17 de mayo de 1990: luchas abiertas por la despatologización
Por Emmanuel Theumer para La tinta
1990 no se comprende sin 1973. Pero 1973 no se explica sin 1869 ni ¿2018? El 17 de mayo es una fecha impulsada internacionalmente para conmemorar la lucha contra la homolesbotransfobia, una disputa que torció su puño a partir de un proceso de despatologización de la homosexualidad iniciado a comienzos de los años setenta.
Para 1972, en un escenario post- revuelta de Stonewall, agrupaciones germinadas una década antes como la Sociedad Mattachine y Las Hijas de Bilitis comenzaron a impulsar la eliminación de la homosexualidad como categoría diagnóstica del Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales (DSM), documento de cabecera para la Asociación de Psiquiatría Americana (APA). Diversos tejidos de control corporal comenzaron a ser tensionados.
Pero homosexuales no siempre hubo. Hoy sabemos que la categoría “homosexual” emergió como parte de una lucha contra el heterosexismo punitivo. Károli Kertbeny, periodista austro-húngaro, fue el primero en acuñar el término “homosexual” en 1869. Lo hizo aduciendo una variación sexual humana disponible -con la que “se nace” -con el objetivo de oponerse al código prusiano de criminalización de la “fornicación antinatural”, el cual fue influyente en posteriores legislaciones europeas. Esta primera estrategia sirvió de escudo a la punición de los “sodomitas amorales” pero habilitó otro tipo de requisa, ahora sujeta al poderoso papel de los indicios en el artefacto médico.
La terminología de Kertbeny adquirió fuerza a través del desarrollo teórico otorgado por la psiquiatría centroeuropea. Richard von Krafft-Ebing, en su influyente Psychopathia sexualis (1886) describió a la homosexualidad como una perversión sexual congénita pero también pasible de ser adquirida. La extendida influencia de este trabajo fue la que dotó de una carga cientifico-patológica a la hasta entonces condena moral-punitiva. Para inicios del siglo XX, una cuestionada lectura del psicoanálisis otorgó alicientes a una concepción de la homosexualidad como desviación. En el medio, la criminología lombrosiana y la eugenesía biotipológica habían hecho lo suyo en un intento por detectar indicios corporales de la homosexualidad (senos o cinturas pronunciadas, voz aflautada, etc). La moderna invención de las identidades sexuales (hetero y homo) precipitó durante el último cuarto del siglo XIX. Michel Foucault estaba en lo cierto al sugerir la emergencia del homosexual como una “especie”, un cuerpo asequible taxonómicamente a la mirada médica y reductible a un código de manual clasificatorio. A esta trama anatomopatológica se enfrentó la protesta sexual por la despatologización.
A comienzos de los 70, lxs activistas protestaron en las reuniones oficiales de la APA y también en sus puertas. Pero ¿qué tenían para objetar al respecto? Elaboraron un discurso centrándose en los efectos estigmatizantes de la nomenclatura patológica y también aportaron material empírico para impugnar a la misma. Tenían en sus manos el informe de Alfred Kinsey (1948) que, pese a todas las críticas que podríamos hacerle desde el confort del presente, contribuyó a interceptar la homosexualidad por fuera de la excepcionalidad y aislamiento que le confería la clínica psiquiátrica, al ponderar evidencia que mostraba su frecuencia en la sociedad.
Crucial fue la investigación comparativa de Evelyn Hooker (The Adjustment of the Male Overt Homosexual de 1957) la cual demostraba mediante un test realizado a varones heterosexuales y gays, que estos últimos no portaban “disturbios mentales” tal aseguraba la tendenciosa manipulación diagnóstica. A fines de 1973, el Comité administrativo de la APA estableció que la homosexualidad, per se, no constituía un desorden mental. Esto se hizo expreso en la versión III del DSM.
Desde luego que no faltaron opositores, en su mayoría entusiasmados por un imaginario ortodoxo de la ciencia que rechazaba la coexistencia de paradigmas, imaginario que para los años setenta se hallaba en descomposición. 1973 deshilvanó la psicopatología decimonónica abriendo un terreno de contestación inusitado. Pero si hablo de un proceso de despatologización ello es porque el propio DSM III incorporó una nueva categoría, la “homosexualidad egodistónica” la cual describe el desarrollo de una angustia o intención de cambiar la inclinación sexual hacia personas del mismo sexo. Tal nosología habilitaba las terapias de conversión sexual, actualmente condenadas en la mayoría de los estándares clínicos y prohibidas en diversos países dada la vulneración de derechos que acarrean.
