Son Francia
El nuevo Campeón del Mundo nos dejó mucho por repensar. No sólo sobre fútbol. Aquí y en muchos medios se resaltó el origen africano de muchos jugadores de Francia. Contando el trasfondo histórico, las consecuencias del colonialismo y el fenómeno migratorio, también se puede caer en lecturas xenófobas. Los 23 campeones son franceses. Anaïs Dubois, periodista francesa en Argentina, nos habla de eso, desempolvando un artículo que escribió hace un año sobre la final de 1998. «Me enorgullecen estos chicos, que representen esta diversidad que tanto amo en mi país. Me alegra que, desde unas canchas en Rusia, pongan en duda el final de aquel texto».
Por Anaïs Dubois para La tinta
Escribí este texto casi un año atrás, cuando no me podía imaginar que Francia llegaría a la final del mundial con el plantel más joven de su historia. En las últimas semanas, pasé por todos los estados de ánimo.
Viví el “Argentina-Francia” sin saber para quien hinchaba después de sufrir junto con los y las argentinas estos últimos cinco años. Mi diario me mandó a Montevideo para cubrir el “Francia-Uruguay”, otra tortura de no poder gritar los goles de mi selección mientras me invadía la empatía con los uruguayos. Para el “Bélgica-Francia”, la tenía un poco más clara, aunque me encantan los belgas cuando no pierden.
Me agarró de sorpresa el orgullo francés, en la recta final. No estoy orgullosa de mi país todos los días, infelizmente. Tampoco lo salgo a defender por cualquier motivo, solo por tener el pasaporte. Pero sí, me enorgullecen estos chicos, me enorgullece que representen esta diversidad que tanto amo en mi país. Me alegra que, desde unas canchas en Rusia, pongan en duda el final del texto que escribí hace un año.
Me enojó leer y escuchar que “no son franceses”, cuando son dos los que nacieron afuera de Francia. Me dolió, mucho, ver que, desde Argentina, solamente se ponía en duda la “legitimidad” de los jugadores negros, recordando sus orígenes ante sus vidas.
No entendí que un diario como Página/12 publicara una nota con el título: “El triunfo de los inmigrantes”. Y, peor, llegar a constatar que el texto apuntaba a los jugadores de origen africano. Nunca escuché a nadie cuestionar la presencia de un “Lucas Hernández”, por ejemplo. Claro, a pesar de su nombre con consonancia española, está todo bien, Lucas es blanco…
Me dolió porque es el tipo de argumentos que, entre otros factores, hace crecer el Front National en mi país. Estos argumentos falsos que, en cada votación, nos ponen frente a una “no elección”: la xenofobia o el liberalismo. Estos argumentos que nos vuelven ciegos y errados cuando hay un atentado. Y sí, los que cometen los atentados también son franceses.
“Ne vous en déplaise”, estos jugadores, tal como estos terroristas, tan “negros” o “árabes” sean, son franceses, absolutamente franceses. Decir o escribir lo contrario es una falacia peligrosa. Porqué Francia tiene esta cara luminosa gracias a una de las partes más oscura de su historia.
Nuestro final (*)
12 de julio 1998. Habíamos quedado en Le Pasteur, ese mismo bar sin interés donde ya habíamos visto la semi y donde, a veces, nos juntábamos después de las clases. Le Pasteur queda en la esquina del Boulevard Epónimo y de la rue de Vaugirard. En el corazón del barrio 15, un barrio cheto donde todos los de este grupito de rebeldes privilegiados habíamos crecido.
Con ellos había sentido por primera vez el poder de la cancha. Con ellos había aprendido los cánticos y códigos de los hinchas de PSG. Con ellos, y con la tranquilidad de un bachillerato aprobado, estaba viviendo el mundial, fumando decenas de gramos de haschich y bajando litros de cerveza.
Habíamos llegado temprano para ubicarnos lo mejor posible. En el ’98, no existían las pantallas plasma smart tv HD 4K y no qué otras letras de este código inentendible para quien nació a principios de los 80’s. En esa época, los televisores de tubo nos obligaban a pelear el mejor lugar para poder ver a Zidane y compañía intentar llevar a Francia hasta la cima del mundo.
Las expectativas eran enormes, y la presión consecuente. Jugábamos de local y teníamos un equipo que nos permitía soñar después de haber ganado todos sus partidos en fase de grupo. Había dejado atrás a Paraguay, Italia, y finalmente a Croacia, en su primera participación como país independiente. Faltaban minutos antes de dar el último paso. En el flamante Stade de France, les Bleus iban a enfrentar al Brasil de Leonardo, Cafu y Ronaldo.
