Toda una vida

Toda una vida
26 agosto, 2019 por Redacción La tinta

En mayo de este año falleció Elsa Mura, obrera metalúrgica y miembro de la resistencia peronista. Militante de la Tendencia, en dictadura fue secuestrada y pasó dos meses detenida en un sitio aún no identificado hasta que la trasladaron a la cárcel de Devoto, de donde salió en libertad en 1978. Descendiente de pueblos originarios, desde mediados de los ’80 participó en todos los Encuentros Nacionales de Mujeres. En un reportaje de 2002, señaló que siempre fue feminista sin saberlo. Perfil de una mujer singular, que enfrentó incluso a Augusto Vandor. Lila Pastoriza la recuerda casi 20 años después del reportaje que le realizó para Las 12.

Por Lila Pastoriza para Revista Haroldo

«Me detuvieron muy cerca de la fábrica en una de las grandes huelgas metalúrgicas de los años ’50… Yo era muy flaquita y me llevaron de las trenzas, a la rastra. Terminamos en la comisaría que está frente al hospital Ramos Mejía. Estaba sentadita ahí en un banco del patio mientras las mujeres hacían un alboroto en la calle… Me hacen pasar y el comisario me dice: ‘Mirá, chinita, la próxima vez que te traigan voy a llamar a tus padres para que ellos te encierren. ¿Por qué te trajeron?’. ‘Y –le digo– porque volteé un milico.’ Es que yo había volteado al de la montada de un hondazo, y entonces me persiguieron hasta agarrarme…». Elsa Mura apenas pasaba los veinte años. Desde los 17 («yo había entrado como aprendiza en 1952, cuando murió Evita») trabajaba en una fábrica de radios del barrio porteño de Once. «Éramos 197 en total y habría sólo ocho o nueve hombres. Las delegadas éramos cinco mujeres. Y las que corríamos más rápido, las que podíamos treparnos a cualquier lado, las que usábamos con mucha facilidad la gomera éramos las encargadas de la seguridad, las que enfrentábamos directamente a la Montada… La Policía Montada siempre fue salvaje. Se vio esta vuelta en Plaza de Mayo. Yo he hablado tantas veces de esta represión durísima… Y me sigue llamando gente que ahora entiende aquello que contaba.»

Eran tiempos de tormentas. Luego de que en septiembre de 1955 las Fuerzas Armadas derrocaran al gobierno de Juan Perón, la «resistencia peronista» se extendió como un reguero y, a puro fervor y anonimato, pasó de pintadas con cal y pinchazos de neumáticos a «la etapa superior» del mimeógrafo, los conflictos fabriles, quites de colaboración, sabotajes, huelgas, «caños» y luchas callejeras.


Elsa Mura, descendiente de comenchingones, hija de padre anarquista devenido peronista y de madre costurera y socialista, se metió de cabeza y casi sin darse cuenta. «Entré en la Resistencia medio como jugando, porque a mí, realmente, Perón muchas cosas no me decía… Pero yo no podía quedarme afuera de esas luchas, era una resistencia obrera, de acciones constantes, viajar a todos lados, ir a los plenarios de trabajadores, quedarnos con la camioneta en el camino, empaparnos…»


«Me acerqué más al peronismo luego, cuando se constituyó la Juventud Peronista. Yo tenía una compañera de fábrica, una negra catamarqueña muy valerosa, gran amiga, que me decía en las corridas: ‘Yo te voy a hacer peronista a vos, ¿qué mierda vas a ser si no?’.»

Elsa Mura mujeres militancia peronismo3

La chica de la gomera

— Creo que después de aquella gran huelga, la gomera no dejó nunca de estar en mi mano o en mi bolsillo, iba a todos los lados con ella… Hace poco, yo, en el Encuentro Nacional de Mujeres de La Plata, veía a las compañeras de General Mosconi, cuyas manos mostraban cicatrices y les decía: «La gomera no las tiene que hacer a ustedes, ustedes deben hacer la gomera. Debe tener la cavidad justa de la mano y ser tan suavecita como ella… Y hay que practicar para lograr la puntería.

— ¿Aún tenés la tuya?


