La marea del otro lado del océano
Por Sofi Antonellini para La tinta
“Y si me niegan la posibilidad de regresar a casa, tendré que ponerme en pie y reclamar mi espacio, creando una nueva cultura –una cultura mestiza- con mi propia madera, mis propios ladrillos y mortero, y mi propia arquitectura feminista”.
Gloria Anzaldúa, La Frontera, 1987
Dos de ellas no consiguen trabajo y varias están precarizadas desde hace más de un año. Una dejó a toda su familia en su país y varias tuvieron hijes en el extranjero. Más de cuatro migraron más de una vez y un par de ellas se vieron forzadas a dejar su tierra natal. Algunas tienen pasaporte europeo y otras luchan para poder tenerlo. La mitad quiere quedarse, otras no ven la hora de volver. Todas lloran en secreto cuando leen un nuevo caso de feminicidio.
Ellas son migrantes, viven lejos de su matria, pero la llevan como estandarte en cada paso que dan. La recuerdan cada día cuando revisan las redes sociales o cuando ven el nombre de su país en algún artículo periodístico internacional. La sienten presente en cada abrazo con coterráneas y en cada presentación personal ante nuevos encuentros. La nombran con orgullo cuando hablan de feminismo y militancia. La nombran con dolor cuando cuentan sus historias de violencia. La extrañan, la quieren y, a veces, la odian por estar tan lejos.
Lejos de buscar convertirse en heroínas, se reúnen para hermanarse en la distancia. Pues hay días en que la lejanía pesa demasiado y compartir ese peso se vuelve una forma de supervivencia.
Se encontraron en la militancia, que, como práctica colectiva, recarga de energías los cuerpos afectados por la falta de sol y el invierno largo.
Se juntan a discutir sobre el hacer feminista mientras los mates pasan de mano en mano desafiando todo tipo de virus.
Hablan sobre privilegios y opresiones mientras reconocen las contradicciones propias y ajenas para lograr espacios cada vez más inclusivos.
Ensayan arengas y las traducen a otros idiomas, buscando romper las fronteras lingüísticas y abrir las puertas a nuevas integrantes.
Se comprometen al aprendizaje constante, destruyendo las culturas patriarcales impuestas por el colonialismo y recordando a sus ancestras en rituales de luna llena.
Se empiezan a conocer, a hermanar y van tejiendo redes que las hacen sentir cada vez más cerca de sus matrias.
Se convierten en una pequeña marea que se mueve rompiendo las distancias oceánicas.
A veces, en la cotidianeidad, se sienten ajenas, olvidadas e, incluso, inútiles. Les cuesta reconocer el esfuerzo que implica la migración, que no es definitivo, sino constante. Se culpan por estar lejos y se exigen no sentir culpa mientras buscan adaptarse a nuevas reglas sociales. Se caen, se levantan y se vuelven a caer. A veces, ya no tienen ganas de seguir intentando, pero logran encontrar la fuerza al escuchar las historias de otras compañeras extranjeras. Sin saberlo, van contagiando la hermandad en cada espacio que ocupan, van tiñendo de verde y violeta cada calle por la que marchan. En el extranjero, las dudas existenciales se vuelven cotidianas y es en la sororidad que encuentran las respuestas.
Descubren que estar lejos no es fácil, pero que se hace menos difícil cuando se está lejos juntas.
Se preguntan cómo seguir luchando, sobre todo en un territorio que es extraño y nuevo, pero que no deja de ser violento. Acá, lejos de casa, las violencias machistas y patriarcales que tiñen todo contexto vienen disfrazadas de progresismo y se terminan normalizando en lógicas de exclusión, que, en la experiencia de la migrante, se intersectan con la raza, el género, la nacionalidad y la falta de papeles. Ellas logran desenmascarar esas violencias rápidamente, pues, en la matria, aprendieron a distinguir las injusticias y son lúcidas en reconocer al enemigo. Ese enemigo, que disfrazado de aliado repite las lógicas consumistas de un sistema neoliberal que convierte en mercancía las luchas históricas de nuestras matrias colonizadas. Ese enemigo no entiende que, sin lucha de clases, no hay feminismo que valga. Ese enemigo que amenaza con contaminar las propias formas de lucha, pero que, en la sororidad de la marcha, termina siendo derrotado.
Ellas dejaron su casa, pero aprendieron a construir hogares prendiendo velas y atesorando amuletos que las protegen en nuevas tierras. Llevan consigo las cartas de amigues, las lágrimas de madres y los abrazos hermanos. Llevan también el ritmo de tambor y el grito desde las entrañas.
La marea cruzó el océano y llegó para quedarse.
*Por Sofi Antonellini para La tinta / Imagen: Santi Burgos.