Del hecho al dicho
Se recortaron y se desmantelaron áreas de investigación en el Poder Ejecutivo vinculadas a los crímenes de la última dictadura y se alienta el regreso a sus casas de los represores presos. El cambio en la interpretación sobre la década del 70 es un hecho en sí mismo. Se aplica el programa del editorial del diario La Nación.
Cuando el presidente Mauricio Macri llama “guerra sucia” al terrorismo de Estado no se trata solo de retórica: sus palabras tienen una correlación empírica. Durante estos ocho meses se aplicaron políticas de recorte y se desmantelaron áreas de investigación en el Poder Ejecutivo vinculadas a los crímenes de la última dictadura, especialmente las inclinadas a dilucidar el rol de los empresarios y otros civiles durante el terrorismo de Estado. Se derogó un decreto de Raúl Alfonsín que restringía la autonomía de las Fuerzas Armadas y se anunció que las Fuerzas Armadas tendrán un “rol preponderante en esta nueva etapa”, sobre todo en la lucha contra el narcotráfico y en la “unión de los argentinos”.
Además, se está preparando el terreno para que los represores que están presos en cárceles comunes puedan cumplir sus condenas en sus casas y aparecieron jueces que cuestionan inquisitivamente a las víctimas y fallos que directamente impugnan sus testimonios.
La editorial de La Nación
De forma sigilosa se está cumpliendo el programa planteado por el diario La Nación en su recordado editorial del 23 de noviembre pasado.
Solo un día después de la segunda vuelta que llevó a Macri a la presidencia, La Nación saludó su triunfo con el texto que llamaba a “poner las cosas en su lugar” y que fue repudiado incluso por los trabajadores del medio. No era el primero ni sería el último editorial que hacía lobby para los represores, pero fue significativo porque buscaba marcarle la cancha al gobierno electo y ofrecerle una guía sobre cómo debía proceder en relación con las investigaciones sobre el terrorismo de Estado. Aunque fuera su deseo máximo, el diario no reclamaba la liberación inmediata de todos los acusados por crímenes de lesa humanidad ni pedía una nueva amnistía o indulto.
Consciente de sus limitaciones, señalaba una línea de acción que se puede resumir en tres puntos:
– Fin de la “persecución” a los civiles.
– Domiciliaria para los presos.
– Cambio del relato respecto de lo ocurrido durante la década del 70.
Puede decirse que ese programa se viene cumpliendo bastante bien.
Recortes
“A partir de la asunción del nuevo gobierno se observa un retroceso en las políticas de memoria, verdad y justicia, acompañado de un cambio de paradigma acerca de cómo conceptualizar los derechos humanos”, señalaron los organizadores de las IV Jornadas Nacionales de Abogados y Abogadas querellantes en causas por crímenes de lesa humanidad que se realizó el viernes y el sábado en la ex ESMA.
En un informe entregado a los asistentes, advirtieron que durante los primeros siete meses del gobierno macrista, se realizó “un desmantelamiento total o parcial de áreas que investigaban sobre responsabilidad o complicidades con el terrorismo de Estado y que aportaban pruebas a los procesos de justicia por delitos contra la humanidad, parálisis de otras áreas, reorganización del personal o subejecución presupuestaria”.
– Un ejemplo de ese diagnóstico es lo que pasó en la Dirección de Derechos Humanos del Ministerio de Seguridad, que tenía un equipo de trabajo de 33 personas. Quince fueron despedidas con el cambio de gobierno. En ese contexto, se desmanteló el Grupo Especial de Relevamiento Documental, que trabajaba con los archivos y auxiliaba a la justicia en las causas en las que se investigaba la estructura orgánica de las fuerzas de seguridad durante el terrorismo de Estado. Entre otras cosas, este grupo hizo un importante aporte en el juicio sobre el esquema de trabajo y procedimiento en los denominados “vuelos de la muerte”.
– Otra situación de ese tipo se dio en el programa Verdad y Justicia, que se creó en 2007 para centralizar en un organismo la coordinación de todas las dependencias del Poder Ejecutivo que intervenían en las investigaciones por los crímenes cometidos durante la última dictadura. Con el cambio de gobierno fueron despedidos siete trabajadores, aunque luego se logró la reincorporación de tres de ellos. La nueva gestión no dio lineamientos de trabajo y sólo dice que se continúa igual, pero no hay planificación ni objetivos a seguir.
