“La escuela pública es la institución educativa más poderosa para revertir desigualdades”
Axel Rivas lleva una vida dedicada a la educación, pero no siempre fue así. El origen, cuenta, se halla en los últimos años de su carrera de grado. Estudiaba Ciencias de la Comunicación y, dando clases en escuelas secundarias, le picó el bichito educativo: le apasionó “la posibilidad de transformación social que tiene la educación”.
Por Brian Majlin para Almagro
Durante tres años dio clases en secundarios. Pasó por escuelas primarias, estuvo en institutos de menores, en cárceles y, “desde toda la vida”, en la docencia universitaria. “Me atrajo la vitalidad política de la educación y sus múltiples vías de entrada, ese bosque interminable”, dirá durante casi dos horas de charla con Almagro, en su oficina con ventanales al campus verde, extenso, de la Universidad de San Andrés, donde dirige la Escuela de Educación. Allí halló refugio tras más de 17 años al frente del área educativa del Centro de Implementación de Políticas Públicas para la Equidad y el Crecimiento (CIPPEC) -al que sigue ligado como investigador-, para hacer lo que más le gusta: investigar, dar clases y proponer políticas o proyectos educativos a diferentes jurisdicciones. Cuenta que quisiera tener vidas paralelas para trabajar otros temas ligados al currículum y la didáctica, pero su especialización y tiempo están atados al área de las políticas educativas.
Su charla TED que vincula reforma fiscal y reforma pedagógica -dos áreas sensibles de la educación que a veces se señalan como solapadas, el presupuesto y los modos- tiene más de 65 mil visitas y su último libro fue Revivir las aulas, en 2014, desde el que dejó una mirada esperanzada -pero urgente- acerca de la necesidad de encarar una renovación pedagógica en las escuelas argentinas.
—Pasaste 17 años en CIPPEC, vinculado a sectores decisores y distintos ámbitos de la dirigencia, a veces parece que no hay interés en la educación…
—Las autoridades tienen el vicio del corto plazo y la educación requiere de una construcción institucional de políticas que está de espaldas al corto plazo y que a veces es difícil de lograr. Durante los últimos años del kirchnerismo se lograron construir ciertas instituciones y políticas, y una visión de la educación como inclusión y como modo de garantizar derechos y acceso para todos, que muchos compartimos, pero fue a costa de una visión limitada de la necesidad de transformar aspectos cruciales del sistema educativo. Y se quedaron en una visión de lo más conservadora, que es la mirada incrementalista, que es el modelo de regar y rezar: la política pública argentina a partir de recursos aumenta presupuesto en educación, pero sin reformas estructurales.
—¿Y ahora?
—Y… en este nuevo gobierno impera la visión de corto plazo, donde la coyuntura le gana a la educación, donde no veo que haya una construcción de proyecto político educativo importante. Es el modelo de reformar sin regar: visiones de transformaciones del sistema educativo con la que a veces comparto, con otras no, pero sin demasiados recursos.
La necesidad de cambiar pedagogías, formación docente y otros elementos pueden ser positivos, pero depende del cómo. Y, además, requieren de un conocimiento técnico, de diálogos, de legitimidad y de instituciones políticas que vayan construyendo en el tiempo.
Los procesos educativos son difíciles de modificar: para que el docente interiorice una nueva forma de enseñanza, se debe generar confianza, apoyo, apertura, y continuidad; la capacidad de traducir ideas en prácticas, porque no se les van a imponer prácticas al que está todos los días en el territorio. Y requiere para eso un Estado muy fuerte que reclute perfiles técnicos especializados.
—¿Es desconocimiento o decisión explícita de no consultar como denuncian los rectores de los institutos de formación porteños sobre el proyecto UNICABA?
—Todavía sin meterme de lleno en UNICABA, y aún hablando en términos generales, el Ministerio de Educación Nacional tiene que impulsar un gran pacto educativo, tenemos que entender a la educación como un bien público y que exceda cada gestión. El maestro Juan Carlos Tedesco era un faro porque era un actor de diálogo y construcción. Necesitamos más de eso y no lo va a hacer un partido de Gobierno. No lo hizo el kirchnerismo ni lo hará Cambiemos. Lo hará el que dé un paso al costado en el sentido de algo más grande, de llamar especialistas reconocidos y plurales y que ponga la visión de largo plazo seria, no una políticamente correcta que no avance. Y eso no lo veo en el horizonte cercano.
