Marzo de pañuelos
Por Cecilia Merchán para La tinta
Todavía recuerdo el Encuentro Nacional de Mujeres de Rosario de 2003. Por primera vez, cientos de mujeres integrantes de organizaciones sociales que crecían producto de la crisis en todo el país, participábamos en un encuentro.
Fue en ese proceso movilizador de piquetes y comedores, en que empezamos a hablar de nuestras “historias personales” y a entender que la violencia que vivíamos en nuestras casas no era algo individual ni un “problema de la familia” en el que nadie debía meterse. Pero no nos sobraban teorías feministas. Más bien por el contrario, muchas estaban apegadas al rol maternal como único destino. Solo que, por la falta de trabajo y desocupación ya no se podía resolver lo doméstico al interior de las propias casas y había que organizarse hasta para poner un plato de comida en las mesas.
Con nuestras compañeras entonces era simple hablar de las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo porque para muchas asociar la lucha a la maternidad era parte de su vida cotidiana. Las mujeres de los comedores comunitarios, de los merenderos, de los piquetes se estaban organizando porque no tenían nada para dar de comer a sus hijas e hijos. La identificación con su lucha era la mejor manera de asociar los derechos humanos de ayer y de ese presente, de entender que la entrega de nuestro patrimonio y de nuestras fuentes de trabajo era continuidad de aquel plan de terror de los 70 que les arrebató a esas madres con pañuelo blanco sus criaturas preciosas.
Mucho más difícil era hablar de Romina Tejerina a quienes muchas de nuestras compañeras consideraban fuera de “toda naturaleza por rechazar a su hijo”. Discutíamos sobre esto, pero una parte muy importante no quería de ninguna manera levantar la bandera de Libertad a Romina Tejerina. Hasta que en el plenario de cierre del Encuentro de Rosario se leyó una carta que ella enviaba desde la cárcel. Todas lloramos, nos abrazamos, no solo la entendíamos sino que sentimos que la violencia que estaba sufriendo era extrema a la que sufríamos todos los días el resto de nosotras. De ahí en más, muchas de las compañeras que no querían saber nada con esa lucha, la comenzaron a tomar como bandera.
Algo similar ocurrió con nuestra participación en el taller sobre estrategias de legalización del aborto. Convocaban mujeres feministas. Recuerdo entre otras a Marta Rosemberg con su cabello atado en rodete, su rostro serio y hermoso, como una intelectual europea.
Fuimos muchas. Unas cuantas de nuestras compañeras estaban en “contra” y discutíeron entre ellas las posiciones mientras las feministas argumentaban su postura y un rato antes cantaban “saquen sus rosarios de nuestro ovarios”. Un grupo de católicas ortodoxas ingresó a la asamblea para tratar de romperla. Patricia, una mujer organizada en un comedor de Lomas de Zamora, analfabeta, madre de 6 hijxs, que llevaba muchas estampitas de vírgenes con ella, que había sufrido violencia extrema al punto de que su ex pareja pegándole había matado a su bebé que tomaba la teta y que siempre se había manifestado en contra, comenzó a contar cómo había tenido que abortar en la pobreza, en la soledad y en la inseguridad corriendo riesgos tan extremos como los que proporcionaba el puño de su marido.
¡Claro que llorábamos!, ¡claro que nos abrazábamos! claro que entendíamos nuestras maternidades, nuestras soledades, nuestros derechos violados, nuestras formas tan extrañas de encontrarnos con otras diferentes y hablar de nuestras vidas en medio de la peor crisis económica que habíamos atravesado.
Las mujeres feministas lo propusieron y de ahí en más llevamos el pañuelo verde y es por eso que no puede nunca estar desatado del pañuelo blanco. Porque ambos son parte de las experiencias vitales de nuestro pueblo.
Esas madres girando en círculo generaron una fuerza centrífuga que nos llegó a través de los tiempos y nos hizo superar los miedos de hablar de nuestros cuerpos, de nuestras pérdidas, de nuestros sufrimientos y de nuestros deseos.
Este marzo se llenaron las calles de pañuelos verdes en los cuellos, las cabelleras, las muñecas de miles y miles de mujeres de todas las edades pero en su mayoría jóvenes, de distintos sectores sociales, culturales, políticos y religiosos que saben, sin que nadie se los explique con grandes teorías, que los pañuelos blancos y los pañuelos verdes son nuestros símbolos de rebeldía, de amor a la vida y a nosotras mismas.
Macri puede sacar los pañuelos de las baldosas, pero este marzo, nuestras Madres y Abuelas con sus pañuelos blancos en la cabeza, al lado de las jóvenes de 13 y 14 años con los pañuelos verdes en el cuello, siguen generando esa fuerza centrífuga imparable.
Nuestra memoria colectiva es hermosa y feminista.
*Por Cecilia Merchán para La tinta / Foto de portada: La Retaguardia.
*Diputada del Parlasur. Referente Córdoba Protagonista.