Diez hipótesis para repensar la “corriente autónoma” de los movimientos sociales en Argentina (IV)
Luego de realizar un recorrido por el contexto de surgimiento de la denominada Nueva Izquierda Autónoma y de rescatar el Poder Popular como concepción y práctica central de las experiencias que pujan por abrir paso a un nuevo proyecto emancipatorio, destacamos la importancia de seguir sosteniendo el concepto de autonomía como principio constitutivo de la “corriente autónoma” de los movimientos sociales. En esta cuarta entrega nos metemos con la necesidad de sostener las prácticas políticas que se pretenden liberadoras sobre una ética revolucionaria.
La nuestra es una generación que ha crecido políticamente a la intemperie, qué duda cabe. En medio de la ofensiva más acuciante del capital frente al trabajo en un siglo y medio, aún no hemos logrado reponernos de derrota integral de las apuestas de transformación radical de la sociedad.
Y una de sus manifestaciones, uno de los modos en donde podemos “leer” esa derrota, es en los consensos respecto del “realismo político”, en sus versión más perezosa. Esa que sostiene que la política es “el arte de lo posible”, y que partir de la política real implica aceptar “ciertas reglas del juego”. Esta posición no solo entraña un enorme conformismo respecto de orden social, del sistema político, sino además una renuncia a posicionarse desde ciertos principios que no se planteen como verdades eternas e inamovibles, pero sí que sean la “línea divisoria” que separa a un militante con vocación revolucionaria de los personajes de la politiquería burguesa, se presente ésta abiertamente de derecha, progresista o incluso de izquierda (“política de principios, la mejor política”, solía decir el “Comandante Nuestramericano” Ernesto “Che” Guevara).
Los casos de corrupción, no solo de los denominados “nuevos gobiernos” del continente (populares, progresistas, post-neoliberales o como se autodefinan), sino también de numerosas organizaciones sociales y agrupaciones políticas, no parecen ser sólo un problema de denuncia de las bellas almas progresistas, un simple efecto de “manzanas podridas” al interior de cada experiencia, sino algo más complejo, con un entramado que parece abarcar al conjunto de relaciones sociales y políticas que se han degradado hasta casos extremos.
Sin grandes relatos sobre los que edificar las singularidades que se vienen desarrollando en cada lugar, sin un “imperativo moral” sobre los que fundar una práctica existencial, parece que cada quien fija sus propias reglas, en una suerte de “autoregulación del mercado de los comportamientos”.
Ante esta situación parece que no cabe otra posibilidad que la nostalgia, la idealización de figuras morales del pasado (pongamos por caso Ernesto Guevara o el nombre singular o plural que se quiera), o la traducción de cierto vacío de sentido como un “vale todo”, cuando en realidad –bien lo entendió Federico Nietzsche cuando afirmó que “vacío del desierto” habilitaba posibilidades para gestar nuevos sentidos– lo que se nos presenta es el desafío de construir una nueva ética revolucionaria en antogonismo con la doble moral burguesa.
Lo que un cuerpo puede
A diferencia de la concepción moral de la vida –nos enseña desde las entrañas del siglo XVII el filósofo Baruch Spinoza–, que busca realizar una supuesta esencia del Bien, y que pretende juzgar a partir de la evaluación, en cada caso, de una aplicación general de verdades eternas y universales, la concepción ética de la vida interroga (abriendo cada experiencia a la experimentación), se pregunta que es bueno y malo para cada cuerpo (singular o colectivo), en cada caso, y asume cada existencia como un modo, a cada cuerpo como una potencia del que nunca se sabe a ciencia cierta de lo que es capaz.
Los movimientos sociales Latinoamericanos, su “corriente autónoma” en particular, no solo estuvieron integrados/impulsados/dinamizados, en la mayoría de los casos, por nuevas militancias, sino que además del rasgo etario, primó en este sector el desarrollo de un “ethos militante” al que, en un texto titulado “Modelos de dominación, tradiciones ideológicas y figuras de la militancia”, la intelectual argentina Maristella Svampa caracterizó como un rasgo generacional de los jóvenes que nos nutrimos de una “narrativa autonomista” basada, entre otras cuestiones, en una característica: sostener, como rasgo insoslayable “la des-burocratización y democratización de las instancias de participación”.