—Y, a la vez, la coyuntura económica parece anteponerse…
—Me parece que la cuestión económica lo hace todo más difícil cuando hay una tendencia a la disminución de los salarios reales de los docentes y constante presión por reducir el gasto público, elementos que ponen en jaque la construcción educativa. Es una visión de cierta frustración en el ámbito de la construcción política de largo plazo en materia de educación.
—¿Coincidís con Mariano Narodowski en que a la clase dirigente no le interesa la educación?
—A grandes rasgos sí, porque vivimos atados al corto plazo, estuvimos atravesados constantemente por crisis, no abrimos discusiones más de fondo. Y además el ámbito educativo cruza muchos temas difíciles, concepciones más emocionales, ideológicas. A veces parece más una discusión de creencias que de conocimiento comparado y de validar experiencias, como de tener un recorrido más basado en una racionalidad científica: debería ser explicado qué hacemos y para qué, y cómo se logrará. Se suele usar mucho en la educación el hecho de poner metas, pero no se dice cómo se piensa alcanzarlas, y este cómo debería tener suficiente capacidad para argumentar cómo va a producir ese cambio. Tanto hablar de metas habría que discutir más los caminos. Ahí la política hace más agua.
—¿Por qué nunca aceptaste un cargo público?
—Las situaciones en las que se me presentó no fueron las más acordes. Me parece que mi perfil es un poco más cercano a una construcción de un tipo de política que no ha estado predominando. El kirchnerismo ha sido más fuerte en su propia construcción…
—Sos más transversal, digamos…
—Podría decirse así. Cambiemos también tiene sus propios actores, no hay tanto espacio para alguien que no es del riñón.
—¿Pero te interesa?
—Depende del contexto.
—¿Seguís creyendo en la capacidad transformadora de la política?
—Absolutamente. Yo he sido siempre constructivo, tanto con el anterior gobierno como con este. De diálogo, de pensar en un proceso de apoyo a la construcción de políticas. Estamos ahora por sacar un documento de apoyo al ministerio de Educación para la construcción de una plataforma educativa digital. Hemos hecho trabajos técnicos para todas las últimas gestiones con lo que siempre estuvimos, con la de Daniel Filmus, la de Tedesco y la de Alberto Sileoni. Siempre prefiero estar del lado de la construcción, pero para estar del lado de adentro hay que estar muy de convencido del proyecto político o ser invitado en el marco de una construcción más amplia que la del partido gobernante.
—Hablás del ministerio de Educación, ¿creés que es mejor un sistema centralizado o uno más volcado a las autonomías locales?
—En abstracto es difícil, tenemos un sistema federal con fuerte centralismo en muchos planos, con provincias muy desiguales en lo económico, en lo poblacional y en la capacidad de conducción; en esta realidad se hace necesaria una doble lógica, con un gran centralismo de las políticas nacionales que perfilen la definición del rumbo y el cómo llegar hacia allí, y mucha construcción de dispositivos para alcanzar resultados. Eso no debe solaparse con la autonomía constitucional que tienen las provincias, pero cuando la provincia no avanza tiene que estar el Estado nacional, no imponiendo, pero sí impulsando, con ideas y dando apoyo técnico.
—¿Y en lo presupuestario? Porque las diferencias entre provincias son enormes…
—Hace tiempo en CIPPEC trabajamos el tema del financiamiento, que es uno de los grandes ejes de la desigualdad en la educación, porque la capacidad de cada provincia es muy distinta y el mecanismo de coparticipación no es muy justo y no permite romper la estructura de desigualdad. Desde hace años recomendamos que el Estado Nacional reduzca esas desigualdades sociales a través de la educación y que dé más recursos en temas de infraestructura, comedores, becas, asistencia a escuelas más vulnerables y para compensar la desigualdad salarial de los docentes.