– El Centro de Asistencia a Víctimas de Violaciones de Derechos Humanos Dr. Fernando Ulloa se creó para prestar acompañar a víctimas de violaciones de derechos humanos en el marco de los procesos judiciales, tanto por delitos de lesa humanidad como por violaciones de derechos humanos en contextos democráticos. Apenas asumió el macrismo, los trabajadores denunciaron que había un intento de vaciarlo. Actualmente, el centro sigue funcionando, aunque fueron despedidas dos psicólogas, una en el Chaco y otra en Buenos Aires y las demandas de asistencia se redujeron casi un 50 por ciento. Los trabajadores consideran que esta situación es consecuencia de que muchos creen que ya no están atendiendo.
– El Programa Nacional de Protección de Testigos quedó a cargo de Francisco Lagos, que fue subteniente de Caballería del Ejército y se ocupó de la seguridad del hotel Hyatt y de la misión de Naciones Unidas en Argentina. Es hijo del coronel retirado Luis Hilario Lagos, que fue profesor de la Escuela de las Américas en los años de la dictadura.
– El cierre de la agencia de noticias Infojus, que cubría los juicios contra los represores hizo que estos procesos perdieran visibilidad.
– La gestión de Federico Sturzenegger disolvió la Subgerencia de Promoción de los Derechos Humanos del Banco Central que había sido creada en el 2014 para investigar de delitos económicos cometidos durante el terrorismo de Estado. Este organismo llegó a documentar el rol del sistema financiero durante la última dictadura, que fue y es un insumo para causas judiciales. A partir de este trabajo se desclasificaron, por ejemplo, las actas secretas del Banco Central durante la dictadura que fueron halladas, que correspondían al período 81-83, ya que se sospecha que las anteriores fueron destruidas. En la misma línea había trabajado la Comisión Nacional de Valores, donde se elaboró un informe del rol del organismo y el sistema financiero durante el terrorismo de Estado.
La contracara –o mejor, la cara complementaria– de estas decisiones tomadas por el Poder Ejecutivo tuvo lugar a principios de junio, cuando el Gobierno restituyó a los militares parte de la autonomía que había sido limitada durante la presidencia de Raúl Alfonsín. El decreto 721 hizo que las definiciones sobre las conducciones de las Fuerzas Armadas, pases y destinos y la contratación del personal docente volvieran a manos militares. Poco después, Macri les dijo que tenían un “rol preponderante en esta nueva etapa de la Argentina”, cuyos objetivos eran “alcanzar la pobreza cero, derrotar al narcotráfico y unir a los argentinos”.
Demandas atendidas
Otra decisión oficial en línea con los deseos de los represores fue la derogación de la resolución del Ministerio de Defensa que prohibía a los presos por causas de lesa humanidad atenderse en hospitales militares, lo que implicaba que debían concurrir a establecimientos del Servicio Penitenciario. Esta decisión se había tomado luego de la fuga de dos condenados del Hospital Militar Central. Fue la primera medida oficial que respondió a una demanda puntual de los represores presos.
El ministro de Justicia, Germán Garavano, aseguró en una exposición en el Colegio de Abogados que durante la gestión de Macri ya se había concedido el beneficio del arresto domiciliario para cincuenta acusados por violaciones a los derechos humanos durante la última dictadura. Cuando es consultado públicamente, el funcionario sostiene que el otorgamiento de ese beneficio es resorte de los jueces, pero en aquella charla señaló que consideraba que todos los mayores de setenta años debían acceder a esa situación de forma automática.
Y salvo excepciones, la población carcelaria anciana está formada por represores, porque aunque cometieron sus crímenes cuando eran jóvenes, consiguieron eludir la prisión durante años gracias a las leyes de Punto Final y Obediencia Debida y los indultos.