— No. Me la sacó el Consejo de Guerra en el ’76. La caratularon como arma de guerra. Me preguntaron por qué la tenía. Les dije que era mía desde chica, cuando cazaba vizcachas en pleno campo, en Pedernera, al sur de San Luis, donde viví hasta los 14 años. Allá salíamos con mis primos en las noches de luna a cazar vizcachas. Yo tenía una puntería… Y esa gomera, que traje a Buenos Aires un poco por nostalgia, me sirvió después para defensa.


Estaba más suavecita que mi mano, la había hecho yo. En esa época usaba buzo, un cangurito con dos bolsillos que siempre estaban llenos de piedras. Y ahí andaba, flaca como un fideíto y siempre con unas alpargatas de suela de goma, las «boyerito». Una vuelta, mi papá me encontró toda embarrada y mojada porque había llovido y hacía mucho frío. Y me llevó, me alzó como a una muñequita, me sentó en una pared, sacó un pañuelo, me secó los pies y me dijo: «Venga, m’hija, le voy a comprar unos zapatos para que pueda correr sin resbalar». Y me los compró. Pero cuando se fue, yo até los cordones como él me contó que había hecho el 17 de octubre y me los colgué al hombro. Y volví a las «boyerito». Hace un tiempo vi una foto mía en un afiche sobre el Cordobazo. Voy corriendo con la gomera y parece que floto en el aire porque las puntas de mis pies no llegan al suelo, como volando…

Sin aliento

— Trabajé diez años como metalúrgica. Ese grupo de mujeres fue fantástico. En la fábrica hacíamos radios y todas teníamos una chiquita, como tu grabador. Por ella escuchamos que había sido tomado el Frigorífico Lisandro de la Torre. Nos miramos: ‘Las mujeres tenemos que ir’. Y fuimos. Era el 5 de enero del ’59. Y nos metimos en la gran gresca, en lo que fue Mataderos durante esas 48 horas que pararon al país. Allí nos fogueamos en los enfrentamientos con la policía y la gendarmería. Yo pienso –no sé si tendré razón– que fue a partir de esa gran revuelta que se formó la Juventud Peronista. Después nos reunimos en la sede del Gremio de Empleados de Farmacia, cuyo secretario era Jorge Di Pascuale. Y el 3 de abril marchamos por primera vez los obreros organizados junto con los estudiantes a Plaza de Mayo. En la 9 de Julio nos esperaba la Montada, que nos dio una paliza de aquellas. Y ese mismo año tuvimos la gran huelga metalúrgica, con 45 días en la calle, enfrentados con la Policía Montada. Cuando los «cosacos» atacaban, yo me colgaba de la boca del caballo, del freno, porque así el animal no responde al mando. Lo había aprendido en el campo, cuando iba a la escuela a caballo.

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— César Marcos, uno de los artífices de la Resistencia, decía que las mujeres eran la base de la organización de retaguardia, que «salían del aire, de los adoquines…», que su papel, nunca reconocido, había sido clave.


— Estuvimos en las luchas, como siempre, pero peleando denodadamente el lugar. A las mujeres se les encargaba sobre todo organizar la estadía para los compañeros clandestinos que llegaban, darles un sitio seguro, ser su cobertura, llevarlos de aquí para allá, organizar las charlas y reuniones secretas. Pero también participábamos, como obreras fabriles, en los quites de colaboración, en las huelgas de brazos caídos.


Éramos muchas las que participábamos de las movilizaciones y, en mi fábrica, las cinco que resguardábamos al resto veníamos del campo y usábamos la gomera. En las asambleas gremiales era difícil que nos permitieran hablar, a mí eso me enfurecía, teníamos que «hacer barra» para poder opinar.

— ¿Vos lograbas participar?

— A veces, cuando la pelea era muy grande. Era muy difícil en metalúrgicos, donde nosotras estábamos muy enfrentadas con [Augusto Timoteo] Vandor, el secretario del gremio, que negociaba con la patronal todos los conflictos. Una vez me agarró de la remera y me sacó afuera: «Vos te vas de acá, que sos una negra comunista y no tenés nada que hacer con los peronistas», me dijo. Pero la negrada de la fábrica se puso de pie gritándole: «Si la echás a la Negra, nos echás a todas». Y se pararon para irse. Y entonces él tuvo que ir a buscarme a la planta baja, ahí en el local de la UOM de la calle Loria. Era indignante.