Así entendida, la política desarrollada al interior de los movimientos sociales se planteó desde una cierta “ética de lo común”, antagónica con el ideario neoliberal del “sálvese quien pueda”, pero también, del más común imperativo categórico capitalista del “me salvo a costa del otro”.
Por supuesto, a distancia de la moral del hombre nuevo típica de la segunda mitad del siglo XX, en el naciente siglo XXI, la experiencia ética no se pensó desde ningún afán sacrificial, sino más bien como un intento por priorizar priorizar una experiencia determinada. “Nos referimos al hecho de estar siempre en la necesidad del otro y a una integridad que desafía la apatía, la mezquindad, la idiotez moral y la mediocridad reinante. Aludimos al acto eminente de liberar la libertad ejerciéndola en el riesgo y la pasión”, escribió Miguel Mazzeo, otro intelectual argentino de la nueva camada, hace una década ya, casi, en su texto “Darío Santillán: la pasión insurgente y el socialismo como opción ético-práctica”.
Por supuesto que, tal como planteó Omar Acha en su libro La nueva generación de intelectuales, incitaciones y ensayos, ese “obrar generacional” en el que decidimos el espacio de nuestra libertad no tiene que ver con “La Libertad”, “una simple quimera filosófica, absoluta, promotora de los mayores despotismos”, sino más bien con la “vindicación de nuestra voluntad compartida de rebelarnos contra los automatismos de las relaciones sociales de hoy”, según sostiene el historiador y ensayista marxista, para agregar: “la libertad de desplegar las potencias de la imaginación en un envase de plebe levantística en el corazón mismo de la eficacia del poder,” transformándose así en un “pliegue inesperado” que puede inaugurar un espacio de resistencia.
Ya hemos visto en la tercera de las hipótesis de este ensayo en serie que la resistencia no tiene nada que ver, para nosotros, con la mera oposición a un gobierno, sino más bien está vinculada con una multiplicidad de prácticas situadas de antagonismo frente la hegemonía del capital, y por lo tanto, con ciertos modos de “poner en discusión” la vida en el capitalismo desde energías y potencias desplegadas en un claro ejercicio de creatividad. O dicho de otro modo: la resistencia, para nosotros, tiene que ver con las posibilidades de los sectores populares organizados de ensayar dinámicas vitales autónomas.
En este sentido, la importancia de la subjetividad que también pusimos de relieve en la “hipótesis tres” vuelve a mostrar, en este caso, toda su impronta. Los valores con los que se construyen las relaciones sociales en la cotidianidad no son una cuestión menor. La solidaridad, el compañerismo, la preocupación por el otro hacen a una ética de lo común, que en el lenguaje de los movimientos sociales, tiene que ver con el desarrollo de una experiencia comunitaria.
La teoría es una caja de herramientas
“Una teoría es exactamente como una caja de herramientas”, supo decirle Gilles Deleuze a Michel Foucault. Y este último, en aquél legendario diálogo, agregó: “hay un sistema de poder que obstaculiza, que prohíbe, que invalida el discurso y el saber de las masas”.
Tal como dijimos en la segunda hipótesis, hay un prejuicio anti-intelectualista de los intelectuales pequeño-burgueses de los movimientos sociales que pretenden, en nombre de un pragmatismo extremo, que los de abajo permanezcan “desarmados teóricamente” frente a las teorías sistémicas del poder. Contra ese prejuicio es que pensamos que la “práctica teórica” puede contribuir a realizar un ejercicio crítico del presente, a trazar genealogías respecto del pasado, y esbozar algunas líneas de avance en el presente.
En este sentido es que quisiera rescatar un micro-relato que he presentado en mi libro De Cutral Có a Puente Pueyrredón, en el que aparece una interrogación respecto del concepto de “ética”. Palabra que deriva del griego ethos y que significa, según señaló Martín Heidegger en su “Carta sobre el humanismo”, “estancia, lugar donde se mora”. La palabra, insiste el filósofo alemán, “nombra el ámbito abierto donde mora el hombre”.