—¿Seguís sosteniendo que la escuela pública puede ayudar a solucionar la desigualdad económica?
—Creo que la escuela pública es la institución educativa más poderosa para revertir desigualdades. Y me parece que ha vivido la incorporación de grandes transformaciones sociales en su interior, y en particular el aumento de las desigualdades. Argentina es el país donde ha crecido más la desigualdad social entre mediados de la década de los 70 y el presente. El principal factor por el que las familias dejan la escuela pública es ese motivo social, esa noción de estar protegido del otro, del diferente, no expuesto en términos de riesgo y peligrosidad. La escuela ha vivido el sacudón de los cambios sociales.
—También como un reaseguro económico con la idea de que si uno va a una escuela que se supone mejor tendrá un trabajo mejor…
—Sí, hay muchos motivos, también que haya más días de clase o menos conflictividad, pero el principal, según los estudios que he leído, es una problemática más sociológica que se da en toda América Latina, propio de una época de crecimiento con mucha desigualdad social, sectores de más recursos que pasan a sistema privado eligiendo evitar a los más pobres. Eso implica que la cuestión educativa está atravesada por lo social y sin transformar eso y reducir desigualdad, la educación está limitada.
—¿Estamos atados de pies y manos?
—No, esa conclusión no debe tapar todo lo que igual puede hacer la política educativa. Si no, nos queda cruzarnos de brazos y es peligroso, porque es algo que tiende a usar de excusa el sector educativo como una forma de esquivar su propia responsabilidad.
Hay una dimensión más económica y otra que está dentro de las aulas. Hace años que hablo de justicia pedagógica y creo que también las prácticas de enseñanza revierten desigualdades y eso depende de la formación docente, de estrategias didácticas, de los directivos, de la gestión institucional, de la visión pedagógica, de los ministerios de educación.
—Hablemos entonces del rol docente en una coyuntura desfavorable (con discursos que piden salvación por medio de la educación y otro que ataca el rol docente), ¿cómo se hace?
—Tenemos que ser capaces de defender a nuestros educadores, que son uno de los mayores activos de la sociedad -junto a otros trabajadores sociales y científicos que ponen el cuerpo en la reversión de la desigualdad- para lograr desarrollo con justicia social. Los docentes son contraculturales: en un mundo despiadado y perverso que valora el egoísmo y el cinismo, el sistema educativo intenta inculcar valores, espacios de socialización, recrear condiciones donde reducir las injusticias, donde incluir a los marginados, donde reconocer a los más vulnerables y construir a partir del conocimiento. Intenta crear condiciones para habitar la cultura y la ciudadanía democrática. Todos valores que, lamentablemente, hay que explicitar porque muchas veces los docentes son tratados o bien como un problema, o bien como un enemigo social. Un actor incapaz o cansado. Esa caracterización es injusta y peligrosa, porque hace que la docencia sea vivida con más tensión que la que debe enfrentar en la realidad de las aulas. Y lleva a que muchos duden sobre ser docentes o seguir siéndolo en un marco en el que la culpa parece ser del sistema educativo.
—¿Qué rol le cabe al Gobierno?
—Eso también es parte de cómo se construyen las reformas educativas, que deben ser entendidas en los contextos que habitan los docentes y sus propias experiencias cotidianas. Es un abismo sociológico el que se abre en las reformas desde arriba, que al hablar con docentes uno ve que no tienen continuidad, que parecen inconexas, que van cambiando, que no entienden lo que pasa en las aulas; y que encima vienen recargadas con un cierto halo de que hay que cambiar todo. El que está ahí recibe ese mensaje como un mensaje de desaliento. Hay que crear alianzas con los educadores, entenderlos, y, al mismo tiempo, hacer cambios educativos sin ser complacientes tampoco: el reemplazo de las reformas inconsultas no puede ser el conservadurismo donde las escuelas sean espacios de contención social y no mucho más. Tenemos que hallar equilibrios nuevos que desafíen a los docentes y les permita construir caminos dentro de esos desafíos y eso implica conocer a la docencia. Sin conocer la realidad diaria de la escuela, no vamos a construir reformas que tengan alto alcance.