No se nos reconocía un lugar, un espacio, una identidad. Debíamos hacer mucho más que los hombres, trabajar más que ellos para ganarnos el derecho a opinar. Cuando nosotras ocupamos por última vez la fábrica, porque nos habían echado, y tras 27 días de estar allí (yo, con mi beba de nueve meses) logramos un acuerdo, Vandor vino, lo desconoció y arregló con la empresa.


— Se unían burocracia sindical y discriminación como mujeres.

— Sí, y el rechazo a que las mujeres participemos y opinemos recién ahora está cambiando; en la CTA, por ejemplo, se nos reconoce un lugar, y al mismo tiempo nosotras estamos en todas partes, en el trueque, en las asambleas populares, en la calle. Mi papá una vez me dijo: «Usted debe cuidarse, porque usted ha tenido la desgracia de nacer mujer» (él me trataba de usted cuando me decía algo importante). Yo llegué a pensar que él quería un hijo varón, pero hoy tiendo a creer que se preocupaba porque sabía de las dificultades que tendría. «Si usted quiere ser dirigente, no se haga apalear al pedo, golpee y huya, no se quede…», me decía. Siempre estuvo cerca nuestro y su experiencia de anarco nos fue muy útil. Claro que discutíamos. «El ‘hombre’ (por Perón) nos dio a nosotros las ocho horas de trabajo, el aguinaldo, las vacaciones, nos dio la posibilidad de esta casa… Usted debe entenderlo», me decía. Estaba separado de mi mamá, muy cariñosa, demasiado sufrida, pero una mina espléndida, toda la vida obrera de la costura. Mis dos hermanas eran radicales; yo, la menor, era la oveja negra y la joyita de mi viejo.

La noche


Elsa Mura fue detenida el 24 de junio de 1976 en un operativo de las Fuerzas Conjuntas, que ocuparon la casa de Colegiales donde vivía con sus dos hijas y con una pareja de compañeros. Luego de sufrir interrogatorios y tormentos durante cerca de dos meses en un sitio no ubicado, fue juzgada por el Consejo de Guerra Nº 1.


«Además de nosotros, buscaban a mi marido, que había dejado el país en 1969. Y a mí me acusaban de entrar a la industria para movilizar a la gente, cosa que no pudieron probar porque yo había sido obrera natural de fábrica toda la vida, desde que vine del campo hasta que me agarraron». Por entonces, Elsa trabajaba en talleres de confecciones y desarrollaba una intensa tarea gremial y política en la Agrupación Evita del Gremio del Vestido y en la Coordinadora de Gremios en Lucha, organismos vinculados con la «Tendencia» que se identificaba con Montoneros.

Salió de la cárcel de Villa Devoto a principios de 1978, un año terrible en el padeció la muerte de su padre, que había enfermado gravemente tras su detención, y luego, en Navidad, de su hija Miriam, muerta en un accidente junto con el novio. A la deriva, sin casa segura, yéndose de los trabajos donde entraba porque sabía que la seguían y controlaban («me mudé de la casa de Colegiales, que estaba destruida, un día de tormenta huracanada en que nadie podía vigilarme»), consciente por vez primera de la dimensión de la matanza, contando lo que había sabido en la cárcel en volantes que hacían con un amigo y que dejaban en los mercados o metían bajo las puertas, Elsa atravesó desguarnecida aquellos tiempos durísimos.


«Sobre todo, fue una etapa de inmensa soledad. Por todo lo que perdí, mi padre, mi hija… Y también por empezar a tomar conciencia de que a los compañeros les habían pasado cosas peores que a mí. No lograba entender que no estuvieran más. Nunca volví a saber de las compañeras de la Agrupación Evita, de Mercedes, una delegada que secuestraron, de tantas otras. Al parecer, sólo yo volví».


Y entrábamos a pata

Se fue recuperando. Y salió. Otra vez estuvo «en todo lo que se movía». Trabajó en varios talleres y se relacionó con las compañeras, las ayudó a organizarse. Cuando llegó la democracia, armó con aquellos contactos una agrupación, la Macacha Güemes. Estudió «por el placer de saber»: hizo talleres de la Utpba, radio, cursos: es «abuela cuentera» en la escuelas, titiritera, artesana, diplomada en diseño de modas. Trabajó en una fábrica de camisas de Villa Crespo hasta que cerró, a principios de 1994. Y ya no consiguió trabajo fabril. Hizo corretajes, venta. Creó una agrupación barrial de mujeres en Tres de Febrero, donde vive, ayudó a organizar la Marcha Federal. Ahora, con sesenta y tantos, cuida chicos, va a las asambleas barriales, a los debates, a las movilizaciones. Desde hace tres años está en el trueque, que hoy es parte crucial de su sustento.


