La palabra en combate

La palabra en combate
16 mayo, 2018 por Redacción La tinta

Por Leonardo Candiano para Marcha

Maestro rural, camionero, pescador, piloto de aviación civil, profesor de latín, autor de novelas, actor, director teatral, profesor de filosofía, guionista de cine. Fue declarado “agente subversivo” por las Fuerzas Armadas. En mayo de 1976 asaltaron su casa y lo llevaron preso. Fue seguramente torturado. Nunca mas apareció. Sobre su escritorio colgó la frase:

“Hic meus locus pugnare est et hinc non me removebunt”
(“Este es mi lugar de combate y de aquí no me moverán”)

De frente a su calvicie pronunciada y a metros del ruido metálico de una rémington que engendraba historias tan fantásticas como cotidianas, dentro de ese cuarto -o trinchera- en el que cazaba historias y personajes que luego echaban a andar, libres, sus propios caminos; despuntaba un cartel con una frase que en ese entonces ya sonaba a consigna: “Este es mi lugar de combate y de aquí no me voy.”

No se trataba de un comentario fortuito. Tiempo atrás, Haroldo le había escrito a su amigo Roberto Fernández Retamar: “Acabo de enterarme por una persona de mi amistad, que corrió su riesgo para informarme, que en una orden que se distribuye entre los comandos de asalto hay una lista de unas 30 personas a liquidar. Yo figuro entre las primeras”.

Pese a esto, Conti siguió disparando teclas desde la piecita de su casa de Villa Crespo en la calle Fitz Roy al 1200, apuntando sobre hojas en blanco con la mira de su máquina de escribir. Y ahí quedó ese cartel -dijimos, a esta altura, consigna- después del 5 de mayo de 1976, sostenido por el mismo clavo maltrecho en el que Conti lo había puesto, en medio de la destrucción provocada por los secuestradores del batallón 601 del ejército, al mando de Guillermo Suárez Mason. Permaneció como un símbolo, o un eco que renovaba las palabras ausentes de una voz ya amordazada, de una lucha de a poco perdida, de un cuerpo inevitablemente desaparecido. Esa consigna se mantuvo como literatura, desatendida por el grupo de tareas que ingresó en su domicilio y que no la comprendió porque estaba escrita en latín.

Parecía un capricho a esa altura –“De aquí no me voy”- cuando a quien las colocó allí ya se lo habían llevado; y toda una declaración de principios también -“Este es mi lugar de combate”-, qué duda cabe. Sin embargo, de a poco se fue convirtiendo simplemente en una certeza; porque ¿quién pudo arrancar a Conti de su lugar de combate durante todos estos años? Ni su desaparición, ni los obstáculos editoriales, ni la memoria tan a secas lo han logrado. Y a quien aún no esté convencido de esto le pido que agarre cualquiera de sus libros y recorra sin prisa aquellas historias pobladas de personajes entrañables.

¿Acaso Oreste no vagabundea todavía por los rincones de un mapa inventado buscando y encontrando un destino al final de cada lectura de Mascaró? ¿No es cierto que El Príncipe Patagón sigue armando una y otra vez El Circo del Arca cuando pasa por Palmares, un circo que poco a poco se va transmutando hasta parecerse a una tropa, con Fajardo y Joselito Bembé a la cabeza? ¿Y del Boga qué me dicen? ¿No lo ven recorrer cada mañana los canales del Delta con su desmesurada parsimonia? ¿Cómo que no? Si ayer nomás me comentaron que el tío Agustín continúa corriendo “Las doce a Bragado” en cada curva de página de La balada del álamo carolina, con sus badanas, sus pantaloncitos negros y su camiseta de frisa con el número 14 en la espalda, y no hay más que repasar Con otra gente para encontrarlo al Lito en los pasillos de la villa de Retiro, arrojado tempranamente a la adultez -“Como un león”- a causa del frío y la miseria.


La lectura actualiza estos relatos que no pierden presente y cumplen uno de los objetivos del autor: “Todo lo que pretendo, porque queda por ver si efectivamente lo he logrado, es que otros, la mayoría de los cuales no llegaré a conocer, vivan a partir de esa minúscula sucesión de signos que mientras alguien no los anima, apenas son un trazo de tinta”. La lectura como un hecho productor, la búsqueda de un lector activo. Eso pretendía con su escritura. Y sus textos resultan vigentes no porque el tiempo no pase, menos porque se posen por encima –o por el costado- de la historia, sino porque la transitan.


Narrador de lo cotidiano, de lo familiar. No de las enconadas disquisiciones, no de la Revolución, de la Historia o de los Héroes, así, con mayúsculas; sino de los momentos corrientes (e increíbles) de los hombres de su pueblo; la lucha diaria por cada paso de vida de laburantes anónimos en Buenos Aires, esos tipos del montón, de los que hay a montones; las acciones de locos peregrinos que después de todo resultan estar más cuerdos de lo que pensábamos; las dificultades de mendigos que a pesar de no tener la culpa de su situación, son los únicos que la sufren mientras otros la aprovechan.