Como auténticos compañeros de hinchada, nos pusimos frente a la pantalla alineados por altura, al estilo Dalton. Como auténticos parisinos, estábamos apoyados en la barra, un “demi de Amstel” en la mano, codeando para que nadie, ni siquiera el tipo cuarentón con corbata, rompiera el orden minuciosamente elaborado durante la previa.
Entonamos el himno. La Marseillaise quebró el silencio de los departamentos, generalmente calladitos, del barrio burgués. Allí, no se grita, no se canta, no se hace ruido. Creo que fue la primera vez que cantamos La Marseillaise con tanta convicción. En Francia, no se suele cantar el himno con orgullo. Es sangrante, violento, promete cortar la cabeza de todos los que se opongan a la revolución y chupar la sangre del enemigo.
En 1789, el mismo 12 de julio, Camille Desmoulin pronunciaba el discurso que iba a desencadenar la Revolución francesa. Exactamente 209 años más tarde, la burguesía parisina cantaba para que su selección nacional de fútbol, nuevo símbolo de la Francia Black-Blanc-Beur (Negra-Blanca-Arabe), destronara al rey auriverde.
Cabezazo de Zidane sobre un tiro de esquina a la derecha, primer palo. Cabezazo de Zidane sobre un tiro de esquina de la izquierda, primer palo. Salida de Barthez y Ronaldo volando acrobáticamente. Los pelotazos brasileños que no quieren entrar, las atajadas delirantes de un arquero fumador que no dejaba pasar ninguna. El gol de Petit en los últimos segundos, cuando los brasileños ya habían abandonado. 1-2-3, es lo único que recuerdo de esos noventa minutos.
Los gritos resonaron como truenos en la avenida. En un país donde casi nunca nos tocamos, nos abrazamos como locos, mezclando fluídos de sudor y cerveza con desconocidos de cuello blanco que, de repente, se convirtieron en los compañeros de un momento clave de nuestras vidas de novatos.
¿Vamos? ¡Vamos rumbo a los Campos Elíseos! Comprar cerveza para el camino. Subirse al subte sin pagar saltando las barreras. Bajarse lo más cerca posible. Caminar hasta esa otra avenida mítica.
En la cotidianidad, es uno de los lugares de París que menos me gusta. Pero esa noche del 12 de julio, la fría, lujosa, turística, comercial avenida des Champs-Elysées se contagió de la alegría popular. El Arco de Triunfo, ya preparado para los festejos de la fiesta nacional del 14 de julio, se iluminó de azul, blanco y rojo. Las caras de Henry, Deschamps, Guivarch, Vieira, Djorkaeff se proyectaron sobre el Arco. Y la de Zidane también. El argelino de Marsella se había convertido en el rey de París. Las banderas de Argelia y Francia flotaban juntas gracias a Zizou.
Una luz, una explosión, una onda, el susto. Mientras bajábamos por la avenida, un ruido detonante y desgarrador silenció brutalmente los cánticos. Se escuchaba el sonido sordo de golpes inentendibles. Empujados hacia los costados, hombres y mujeres caían al suelo. Un perro, que acompañaba a su dueño en el festejo, cayó como un proyectil sobre la vereda. Muchas pibas y pibes empezaron a correr hacia el final de la avenida.
Nos miramos. Uno tenía sangre en el brazo. Había cuerpos tirados en el suelo, lesionados gravemente. El chico del perro corría cargándolo contra su pecho. “¿Qué fue?”, preguntábamos todos. Nadie sabía. “¿Fue una bomba?”. Todos teníamos presente el recuerdo del atentado del RER de Saint-Michel unos años atrás. Mientras intentábamos entender lo que había ocurrido, me di cuenta que tenia pedazos de vidrio clavados en el brazo.
¿Qué mierda había pasado? De a poquito el rumor remontó la avenida hasta nosotros. Un auto había logrado pasar las barreras policiales. La conductora había entrado en pánico y acelerado en medio de la multitud, dejando decenas de heridos y un muerto. A pesar de eso, algo nos alivió: no había sido un atentado.
Estos noventa segundos de susto vinieron a tapar los recuerdos de los noventa minutos de alegría. Unos años después, a partir del 2001, se instalaría el terror y la división. De a poco, la Francia “Black-Blanc-Beur” iba a quebrarse. La Marseillaise iba a volver a cantarse con ese otro orgullo teñido de arrogancia. La República iba a ir apagando sus luces, olvidándose de esa noche cuando, 209 años después de su nacimiento, la unidad del pueblo volvió a destronar. Quizás, esta noche de festejo anunciaba nuestro final.
(*) Nuestro Final, escrito por Anaïs Dubois 2017
Por Anaïs Dubois, periodista radicada en Argentina, para La tinta