Participó en el Primer Encuentro Nacional de Mujeres –»dirigí el taller de mujer y trabajo»– y, desde entonces, en todos. «Siempre he sido feminista sin saberlo, luchando a rajatabla por la igualdad. En los corretajes he conocido la vida de las mujeres quiosqueras, que trabajan más de 18 horas y cuidan a su familia, todo junto. La de la mujer es una revolución que no se detiene”.


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(Imagen: Eloísa Molina para La tinta)

— ¿Cómo ves esta actual etapa de movilización?

–Creo que en diciembre saltó la bronca, la energía acumulada. Como en el Cordobazo. Esto no surgió de la nada, viene de antes. Y a mí me gustaría tener 15 años. Mi esperanza es la gente en la calle, porque de ese modo se está construyendo algo. En los ’60, en los ’70, cuando las calles, las paredes eran nuestras, la comunicación era directa y todo era posible. Y esta vez va a ser muy difícil que la gente vuelva a su casa. Yo lo veo en mi barrio, en las asambleas por el agua, en el respeto a la opinión del otro. Sobre todo de la gente de abajo, la que más sufre…

— Haciendo un balance, ¿creés que valió la pena?

— Creo que sí.


Porque la lucha de los pueblos nunca muere, ni la esperanza, que es como el sol. Alguna vez he pensado que gasté mi vida peleando. Pero… ¿sabés qué? También nos divertíamos y mucho. Estaba la risa, la viveza criolla, cómo nos burlábamos… Hasta de la Montada, de los perros, o de la Policía Caminera, que cerraba la ruta para que no pasáramos y nosotras entrábamos a pata.


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(Casi) 20 años después

Elsa Mura siguió militando y creciendo mucho en la causa de las mujeres después de esta entrevista y hasta que su salud se lo permitió, uno o dos años antes de su muerte.


Mura, obrera feminista, como solía presentarse en los últimos tiempos, falleció el 17 de mayo pasado. Tenía 83 años. Su historia, estrechamente enlazada con el desarrollo de movimiento de mujeres en nuestro país, es la de una luchadora sin pausa contra la explotación de lxs trabajadorxs y la discriminación de las mujeres.


De ahí el título de la nota – “La lucha como firma”- que reproduce esta edición de Revista Haroldo y cuyo texto recorre la vida de Elsa hasta fines del 2001. Se basa en los encuentros que tuvimos entonces y fue publicada por Las 12 el 8 de Marzo de 2002.

Elsa Mura mujeres militancia peronismo2

A Elsa la movían la rebeldía ante las injusticias y el sueño de poder cambiarlo todo. Menudita y ligera – “yo era un fideíto”, decía – volaba tensando su honda, al modo de David, contra las embestidas de la policía montada en las luchas callejeras (Elsa recordaba esa imagen, impresa en un afiche sobre el Cordobazo. Nunca la vi, pero quedó grabada en mi memoria).

Llegada desde el campo provinciano de San Luis a Buenos Aires sobre el comienzo de los años 50, Elsa cursaba la secundaria y trabajaba en una fábrica del barrio de Once, cuando en 1955 el bombardeo a Plaza de Mayo y la destitución de Perón cambiaron su vida. De pronto, como si hubiera caído un rayo, su mundo fue otro: el de los aviones arrojando bombas sobre la gente, de los militares llevándose todo por delante, de los patrones apretando a la ‘negrada’. Algo había que hacer y corría como el viento: defenderse, agitar, resistir en todas partes.


Elsa y sus compañeras de trabajo -ex campesinas como ella-–improvisaron a su modo huelgas de brazos caídos, trabajo a desgano, actos relámpagos con marcha peronista incluida, pintadas nocturnas… y cuando se dieron cuenta ya estaban en el torbellino de la resistencia peronista.