“No sé si tiene sentido –aseveraba Conti- pero me digo cada vez: contá la historia de la gente como si cantaras en medio de un camino, despojáte de toda pretensión y cantá, simplemente cantá con todo tu corazón: Que nadie recuerde tu nombre sino toda esa vieja y sencilla historia”. Por eso escribía sin gritar, con un lenguaje coloquial y una construcción textual influenciada por el cine y el teatro, que lo acompañaron por siempre. Tanto lo marcó el cine a Haroldo que decía no pensar sus novelas en capítulos, sino en secuencias; y que lo que buscaba con la palabra no era otra cosa que precisar imágenes, colores y sonidos. Dicho de otro modo, quería darle a la palabra escrita todo lo que a la palabra escrita, en una primera impresión, parecía faltarle. Incluso el montaje se inmiscuye en su escritura a cada momento, como en la literatura de Puig y, para conformar una serie rioplatense, en la de Onetti.

Sus novelas se expanden en descripciones y en detalles, en continuas irrealidades y despliegues narrativos inusuales para un escritor “comprometido”, simpatizante desde la primera hora de la revolución cubana, exponente de lo que en los ´60 fue llamada la nueva izquierda latinoamericana, ligada al guevarismo, un militante revolucionario vinculado a la organización político-militar marxista PRT-ERP en la que se referenció tanto a través del Frente de Trabajadores de la Cultura –FTC- como del Frente Antiimperialista por el Socialismo –FAS-.

“Ser revolucionario es una forma de vida. No una manera de escribir”, sentenció alguna vez mientras buscaba el equilibrio entre práctica estética y acción política. Literatura y militancia. No ensimismadas, no confundidas en una masa informe, ni pura imaginería lúdica ni nuevo panfleto del mes, ni frivolidad y tecnicismo individualista ni tosca propaganda contestataria, nunca lo uno justificando lo otro; sino una armonía constante. Literatura en militancia.

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Efecto multiplicador el del eco -la literatura- que nos señala una ausencia y una presencia a la vez. En definitiva, eso es algo que hace toda palabra escrita –y, vaya paradoja, todo eco-. Si es cierto que las palabras de Conti nos hablan del camino de los compañeros, de la vida en los pueblos bonaerenses, de los pibes del Bajo que le arrancan monedas al destino, de los trabajadores y su rutina, de los vagabundos y los aventureros, de la pobreza, de la literatura, de la revolución (con minúscula), de nuestra América, de la fantasía y de la memoria; no menos verídico es que nos hablan de él mismo también, de ese hombre de provincia nacido un patriótico 25 de mayo de 1925 en el pueblo de Chacabuco –nombre de batalla- y asesinado no sabemos exactamente cuándo aunque se conoce que fue secuestrado en la puerta de su casa aquel 5 de mayo de 1976, apoco de cumplir 51 años, que estuvo en Campo de Mayo, en la ESMA, en Coordinación Federal y en El Vesubio, y que fue visto con vida por última vez por el cura Castellani en la cárcel de Villa Devoto allá por los comienzos de julio del mismo año, en tan mal estado físico que apenas lo pudo reconocer.

Entre tanto, el ecuánime Jorge Luis Borges y el demócrata Ernesto Sábato estrechaban las manos de Jorge Rafael Videla en una cena en Casa de Gobierno en la que la dictadura militar pretendía dar muestras de su preocupación por la cultura nacional. Me refiero a aquel grotesco 19 de mayo del ´76 en el que Borges señaló ante los periodistas acreditados en Balcarce 50 que «le agradecí [a Videla] personalmente el golpe del 24 de marzo, que salvo al país de la ignominia, y le manifesté mi simpatía por haber enfrentado las responsabilidades del gobierno”.

Por esas fechas Conti se convertía en una futura silueta blanca sobre el asfalto, en una foto con mirada perdida en medio de un escrache, en un recuerdo difuso para unos hijos que apenas lo intuyeron, en una bandera para los que venimos atrás. Y flamea Conti, se vuelve tela y flamea, libre, ¡Vida sin peso!, alada como la bicicleta de Cafuné deambulando por Arenales también en las insólitas páginas de Mascaró, ¡Cafuné pájaro!, ¿te acordás, Haroldo?

Sí, se convirtió en muchas cosas desde entonces, pero nunca dejará de ser un tipo que armó su trinchera entre compañeros y fantasía pura, inquebrantable como una convicción, que en una ocasión dijo: “Los libros yo los escribo como vida que vivo, no como monumento literario que dejo”. Y por eso vive Conti. Y por eso en cada libro que abrimos y que lleva su firma – su literatura, su eco, su consigna-, sigue peleando desde su lugar de combate.

*Por Leonardo Candiano para Marcha*Publicada el 30 de julio de 2012.

Palabras claves: Dictadura Cívico-Militar, Haroldo Conti, literatura

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