Heidegger cita, en su intento por ejemplificar, una frase de Heráclito: “su carácter es para el hombre su demonio”. Aunque Heidegger sugiere una traducción alternativa: “el hombre, en la medida en que es hombre, mora en la proximidad de Dios”. Finalmente, hace referencia a un relato de Aristóteles, que es el siguiente: “Unos forasteros, que iban de visita a la casa de Heráclito, al ver a éste calentándose junto a un horno, se detuvieron sorprendidos. Sobre todo porque él, al verles dudar, los invitó a entrar, diciéndoles: “También aquí están presentes los dioses”.
Sin embargo, la definición típica de ética, tal como podemos encontrarla en un diccionario de filosofía como el clásico de José Ferrater Mora, no es ésta, sino la de costumbre. El diccionario, por ejemplo, al historizar el término, nos llevará hasta Aristóteles, quien supo plantear que el ethos aparecía ligado a una acción, una virtud, un modo de ser. “Un adjetivo que indica si nuestros comportamientos prácticos, encaminados a la consecución de ciertos fines, son éticos, virtuosos. Es decir: amistosos, justos”.
Entonces, si realizamos una interpretación libre de estos grandes saberes de occidente, podemos arribar a la siguiente idea: es en lo ordinario donde se abre la apertura a la posibilidad de que acontezca lo extraordinario. O para decirlo con las palabras que Heidegger utiliza citando a Heráclito: “La estancia (ordinaria) es para el hombre el espacio abierto para la presentación del dios (de lo extra-ordinario)”.
En fin, si pensamos –con Agnes Heller– que “todo movimiento social importante se enfrenta más pronto o más tarde con las cuestiones centrales de una ética”, no podemos dejar de soslayar aquello que, con tanta claridad, plantea esta socióloga marxista en su libro Historia y vida cotidiana, aportación a la sociología socialista, retomando a Marx. A saber: “que los hombres se transforman a sí mismos al transformar el mundo”. Es decir, que sólo podemos transformar el mundo “si al hacerlo nos transformamos también a nosotros mismos”.
Rescatar estas líneas de la discípula de Georges Lukács pueden ayudarnos, tal vez, a pensar en una posible articulación entre las singularidades existenciales y las experiencias colectivas que apuestan por colocarse por fuera de la concepción moral de la vida, sin por eso renunciar a intentar obrar en los marcos de una concepción ética. Nos permiten subrayar que es en lo cotidiano donde es posible gestar otra idea y otra práctica de nosotros mismos, de nuestras relaciones con los otros (“la vida cotidiana”, afirma Rossana Reguillo en La clandestina centralidad de la vida cotidiana, “puede pensarse como un espacio clandestino en el que las prácticas y los usos subvierten las reglas de los poderes”). Es posible, entonces, sostener que los valores dominantes no son los únicos, y eso habilita a presentar, aquí y ahora, otra forma de entender el mundo y habitarlo.
Si así es, entonces, podemos permitirnos entender lo extra-ordinario planteado por Heidegger de otra manera. No como a un dios sino más bien como a una topía, es decir, como el lugar, el territorio en el que podemos ensayar modos de vida más ligados a lo común, a lo comunitario. Territorios en donde el horno puede servir para fabricar el pan de cada día, pero también para calentarnos el alma.
Que los bloques de cemento –como los que fabricaba Darío Santillán en la “Bloquera Sin Patrón” situada en la zona sur del conurbano bonaerense– no sea sólo para abrigar el hogar de los integrantes de los movimientos sociales y sus lugares de reunión, sino para contribuir a que la solidaridad, el compañerismo y otros valores similares, sean aquellos que guíen nuestro estar en el mundo, nuestra práctica política cotidiana.
Que sean, no una abstracción moral, sino una costumbre, con la que transitemos los caminos de la libertad.
Por Mariano Pacheco.