Para el planeta, la desmaterialización que predica la economía global se vuelve cada día más material, tan material como el chip que hace posible nuestra conexión virtual. Y todo indica que mientras más números se mueven en las pantallas de la Bolsa, más ecosistemas se derrumban.
El orden mundial actual, que dio sus primeros pasos de la mano de los principales organismos acreedores de deuda externa, es el que más ha hecho aumentar la deuda ecológica. Después de Bretton Woods, el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional y, más adelante, la Organización Mundial del Comercio fueron los principales encargados de expandir el libre comercio permitiendo el acceso de las corporaciones a los mercados, el trabajo y los bienes naturales [16]. Estos organismos, con sus programas de ajustes, empujaron cada vez más a los países empobrecidos a someterse a un modelo orientado a la exportación, que multiplica año tras año la extracción de recursos y la destrucción de territorios.
“Reduciremos las emisiones de carbono” prometen desde las grandes economías del Norte mientras orientan todas sus políticas a una economía basada cada vez más en transportar productos de un extremo a otro del planeta. En el último medio siglo, se ha producido un alza de alrededor de veinte veces en la actividad global de transportes [17]: todo el petróleo, el gas y el carbón utilizado en esos viajes ya se han esfumado en la atmósfera, y no volverán a regenerarse.
“La agricultura campesina enfría la tierra”, responden desde el movimiento Vía Campesina para poner en evidencia los beneficios que tiene la producción local y ecológica para el cambio climático frente a la agricultura química y de exportación que promueven las grandes corporaciones. Hacer que los alimentos recorran miles de kilómetros cada día según las reglas del libre mercado no solamente destruye la atmósfera: también implica la desaparición de la soberanía alimentaria. Como advierte el investigador y escritor catalán Gustavo Duch, en los últimos años los alimentos están pasando a ser un elemento más en el mercado de la especulación financiera, donde unos pocos bancos y corporaciones acaban teniendo el poder de decidir el acceso de la población mundial a la comida, es decir, a la vida.
En los escenarios del Norte, miles de científicos predicen un mundo difícil para las futuras generaciones; los más apocalípticos hablan de un planeta de tierras infértiles y aires contaminados, de climas extremos y enfermedades extrañas. En los escenarios del Sur, las futuras generaciones ya empezaron a nacer; y en el último acto de esta historia de deudas y desconexiones, está la vida no vivida de la hija de María.
En los últimos años los alimentos están pasando a ser un elemento más en el mercado de la especulación financiera, donde unos pocos bancos y corporaciones acaban teniendo el poder de decidir el acceso de la población mundial a la comida, es decir, a la vida.
Sin embargo, las cosas están cambiando en la geografía del siglo XXI. Las brújulas de la aldea global señalan que el Norte queda cada vez más cerca de las corporaciones que digitan las pantallas y el Sur, cada vez más cerca de los pueblos que caminan la Tierra, nuestro lugar de origen. Allí, movimientos ciudadanos y campesinos de todo el mundo buscan restablecer las conexiones olvidadas: muchas marías se niegan a sufrir la destrucción y muchos albertos se niegan a consumirla, mientras alertan que es hora de que el Sur empiece a reclamar a los responsables que paguen sus deudas. Quizás así podamos evitar que en este cambio de geografías la muerte de las futuras generaciones también se globalice.
Por Lucía Maina Waisman. Fotografía: SubCoop.
1 Red Universitaria de Ambiente y Salud (REDUAS), Argentina.
2 Investigación de la Fundación Centro para la Bioseguridad de Noruega. Producción de soja en las Américas: actualización sobre el uso de tierras y pesticidas.
3 Artículo del diario La Prensa en la edición del 15 de abril de 2014.
4 Datos de la consultora Abeceb.
5 Artículo del diario El País en la edición del 16 de Noviembre de 2013.
6 Datos del Departamento de Agricultura y Ganadería de la Generalitat de Cataluña y del Ministerio de Agricultura, Alimentación y Medio Ambiente de España.
7 Joan MARTÍNEZ ALIER y Arcadi OLIVERES: ¿Quién debe a quién? Deuda ecológica y deuda externa, Barcelona, Icaria, 2003.
8 MARTÍNEZ ALIER, op.cit.
9 El economista Joan Martínez Alier señalaba recientemente en una conferencia que Sudamérica exporta unas tres veces más de lo que importa, en toneladas. Sin embargo, varios países, en la coyuntura de descenso de precios de 2014-15, no alcanzan a equilibrar su balance comercial en dinero.
10 MARTÍNEZ ALIER, op.cit.
11MARTÍNEZ ALIER, op.cit.
12 Ferrán García: Cuando la ganadería española se come el mundo. Colección Soberanía Alimentaria de Veterinarios Sin Fronteras.
13 En: Joan MARTÍNEZ ALIER: Entre la Economía Ecológica y la Ecología Política. Conferencia brindada el 7 de Noviembre de 2014 en la Universidad Nacional de Córdoba, Argentina.
14 Según un informe del Panel Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático, en el año 2010 solo diez países representaron el 70% de las emisiones mundiales de dióxido de carbono provenientes de combustibles fósiles y procesos industriales.
15 MARTÍNEZ ALIER, op.cit., p 43.
16 Jerry MANDER: Globalización Económica y Medio Ambiente. Artículo publicado en www.rebelion.org.
17 MANDER, op.cit.