—A esto se le suma la condición económica y material del educador, pero aun así hablás de un momento excepcional para ser docente y de profundos desafíos…
—Hay que poder sostener dos hipótesis al mismo tiempo: por un lado, la que tiene que ver con reclamar por los derechos de los estudiantes y de los propios docentes -con distintos métodos y cada quién sabrá cuál es el más justo-, y a la vez esa hipótesis no debe invadir la hipótesis de la potencia pedagógica, que es la de la vitalidad de los docentes.
No debería invadirse esa mirada que propone a sus alumnos sobre el mundo, el conocimiento y la cultura por su propia búsqueda de mejores condiciones. Esa idea de que ‘con lo que me pagan encima querés que corrija o prepare clases, hago lo que puedo’, bueno, cuando uno cruza esa frontera, todo eso se transfiere a los alumnos. Esa mirada tiene que ser una mirada hacia adelante, hacia construir desafíos, pensar a los alumnos como sujetos capaces y pura potencia, porque el rol de los docentes es construir relaciones de sus alumnos con el conocimiento, y eso está basado en la disposición, en la creencia en la potencia de la escuela más allá de sus condiciones o realidades.
—¿Cómo se llegaría a la potencia pedagógica?
—Hay muchos caminos por recorrer. Los directivos son claves siempre, son los que ponen el marco de justicia pedagógica, una casa donde todos tengan lugar, donde los más débiles deberían ser protegidos; y después cada docente debe ser capaz de dialogar y reflexionar con los demás y sus propias prácticas. No hay métodos ni soluciones únicas en la educación, pero uno debe tener una vigilancia epistemológica de la propia práctica, de hacerse preguntas sobre qué funciona y qué no, pensar en que otros pueden tener una respuesta, recrear esos lazos ayuda porque muchas veces los docentes se sienten muy solos. No encontrarse solo para la catarsis, también muy necesaria, sino para buscarle la vuelta juntos y encontrar estrategias.
—Un momento de crisis…
—Y pensar en la posibilidad que presta también este tiempo, porque yo soy optimista y creo que es un gran tiempo para estar en las aulas o ser educador, trabajando con la cultura, los medios de comunicación o los ministerios de educación; es un gran tiempo porque nuestros jóvenes tienen hoy más que nunca a su alcance al mundo del conocimiento y además tienen más libertades que también son fuentes de conocimiento. Hay que redireccionar la máquina tradicional de la enseñanza, que cumplía unas funciones muy limitadas, y tiene que aprender a cumplir otras. Hay que empezar por pensar a los alumnos como sujetos capaces, de indagación, de trabajo: no son solo desinteresados e irrespetuosos.
—Teniendo en cuenta la visión de que la escuela solo acaba cumpliendo funciones de depósito y contención, ¿cuál es el “para qué” de la escuela hoy?
—Es una pregunta clave. No solo nos hacemos preguntas sobre cómo hacer las cosas sino por los fines de la educación. Hay muchos autores que nos permiten iluminar una visión de la educación más centrada en la construcción de capacidades -más cercano a Amartya Sen, que hablaba de capacidades como aquello que nos permite hacer cosas, pero también aquello que nos permite valorar el hacerlo nosotros mismos.
Un sociólogo francés que me gusta mucho, Francois Dubet, decía que la escuela secundaria tendría que construir como piso mínimo que los alumnos se sientan capaces de actuar: que sean capaces de interpelar al mundo, de pensar críticamente, de resolver problemas y un conocimiento de las disciplinas para poder formular un pensamiento científico y la capacidad de interactuar con otros. Puedan usar las herramientas en la construcción de autoestima, de un proyecto de vida, que el sujeto salga con caudal para navegar el mundo y alterar su propio destino.
¿Cuántas veces pasa eso? Muy pocas. Hay que ver cómo hacemos un recorrido más centrado en capacidades que en la enseñanza de contenidos memorísticos, cómo vamos de aprender instrumentalmente a pensar y relacionar.