Garavano mencionó también que varios procesados y condenados por delitos de lesa humanidad habían hecho planteos por este tema ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH). Allí concurrieron muchos represores para dar visibilidad a su victimización, ya que sostienen que sus condiciones de detención son deplorables y que no tienen adecuada atención médica. En sus escritos ante el organismo internacional, además, impugnan los juicios con argumentos jurídicos ya rechazados por todas las instancias judiciales del país e incluso en contra de la doctrina de la CIDH. Entre los organismos de derechos humanos hay preocupación porque el Gobierno no defienda en el organismo internacional los juicios con el énfasis que se merecen y que usen como excusas esas presentaciones para modificar la situación de los presos. La CIDH giró hace meses varias presentaciones que recién en las últimas semanas y con cuentagotas comenzaron a ser respondidas.
El domingo 7 de agosto, Página/12 publicó una extensa crónica en la que se contaba que los represores alojados en las cárceles de Ezeiza y Marcos Paz están en mejores condiciones que la media de los reclusos. No están de vacaciones ni en un hotel, están presos. Pero no sufren de venganza ni hostigamiento, al contrario.
La Unidad Fiscal especializada en causas sobre crímenes de lesa humanidad no registra todavía un aumento significativo en el número de represores con arresto domiciliario, pero tanto desde el Poder Ejecutivo como desde la Corte y la Cámara de Casación están dando señales para flexibilizar el otorgamiento de ese beneficio. A fines de julio se fue a su casa el general Eduardo Rodolfo Cabanillas, que fue responsable del centro clandestino de detención Automotores Orletti, sede del Plan Cóndor en Buenos Aires.
El Tribunal Oral Federal 1 de La Plata debe decidir ahora si el comisario Miguel Osvaldo Etchecolatz también puede terminar su condena en su domicilio. La abogada Guadalupe Godoy advirtió sobre el temor que este caso provoca en testigos y víctimas debido a la sospecha de que el represor estuvo involucrado de alguna forma en la desaparición de Jorge Julio López. En cambio, el jueves pasado el Tribunal Oral Federal 5 de San Martín revocó el arresto domiciliario del comodoro retirado Luis Trillo, ex jefe de la Regional de Inteligencia de Buenos Aires (RIBA) porque había sido fotografiado mientras paseaba a su perro por las calles de Liniers. Su defensa adujo que debió atender “una urgencia fisiológica” del animal.
Entre los querellantes en las causas por delitos de lesa humanidad la preocupación mayor pasa por las actitudes que están teniendo algunos jueces en juicios y fallos. El Gobierno podrá argumentar que se trata de un poder independiente, pero uno de los talentos de gran parte de la magistratura, sobre todo la federal, es saber interpretar para dónde sopla el viento. Por eso las señales de los funcionarios –y todavía más la del Presidente– importan.
En el juicio oral sobre el Operativo Independencia, los jueces Gabriel Casas y Carlos Enrique Jiménez Montilla (con la oposición de Juan Reynaga) pusieron por escrito que las defensas tenían derecho a preguntarles a las víctimas si los militares “tenían razones para detenerlos”, en alusión a la militancia de los testigos. La reivindicación de la identidad política de los desaparecidos es una bandera de los organismos de derechos humanos, pero en el ámbito de este juicio, reapareció como impugnación y hasta como justificación de los padecimientos vividos, como ocurría hace treinta años.
En junio, los jueces de la Cámara Federal de Casación Eduardo Riggi y Liliana Catucci anularon las condenas de tres represores por la Masacre de Capilla del Rosario, en la que fueron fusilados 14 miembros del PRT ERP en 1974. En el fallo consideraron que no se habían podido probar los asesinatos. Para llegar a esa conclusión, descartaron el testimonio de varios testigos por considerarlos “compinches” o integrantes de una “facción”. También entendieron los fusilamientos como enfrentamientos y dijeron que pudieron haberse cometido “excesos en la forma de enfrentar y reprimir” el “clima de violencia política” de la época. Se trata del fallo más regresivo en años.