En 1987 el DSM III-R eliminó esta categoría desplazando el combate hacia la Clasificación Internacional de Enfermedades (CIE) de la Organización Mundial de Salud. La importancia del documento CIE radica en que constituye la base de buena parte de los programas de salud nacional de los Estados modernos. Es por lo menos curioso que mientras este proceso ocurría, grupos homosexuales freudomarxistas propusieron, como alter-universalismo, una política anal de la emancipación sexual. Y ya en los ochenta, algunas deleuzianas como Néstor Perlongher vieron en la errancia del cruising la potencia de una fuga mientras que Sandy Stone comenzaba a esbozar su clásico The Empire Strikes Back: A Posttranssexual Manifesto. Otras, como la lesbofeminista Teresa de Lauretis, desestabilizaron la “perversión”, perteneciente al dominio del psicoanálisis, desde un ángulo anti-patológico y no-heteronormativo.
Un momento de inflexión, a no dudarlo, tuvo lugar el 17 de mayo de 1990 cuando, tras sostenerlo unos cuarenta años, la OMS eliminó la homosexualidad como “trastorno mental” de su CIE-10. Pero mientras la homosexualidad era progresivamente despatologizada, los saberes psi extendieron sus raíces medicalizantes y tutelares por otros medios. En 1968 el DSM II incorporó el travestismo entendido como una “desviación sexual” y lo propio adquirirá reformulaciones en el celebrado DSM III que estableció el “desorden de identidad de género” como un desorden psicosexual. En 1972 el psicólogo George Weinberg introdujo el término “homofobia” desplazando fallidamente el aparato de captura psiquiátrico hacia el cuerpo heterosexual. Y en 1990, año de nuestra efeméride, el propio CIE-10 reubica su diagnóstico de “transexualismo”, introducido a mediados de los años setenta, en la categoría “desorden de la identidad de género”.
1990 fue en cierto modo un epílogo pero también un prólogo. Epílogo de una lucha por el reconocimiento de la homosexualidad en la que tanto las estadísticas antropométricas como la maleabilidad de la psique fueron territorios de disputa y resemantización. Prólogo de una lucha abierta por la despatologízación trans*, anidada por la reapropiación de la “identidad de género” ante el terreno sexológico y psiquiátrico abonado por John Money, Robert Stoller, Harry Benjamin…y que tuvo un decidido nuevo escenario a partir de la declaración de los Principios de Yogyakarta en 2007.
En los últimos años, un intenso y destellante debate estratégico ha tenido lugar con el objetivo de reubicar el acceso a la salud trans* a través de diferentes apartados en el próximo CIE-11, a publicarse en 2018. A diferencia del victorioso cuerpo sano homosexual de 1990, políticamente útil en plena crisis del SIDA, aquí la lucha por la despatologización se interesa por garantizar el acceso a la salud tomando en serio el desafío de reconocer la identidad y expresión de género pero también la diversidad corporal. Por un lado, esta disputa se enfrenta a una racionalidad neoliberal que intenta reducir la afirmación de género a un asunto “privado” despojado de cobertura estatal o prepagas. Por otro, se enfrenta a la bicategorización del género sostenida y estandarizada en todo el documento CIE, un apriori moderno-colonial de la diferencia sexual de inestimable impacto global.
En 2013 el DSM V reemplazó su “desorden en la identidad sexual y de género” por el de “disforia de género en adolescentes y adultos”. Aunque esta expresión en su amplia traductibilidad es cercana a una semántica del estigma, esta vez el manual se acercó a una concepción más fluída del género. La actual lucha por la despatologización trans* se encuentra próxima a lograr un nuevo capítulo a en su contienda. Tras la exigibilidad de organizaciones como Stop Trans Pathologization y Global Action for Trans* Equality, la OMS se mostró favorable a retirar las difamadas categorías “F” que agrupaban a buena parte de los diagnósticos a personas trans. Al mismo tiempo, las propuestas oficiales para la CIE-11 de establecer una “incongruencia de género en la infancia” amenazan como último bastión de la patologización de las infancias trans* y también, me atrevo a decir, de una expresión de género que atañe a cientos de miles de chonguitas y mariconcitos – por mencionar recientes contranarrativas de memorias de la infancia- que viven y experimentan sus vidas en los márgenes coercitivos de la diferencias sexual y su compulsión hetero-centrada.
El desborde político entre lo legal y los ilegalismos, lo normal y lo patológico ha sido una marca histórica de los movimientos de resistencia sexual. Pero los agenciamientos sexodesobedientes no se restringen a una “interpretación de la interpretación” ( categorías, que se introducen y reintroducen circularmente del aparato científico y viceversa) ni tampoco a una toma testimonial de la palabra. La lucha por la despatologización de los anormales sexuales es la lucha por la reapropiación de las técnicas de producción del género pero también de la creación de otros lugares de enunciación que ponen en cuestión lo que contará como verdadero y anormal. Esa es la historia de la homosexualidad, categoría diagnóstica creada y contestada, apropiada y dinamitada en múltiples tropos durante los últimos cien años.
*Por Emmanuel Theumer para La tinta.