Sol y Luna, equilibrio para una migración a la agroecología
De una dolorosa experiencia en el agronegocio a alimentar, de forma sana, tierra, cuerpo y espíritu.
Por Leonardo Rossi para El Marco
Diez años como asesora agronómica de una empresa del agronegocio dejaron profundas huellas en Mabel Carreras (37). La mirada del vertiginoso éxito económico, de las rondas de productos organizadas por reconocidas marcas químicas y de convivir con maquinaria de punta acabó por sembrar un profundo sentido crítico sobre esa mega-estructura que domina los campos del sur del mundo.
Oriunda de Santa Fe e instalada, desde hace quince años, en Villa María, esta mujer encabeza hoy, junto a Mauricio (35), la unidad agroecológica ‘Sol y Luna’, y un almacén de alimentos sanos (De mi tierra), libres de agrotóxicos, cultivados de forma artesanal. “Me empecé a cuestionar muchas cosas sobre transgénicos, aplicaciones, y ver cosas no viables, no seguras en las empresas”, comparte. A partir de su experiencia, empezó a sentir en sus fibras más íntimas que esos ‘venenos’ nos atraviesan como cuerpos, como comunidades, como sociedades que se auto-flagelan.
Primeros cuestionamientos
A pie del domo que construyeron en la chacra, ubicada en Villa Fiusa, Mabel arma el mate, se sienta y comienza a narrar ‘su’ historia del agro, un testimonio de dolor, reflexión y esperanza. Mientras, Mauricio riega la huerta y le aporta fechas y hechos de la historia que compartieron como trabajadores de una gran empresa. “Me llamaba la atención hasta dónde iba el transgénico. Una soja, en la que un pequeño insecto que la muerde se muere, es lo que comemos nosotros”, dice. Aunque a gran escala no se tenga a esa oleaginosa como parte de las dietas que consumimos, se utilizan derivados de soja para alimentos ultra-procesados como galletitas y chocolates. “¿Hasta dónde le puedo dar seguridad a mis sobrinos de que eso se puede comer livianamente?”, pregunta Mabel.
Y agrega: “En mi caso, tuve reacciones directas con el glifosato, alergias. Recién recibida, paleé atrazina –agroquímico prohibido en varios países de Europa y de amplio uso en el país para la siembra de maíz-. Es algo bueno, pensaba una, porque eso receto yo. Y después decís ‘qué lavado de cabeza que traía de la universidad’. Lo único que una sabía era hacer recetas”. No obstante, el conocimiento académico le sirvió para comenzar a tejer otras relaciones entre los discursos de las empresas, las prácticas concretas que ella misma realizaba y los posibles impactos en la salud. Por ejemplo, se cuestionaba “si los fungicidas tienen coadyuvantes con tanta adherencia que no se sale de la piel de la planta, que atraviesa la hoja, cómo no va a afectar los tejidos humanos”.
Soberanía… ¿qué?
Luego de renunciar a ese entramado de creciente uso de insumos químicos, Mabel avanzó en una propuesta con la estancia Yucat de la Orden de la Merced, en las afueras de Villa María, donde existen otros proyectos agroecológicos, donde no se utilizan plaguicidas, los cultivos se diversifican y el trabajo digno hace parte esencial. “Cuando empezamos con cinco hectáreas, nos propusimos hacer cultivos sin gluten, alternativos. Probamos lino, que funciona bárbaro, alpiste; hicimos arveja y lenteja”. Pero el cultivo más representativo, que ha hecho conocida a esta experiencia en otras geografías de la provincia, es el trigo sarraceno. “Es con él que hacemos harina sin gluten y hace tres años que anda fantástico, porque se demanda mucho”, agrega. Además, destaca que es un cultivo “súper nutritivo” y al que no lo afectan plagas ni enfermedades, un mal negocio para las empresas de agro-insumos, “hasta que le creen una competencia”.
La idea de estos jóvenes es abastecer el mercado local y ya han avanzado en ese sendero de construir soberanía alimentaria, “palabra que escuché por primera vez hace tres años”. En la facultad, nada había oído de ese término. “En la actualidad, vendemos a familias de Río Cuarto, Córdoba, Almafuerte. Pero la intención es apostar a lo local. No queremos acaparar mercado. Nos interesa estimular el consumo de estos alimentos en Villa María, donde, con diez hectáreas, abastecés a toda la ciudad”. Mabel y Mauricio van por eso, porque confían en que “quienes prueban nuestras harinas, se enamoran”.
De la ceguera a los colores de la tierra
Mabel se levanta, llama a Mauricio y comienza a caminar los lotes para mostrar la extensión del campo, el estado del suelo e imaginar los futuros cultivos. Recuerda que “la zona viene de quince años de agricultura continua, los suelos están secos, áridos, y cuando no llueve, se ponen blanco”. Por eso, tienen como intención incorporar algo de ganadería, para lo que ya sembraron tres hectáreas de alfalfa. Empezar a diversificar los lotes es la antítesis de lo que hizo durante una década, donde también siente que perdían capacidad perceptiva, sensitiva a todo nivel. “Donde trabajaba, había un monte de algarrobo y nunca fui a levantar una chaucha. Después, con mi transición, hablé con mi viejo, que era del norte de Santa Fe, y me dice que sí, que de chico se mascaba eso. El cambio para adentro fue muy fuerte. Fue reencontrar lo que era la infancia de mis viejos, del monte, que es la nada y lo es todo. A ellos, a esa generación le lavaron la cabeza con supuestas comodidades”.
Mabel se frena, muestra los tachos de bio-insumos, explica el trabajo artesanal de pensar con los complejos seres que habitan ese infinito mundo del suelo. “Tuve que volver a aprender. Borrar casi todo. Nada de lo que venía trabajando era algo para este camino. Ver los lotes limpios nada tiene que ver con la diversidad de vegetación”, dice sin rodeos. Y es más contundente: “El agronegocio te enceguece. Yo tenía el auto, la casa, regalos para mis sobrinos, todas las cosas materiales que, en teoría, hay que tener. Pero también tenía migrañas y alergias que no aguantaba más y, finalmente, una parálisis”. Con aguda sensibilidad, hibridez de dolor, desazón y aguda introspección, se tomó un año para transitar hacia otros horizontes civilizatorios, una migración interna acompasada por reescrituras de la tierra sobre la que iba a comenzar a intervenir. “Definitivamente, entendí que no producía alimentos, producía ganancias para grandes empresas”.
Por estos tiempos, en la afueras de Villa María, la cosa ya camina en otros rumbos: dos personas se de-sujetaron de las redes del agronegocio, cultivan alimentos sanos para sí y para otres; siembran otras formas de entender el vínculo con la tierra y cosechan otros sentires en este mundo. “Nos hemos comprometido con nosotros mismos y hemos dejado atrás que, de afuera, nos digan qué producir y qué comer”.
*Por Leonardo Rossi para El Marco.