—Se aleja de la idea de la escuela como paso previo y preparatorio a la salida al mercado de trabajo…
—Es un terreno muy complejo, pero creo que en este momento lo que el mercado laboral demanda son personas que sean cada vez más creativas, que tengan capacidad de resolver conflictos, que sean capaces de trabajar en equipo, expresarse, ser perseverantes, condiciones de argumentación, todas características que son también fuentes de poder de los sujetos. Lo que pide el mercado no es como en otros tiempos una contradicción con lo que uno querría pensar que el sujeto es capaz de idear como un proyecto autónomo de vida y no subsumido en la necesidad de entregar su tiempo como mano de obra. También en la práctica tenemos una gran parte del mercado laboral que sigue demandando personas que hagan trabajo rutinario, instrumental, en base al uso de su cuerpo y no de su cabeza, que no discutan, argumenten ni piensen. No creo que el mundo del trabajo coincida con lo que uno crea que son los objetivos de la educación. En parte sí, en parte la automatización del trabajo permite que una parte se forme con capacidades más creativas, pero toda una parte del mundo del trabajo sigue siendo contradictoria con los fines más amplios y humanistas de la educación. Y en ese sentido siempre hay una tensión entre formar una persona para que pueda salir con trabajo seguro, en oficios, por ejemplo, o que se forme en una visión más amplia pero que en el mercado laboral no tenga la capacidad de conseguir trabajo.
—¿Cómo se resuelve esa tensión?
—Creo que siempre la mejor forma de resolverla es potenciando todavía más a la escuela, no reduciendo lo que hay que aprender, sino potenciándolo: no es cuestión de cantidad sino de calibrar. Pero eso requiere buenos docentes en todo el territorio y en los lugares más pobres y dispersos, y crear instituciones sólidas que puedan enseñar la potencia del aprendizaje y es el gran desafío de la política educativa. Tampoco se resuelve simplemente contando que hay que superar la dicotomía entre formación para el trabajo y formación más humanista.
—Tampoco apelando a la idea del sistema dual alemán…
—Tenemos que ser capaces de construir un sistema educativo distinto, donde las personas sean capaces de realizar muchas cosas sin que les cierre el camino en una única dirección. Cómo hacerlo es el gran desafío.
—Decís ‘tenemos’. Cada eslabón de la cadena tiene su responsabilidad…
—Todos tienen su parte, pero desde el mundo académico vinculado a la educación hay una gran responsabilidad de construir discusiones más serias, más abiertas, menos dogmáticas, de salir de ciertas pasiones que rodean al mundo educativo. Un político que hace reformas no puede no saber qué efectos puede generar aquella decisión que va a tomar. No puede actuar por intuición y porque le dijeron que algo funcionó en otro lugar. Si no, estamos siendo amateurs de la política educativa que es como que un laboratorio farmacéutico diga que hace un remedio porque le pareció que se hacía así. Y el sistema educativo trabaja con la mente, deseos y aspiraciones de millones de alumnos. Es tan peligroso o importante como el sistema de salud, solo que los efectos no son tan visibles o inmediatos, entonces, como no se ve, cualquiera puede opinar y decir lo que quiere. Incluso los que no lo hayan estudiado. El Gobierno debe ser capaz de interactuar con actores más variados y escuchar a especialistas. El caso de la Unicaba es un ejemplo claro.
—En ese desafío del cambio pedagógico y la individualidad y potencia de cada quién, ¿cómo ves la adaptación del aula que es un modo simultáneo y homogéneo?
—Me preocupa que no sea nada fácil generar discusiones educativas más profundas porque creo que hay que hacer cambios en la organización del sistema y de las prácticas de enseñanza, y si no se hace lo va a sufrir más el sector público: esa falta de capacidad de adaptación a las posibilidades tecnológicas y culturales que este tiempo demanda. El sector privado es más flexible, no todos, pero es así, y tiene más recursos. Y me preocupa que los cambios que se tienen que construir en la educación no se puedan lograr en el sector público.
*Por Brian Majlin para Almagro Revista / Foto de portada: Francisco Odriozola