El viernes y sábado más de cien abogados y abogadas querellantes en causas por crímenes de lesa humanidad de todo el país se reunieron en la ex ESMA para evaluar el estado general de estos expedientes y reclamaron que se declare el “estado de emergencia judicial” para que se garantice la “continuidad, justicia pronta y activa”. Reclamaron la necesidad de que “la Memoria, la Verdad y la Justicia sigan siendo política de Estado” y advirtieron que denunciarán en ámbitos internacionales “las practicas políticas negacionistas del Gobierno Nacional y los intentos de materializar la impunidad en connivencia con jueces y funcionarios”. Una de las principales preocupaciones del encuentro fue la dificultad para avanzar en las imputaciones a civiles, sobre todo las que involucran a empresarios y jueces o fiscales. Se recordó que en el Congreso se creó la Comisión Bicameral de Identificación de Complicidades Económicas y Financieras, pero que no está funcionando.
Los abogados y abogadas advirtieron que “buena parte del Poder Judicial se ha acomodado a estos tiempos, dictando resoluciones infundadas sobre prisiones domiciliarias, faltas de mérito o absoluciones”.
Simbólico y material
La “teoría de los excesos” del preocupante fallo que la Cámara de Casación firmó en junio cuaja con el discurso presidencial de la “guerra sucia”. En el relato que está implícito en ambas frases no hubo plan criminal para exterminar a una parte de la sociedad, para torturar y desaparecer los cuerpos, para esparcir el terror y para apropiarse de los hijos de las víctimas.
Hubo, en cambio, la defensa ante un ataque en la que se cometieron algunos errores. “A la sociedad argentina de los años setenta no era necesario explicarle que el aberrante terrorismo de Estado sucedió al pánico social provocado por las matanzas indiscriminadas perpetradas por grupos entrenados para una guerra sucia”, decía aquel editorial de La Nación en noviembre. La semana pasada, Macri afirmó en la entrevista con el portal BuzzFeed, que lo que pasó en los 70 fue una “guerra sucia que fue una horrible tragedia”. También dijo que no tenía “ni idea” si los desaparecidos eran 9 mil o 30 mil.
La discusión por el número no es lo importante (aunque el “ni idea” es despreciativo, un ninguneo) pero casualmente los que se empeñan en cuestionar la cifra también cuestionan los crímenes. Lo mismo ocurrió con el ex secretario de Cultura y actual director del teatro Colon, Darío Lopérfido, que habló del número para lanzar a continuación que la cifra “se había negociado a cambio de subsidios”. Sería posible saber la cantidad total de desaparecidos y asesinados si los represores reconocieran sus crímenes y hablaran, cosa a la que siempre se han negado. ¿No es algo extraño que los victimarios o sus defensores cuestionen a las víctimas y a sus familiares por no conocer la información que ellos mismos les negaron para procurar su impunidad?
Las palabras del Presidente en la entrevista con la periodista Karla Zabludovsky dan cuenta de lo que piensa acerca de la década del 70. Debajo de las frases irritantes hay una construcción sutil y palabras elegidas con cuidado. Macri siempre se refiere a contribuir a la verdad y nunca habla de justicia. Menciona a las víctimas de manera ambigua, incluso señala que “hay muchas víctimas”. Nunca, nunca dice la palabra “desaparecidos”, ni hablar de “dictadura”. Opone los derechos del “pasado” a los del presente del futuro, como si hubiera que optar. Y reitera que impulsar los juicios o contribuir con pruebas sería obstruir a la Justicia.
Una mutación en el paradigma sobre lo ocurrido en la década del 70 podría tener en algún momento consecuencias judiciales, aunque sería extraño que eso sucediera ya que centenares de fallos judiciales en todas las instancias, desde la etapa de instrucción hasta la Corte Suprema, dejaron claro que durante la década del 70 el terrorismo de Estado implementó un plan criminal de exterminio de la población civil. Ese cambio es una de las reivindicaciones más fuertes de los represores, porque no es sólo de ellos, de los autores materiales de los crímenes, sino también de los instigadores, de toda la clase social que impulsó el golpe de Estado.
Por eso las palabras de Presidente no fueron solo una recompensa simbólica para ellos, sino que son en sí mismas una batalla ganada. Van de la mano con ser reconocidos oficialmente y dejar de ser parias, como ocurrió cuando el ministro de Justicia recibió a la apologista de la represión ilegal y del robo de bebés Cecilia Pando y su troupe. O cuando el carapintada Aldo Rico marchó con su uniforme durante los festejos por el Bicentenario de la Independencia.
Por Victoria Ginzberg para Página 12