Enmanicomiadxs: qué deriva de la unión entre encuarentenadxs y manicomiadxs
Cuando estaba en medio de mi trabajo de tesis doctoral, entendí que no podía continuar con eso sin conocer el manicomio. Con el tiempo, comprendí que “conocerlo” implicaba mucho más de lo que finalmente pude palpar durante esos años; como sea, un día, entré.
Por Natalia Monasterolo para La tinta
El manicomio es algo así como un gran monstruo. Pero no cualquier monstruo, uno de esos que tejen las pesadillas de la infancia, que están por todos lados y en ningún lugar, que agobian hasta capturar el sueño, que quitan la respiración en un minuto y, al instante, un poco más, que aparecen y desaparecen y vuelven a emerger, siempre consiguiendo reinventarse, disfrazarse para subsistir, siempre existir, como sea.
Al iniciar las conversaciones con personas que permanecían internadas por años, largos años, descubrí un par de cosas:
—Habían ingresado por su bien, para preservar o recuperar su salud, pero, curiosamente, ese confinamiento con olor a humedades y con un traje confeccionado “a distancias” no hacía más que afectarla, dañarla, hasta el punto de adquirir el mote de insanos.
—Las historias clínicas hablaban de malos y buenos pacientes. El mal paciente era, por supuesto, el que no sabía esperar, que, en idioma manicomial, advertí, equivalía exactamente a soportar. Así “no respeta las pautas institucionales”, “no tiene conciencia de enfermedad” y “rechaza la medicación administrada”, eran las premisas indicativas del “mal paciente”.
Por el contrario, “buen paciente” era el adaptado, el respetuoso, el sumiso, el colaborador, el obediente, el transigente y, sobre todo, aquel que no cuestionaba ni un ápice el encierro. Por eso, el “buen paciente” podía acceder a salidas transitorias, paseos, algunas visitas y, por qué no, a una mejor locación dentro del hospital.
El mal paciente con frecuencia se “fugaba” y, entonces, había que aprehenderlo con la policía. En su lugar, el buen paciente permanecía allí, sin cambiar su posición, con temor a poner un cuarto de la punta de su pie por fuera del límite que separaba al manicomio de la comunidad.
Cuando hablé más de una vez con malos pacientes y otras tantas con los buenos, no dejé de pensar ni por un minuto que yo estaría del lado de los malos, porque quizá esa era la única cuota de dignidad que, en tamaño horror, pudiera acaso conservar.
—La noción de cuidado, amasada con una buena cuota de filantro-hipocresía, abundaba por todos lados. Todo, absolutamente todo lo que se hacía y se decía era traducido como la mejor opción, como una operación de salvataje y cuidado, y, entonces, allí aparecía el buen samaritano con una jeringa y una larga aguja para calmar el ánimo a cualquiera que se agitase por tanto ocio y marginalidad.
Me di cuenta, entonces, que la idea de marginalidad cobraba un sentido distinto, que se puede estar al margen aún cuando eres el centro de la intervención, incluso, cuando lo que se hace, se hace “pensando en vos”.
A lo largo del proceso de investigación, ocurrieron más cosas como estas y descubrí tantas otras, pero indefectiblemente, a medida que aquello sucedía, no hacía más que confirmar lo que había advertido al comienzo.
Pensé, en su momento, que había nacido en una época con suerte, porque, aun cuando el manicomio subiste y subsistía, ya había sido colocado en cuestión. Y teníamos herramientas para disputarle sentido y teníamos una ley, y teníamos una comunidad de habladores y otra de oyentes, y teníamos a la ciencia y a la calle, y teníamos un centenar de lazos amorosos dispuestos a levantar bandera y a señalar que, de ningún modo, el manicomio era el lugar.
El 20 de marzo del 2020, justo el día en que cumplí años, el director de la república decretó una cuarentena obligatoria. En varios países del mundo, morían muchas personas. En rigor, aunque no siempre de esto se hable demasiado, habitualmente, mueren muchas, muchísimas personas por hambre y violencia extrema, aunque como dice Agamben, por un lado, está el bios y, por el otro, la zoe, y de la zoe no se dice mucho, ¿verdad?
Lo cierto es que, a razón de un virus conocido como Covid-19, cantidades siderales de personas comenzaron a morir y, frente a ese hecho irrefutable, “antes de que la cosa se pusiera peor”, el Sr. Director impuso el encierro.
“Nos cuidamos entre todos”, se dijo por ahí. “Es una media razonable”, oí por otro lado. “No queda otra”, escuché en algún lugar “hay que frenar la curva” (no sabía que las curvas frenan), se repitió hasta el cansancio. Y lo que no podía faltar “Esto es por su bien” (¡Por mi bien! ¿Cuál es mi bien? Porque llevo años profundizando en esa cuestión).
Y pasaron las horas, y los días, y las tardes, y las mañanas y las noches, ¿y las semanas? ¿Y más de un mes? Y ya no lo sé. Perdí un poco la cuenta y el sueño, y la ilusión. Curioso; casi lo mismo me decían las personas que entrevisté en el manicomio: “Acá, todos los días son el mismo día” y, cuando me lo decían, hablaban de la esperanza, que rima con esperar y también con ex -pectar, dos verbos que pierden sentido en la tierra del manicomio, donde el verbo amado es dormir y el venerado, transcurrir.
Entonces, comencé a encontrar similitudes. Discursos semejantes, dispositivos parecidos, sugestiones casi iguales: Buen paciente= Ciudadano sumiso; Fuga del hospital= Salida del domicilio; Permiso de salida= Permiso de circulación; Mal paciente= Ciudadano cuestionador. Manicomio=Aislamiento social, obligatorio y preventivo.
Ya casi no hay diferencia, ¿o sí? ¿Las hay? No creo, no mientras continuemos “meticulosamente” enmanicomiadxs.
*Por Natalia Monasterolo para La tinta / Imagen de portada: Dario Cavacini.