Vanesa

Vanesa
4 julio, 2018 por Redacción La tinta

Por Hugo Seleme

Después de un viaje hasta Estación Juárez Celman, de poco menos de una hora, llegamos a la parroquia que se ha convertido en el último refugio donde más de cincuenta personas se esconden para que nos las encuentre la intemperie. Llegaron allí el 1 de Junio empujados por la Guardia de Infantería de la Policía de la Provincia de Córdoba. El lugar está lleno de nombres y de historias. Cada uno, hasta los más pequeños, tienen algo para contar. La brutalidad ha dejado marcas visibles en todos.

Busco a Vanesa, a quien sólo conozco por la imagen borrosa en un periódico de ella con su hija en brazos trepada al techo de su casa, y por su voz en el teléfono cuando coordinamos encontrarnos. Ella es pequeña y parece frágil (sólo parece). Luego de una breve presentación –estoy allí como director del Programa de Ética y Teoría Política de la UNC, para ver si podemos asistirla legalmente– lo sucedido en aquellos días comienza a brotar de sus labios. El relato comienza calmo, como si de tanto contarlo hubiese perdido su carácter trágico.

Me dice que el 1 de Junio se despertó a las 5 de la mañana porque se escuchaban ruidos. Su compañero, Carlos, junto a su padre, que vivía en una casita detrás de la suya, salieron a ver qué pasaba. No tuvieron tiempo de nada. La Guardia de Infantería había rodeado el asentamiento y ya avanzaba sobre las primeras casas, desalojando a empujones a sus ocupantes. El proceso de desalojo era brutalmente simple. Detrás de la Policía que sacaba de las viviendas a sus ocupantes, una topadora tiraba abajo la construcción. Tenían unos pocos minutos para rescatar las pertenencias que pudieran y cargarlas en unos camiones que las arrojaban en el descampado que estaba en frente de la parroquia que luego se transformó en su actual refugio.


Tal vez fue la impotencia de ver cómo su padre era golpeado y su madre era atada, o la angustia de ver el temor en los ojos de su pequeña Zoe de dos años, o quizás fue la desesperación de saber que el bebé que crecía en su vientre desde hacía algunas semanas no tendría una casa para cobijarse, lo que hizo que Vanesa tomara a Zoe y, junto con Carlos, se trepara al techo de su casita.


Desde allí, me cuenta Vanesa con tono cada vez más agitado, se podía ver y escuchar todo: los gritos de las mujeres, el llanto de los niños, los insultos y las órdenes, las casas derrumbadas ahora consumiéndose por el fuego.

Vanesa se aferró a Zoe como si fuese su último sostén. Cuando los policías rodearon la casa y comenzaron a intentar bajarlos del techo a los manotazos, Carlos se roció el cuerpo con nafta y amenazó con prenderse fuego si alguien se acercaba. La amenaza surtió efecto porque los policías y las topadoras siguieron ensañándose con otras familias, mientras la casa de Vanesa, Zoe y Carlos permanecía cómo el último recuerdo de lo que alguna vez había sido su barrio.

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Carlos, Vanesa y Zoe sobre el techo de su casa (Imagen: Colectivo Manifiesto)

Vanesa permaneció en el techo desafiando uno de los días más fríos del año durante ocho horas. Sólo pudieron bajarla cuando algunos miembros de la SeNAF, y del Ministerio de Desarrollo Social le comunicaron que si no bajaba, entonces deberían quitarle a su hija. Acostumbrada a perderlo todo en manos de aquellos que deberían garantizarle que tuviese algo, Vanesa con razón pensó que la amenaza era seria y a las 15hs finalmente descendió.

En los diez minutos que le dieron antes de derrumbar su casa, ella y Carlos sacaron la cama y todo lo que pudieron amontonar en las sábanas transformadas ahora en improvisadas maletas. Vanesa hace una pausa, intentando acomodar todas las emociones de aquel día que ahora vuelven a aparecer, y me dice: “Me dolía mucho la panza y la espalda, y yo sabía que eso no le iba a hacer bien a mi bebé, pero si no rescatábamos algo ¿qué le íbamos a ofrecer?”.

“A la topadora -me dice llena de dignidad- le costó tirar abajo nuestra casa porque estaba bien hecha, de material y tenía techo de loza”. Le costó tanto, que luego de que pasara, entre los escombros quedaron algunos ladrillos de bloque sanos. Entonces, casi sin pensarlo, comenzaron a recogerlos y a apilarlos. Cuando cada ladrillo ha costado horas de trabajo y sacrificio es difícil dejarlo abandonado y resignarse a que todo está perdido y hay que empezar de cero. Vanesa y Carlos acarrearon ladrillos de a uno en uno, hasta que “la panza de Vanesa se puso dura” y el dolor hizo que no pudiera más.

El 12 de Junio, luego de varios días de sangrado y de haber deambulado por el Hospital Misericordia, el Centro de Salud Integral, la Maternidad y el Hospital Neonatal, Vanesa perdió a su bebé. Mientras me lo cuenta se aferra a Zoe, como aquella mañana fría en que se trepó al techo. Tal vez ella mejor que nadie sabe que en una Córdoba que a fuerza de tolerar el mal se ha vuelto obscena en su injusticia, sólo se tienen la una a la otra.

* Por Hugo Seleme / Imágenes: Colectivo Manifiesto.

Palabras claves: desalojo, Juárez Celman, tierra y vivienda

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