En esa fragua de pequeñas y grandes batallas donde tantxs se foguearon – la ocupación del Frigorífico Lisandro de la Torre, la huelga metalúrgica de 1959- Elsa descubrió el rol clave de la militancia gremial para el logro de los reclamos obreros. Y no dudó. En adelante y durante más de treinta años, ése fue su lugar en conflictos, huelgas y ocupaciones, y siempre con las mujeres peleando por sus derechos, resistiendo y organizándose en fábricas y talleres, combatiendo a quienes las discriminaban y excluían. Nunca dejó de indignarse con los cronistas e historiadores del movimiento obrero que salvo escasas excepciones, ignoraron la participación de las mujeres en las luchas.

Entrevisté a Elsa tras las jornadas de diciembre del 2001. Estaba entusiasmada con las asambleas, las discusiones que se daban en cada barrio y sobre todo, con la gente en la calle (’allí se construye’ decía). A los 66 años, participaba activamente en la movida y en el trueque, que en las barriadas había generalizado el intercambio como fuente de sustento.


Aquel 19 de diciembre, mientras cuidaba dos chicos, vio en la tele lo que estaba ocurriendo en Plaza de Mayo. “Yo miraba y no podía creer: la policía montada en acción, sobre la gente… ¡Era la película que yo viví, no la que ví, la que viví …! Me llamaban personas por teléfono, me decían que recién ahora se daban cuenta de qué eran los enfrentamientos obreros con la montada que yo relataba… Y sí… habían cambiado las condiciones, pero la metodología era la misma…” razonaba.


Fue ése el marco en que desgranó su historia, reviviendo sucesos, escenarios y emociones al modo que, pienso ahora, quizás sólo logramos hacerlo las mujeres. Releo la nota que escribí y evoco el palpitar de ese relato: los primeros tiempos, el bombardeo de la Plaza, la relación con su viejo, las obreras en la Resistencia, la militancia gremial, la cárcel y las presas, la tragedia familiar, el desamparo, de nuevo en la pelea… hasta la recuperación de la democracia en 1983.

En los casi 20 años transcurridos desde entonces, las mujeres se organizaron para luchar por sus derechos y pusieron todo en debate – desde la desigual asignación sexual de roles hasta la “violencia doméstica” y la participación en el ámbito público. La vapuleada “doble tarea” les sumaba esfuerzos pero, así y todo, las mujeres ganaron posiciones y obtuvieron logros como la ley del cupo femenino en la representación parlamentaria y la creación en 1986 de los Encuentros Nacionales de Mujeres, un fuerte aporte a la reflexión, al debate y a la expansión del feminismo.

Elsa entendió que se abría un nuevo tiempo. “Siempre estuve enredada con las mujeres pero empecé otra etapa en el Primer Encuentro Nacional, realizado en el Centro Cultural San Martin. Las obreras copamos el taller de Mujer y Trabajo que yo presidí, en medio de un conflicto importante, el de Terrabusi…”. El movimiento crecía y ella también. “Yo siempre fui feminista, tal vez sin saberlo, no es casual que haya peleado tanto por el derecho a la igualdad…”

En el ámbito gremial había avances. Ahora las trabajadoras podían intervenir en asambleas, una de las exclusiones que años atrás más enfurecía a Elsa Mura. “Aunque el machismo aún existe en los gremios, aunque es mucho lo que falta por lograr, la situación de la mujer ha cambiado. Se refleja, por ejemplo, en la CTA, donde las compañeras van accediendo a cargos directivos”, señalaba.


Elsa sabía, hasta corporalmente, desde dónde venía la lucha de las mujeres y que algo vital de ese mundo había empezado a resquebrajarse. “La de la mujer es una revolución que no se detiene”, subrayó sobre el final de la entrevista. No se equivocó.


En los años que siguieron las conquistas se multiplicaron, el feminismo derribó barreras antiquísimas, aunque no todas, y la marcha de las mujeres nunca se detuvo. El 3 de junio del 2015 las calles de todo el país estallaron por el “Ni una menos” que abrió otra etapa, la de las hijas y de las nietas (y aunque no puedo probarlo, yo juraría que Elsa estuvo allí, con su bastón y su pancarta).

*Por Lila Pastoriza para Revista Haroldo. Imagen de portada: Ilustración de José Eliécer.

Palabras claves: 19 y 20 de diciembre de 2001, Encuentro Nacional de Mujeres, Mujeres, peronismo, resistencia, trabajadoras

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