La gorra no se hereda: hijos de genocidas

La gorra no se hereda: hijos de genocidas
21 marzo, 2018 por Redacción La tinta

Historias de jóvenes que luchan por quitarse de encima la más perversa de las herencias. “Me parece que es importante que este 24 estemos ahí con la bandera como un emergente social, y decir que nosotros estamos del lado de la memoria, la verdad y la justicia”.

Por Luciana Bertoia, Agustina Frontera y Alejandra Dandan para El cohete a la luna

Tengo las listas de los desaparecidos acá en la cabeza, dice Nicolás Ruarte, el nieto de Luis Jorge Arias Duval, jefe de la central de reunión y del grupo de tareas 2 del Batallón 601 de Inteligencia del Ejército durante la dictadura. Cuenta que vio lo que hace más de 40 años están buscando los familiares, los organismos de derechos humanos y la justicia. “Debían ser cuatro o cinco hojas. Muchos nombres por hoja. Sólo nombres y puntos suspensivos como separadores entre nombre y nombre”, insiste el chico de 28 años que hace unos meses se contactó con uno de los grupos de hijos e hijas que repudian a sus padres genocidas.

La aparición de Nicolás –así como la de otros nietos, nietas, hijos, hijas y ex hijas– terminó abriendo una puerta que se pensaba insondable a pocos días de cumplirse 42 años del último golpe de Estado: la intimidad de los represores, donde por años se refugiaron del rechazo social, protegieron sus secretos, pero también donde anida la repulsa que más los corroe: la de sus propios descendientes.

Arias Duval integraba el poderoso aparato de inteligencia del Ejército, responsable de secuestros, torturas e infiltraciones. En 2003 fue detenido por haber participado en las desapariciones y tormentos de militantes montoneros que volvieron al país en el marco de la contraofensiva. En 2007 –durante el primer juicio en el que se condenó a militares desde la reapertura del proceso de Justicia—, Arias Duval recibió una pena de 25 años de prisión.

En esa época ocurrió la discusión —cuenta el nieto—que aparentemente terminó cuando el militar le exhibió las hojas con los nombres de los desaparecidos.

¿Pudiste hablar con tu abuelo de lo que había hecho en la dictadura?


—Sí, varias veces— dice ante la pregunta de El Cohete a la Luna–. La más fuerte y que recuerdo vívidamente fue esa vez que le pregunté por el número de desaparecidos, Se levantó, fue a su cuarto y volvió con un rollo de hojas de papel. Entonces me dijo: “Acá están las listas”. Mi vieja le retrucó: “No le muestres eso, es un pendejo”. Y él le respondió: “Para que no ande repitiendo las pelotudeces que escucha por ahí. No son 30.000, en el Nunca Más son tantos y esta lista tiene tantos”. Me acuerdo de la lista con un montón de nombres, uno tras otro. Y era rara la situación porque creía que así me convencía, pero teniendo esa lista de gente ahí era peor. Era la evidencia de que era un asesino.


¿Y qué pasó con esas listas?

—Que yo sepa, las destruyeron cuando él falleció. Mis tíos destruyeron todo. No todos, pero varios entraron al cuarto, sacaron y destruyeron todo. Él tenía mucha información. Era parte del batallón de inteligencia. Tenía carpetas y carpetas con cosas. Y creo que nunca allanaron, que yo sepa.

Arias Duval murió en 2011. No estaba en la cárcel, sino en su casa en la calle Monroe al 3200. Según fuentes judiciales, en la causa no figura ningún allanamiento en su domicilio durante el tiempo en que la investigación estuvo en manos del juez Claudio Bonadío, luego apartado y reemplazado por su colega Ariel Lijo. El 16 de junio de 2006 recibieron en el juzgado un llamado anónimo diciendo que Arias Duval guardaba información de la dictadura. El informante dio dos direcciones: una casa en La Reja y una agencia de seguridad llamada OSI en Ciudadela. Encontraron la casa en estado de abandono, fueron atendidos por un jubilado y no hallaron ningún documento. En la agencia de seguridad, secuestraron información bancaria. Nada que aportara pruebas para investigar los crímenes de Arias Duval, ni de sus subordinados.

¿Será que estaban en otro lado?

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Miguel Etchecolatz con su hija Mariana

Pesquisas

Al aparecer en la esfera pública, los hijos de los genocidas se vieron interpelados con una pregunta: ¿tienen información para aportar? Algunos dicen haber visto información sensible, otros prefieren transitar el camino de una manera más cautelosa, acercándose a investigadores judiciales o a organismos de derechos humanos. Algunos más buscan todavía datos sobre sus progenitores o ex progenitores, revisando o tratando de conseguir legajos que den cuenta de sus responsabilidades. Quizá por eso la pregunta signifique demasiada presión para quienes transitan una búsqueda personal para entender quién fue su padre, especialmente entre quienes deben compatibilizar la imagen de un padre amoroso con la de un torturador o con quien dio órdenes para desaparecer a miles de personas.

Analía Kalinec, hija de un represor que actuó en el circuito Atlético-Banco-Olimpo, fue una de las primeras en romper el silencio a través de una entrevista en 2009. En su búsqueda, echó mano a fotos familiares, charlas con su tía, fue a la escuela primaria y contactó a una compañera de estudios de su padre en el Nacional Buenos Aires. Armó una carpeta de fotos pegadas en hojas de cartulina de colores. “Traté de buscar su historia y encontrar dónde estaba la falla –cuenta—. ¿Cómo pudo este que yo veo acá, que es un bebé que se ríe, terminar torturando gente?”.

En otros casos, las búsquedas fueron dentro de la propia casa para entender movimientos que parecían incomprensibles. Laura Delgadillo no tiene recuerdos de su padre vistiendo uniforme policial en La Plata y, aunque él no ha aparecido mencionado en denuncias todavía, ella no tiene dudas de que operó como represor en la capital bonaerense. Hurgando entre los cajones encontró una capucha parecida a la que usaban los integrantes de los grupos de tareas de la dictadura.

Otras, como Jimena, nieta de un alto jerarca de la dictadura, no necesita asociaciones directas para saber quién era su abuelo. Basta con ir a los libros, a los diarios, hacer búsquedas en internet. “Cuando era adolescente —dice—, pensaba a modo de atenuante: ‘Yo sé que no torturó ni mató a nadie directamente, pero sabía’. Después me di cuenta de que además de saber daba órdenes y estaba de acuerdo con la cúpula, lo que no es un dato menor”.

Las historias tienen trayectorias diversas. En algunos casos se unen cuando aparece la necesidad de saber qué hizo esa persona que las crió. Carolina Bartalini está en esa búsqueda, con la necesidad de acceder a documentos que den respuestas a las preguntas cuando no hay nadie que las responda. Lo mismo que Lorna Milena, quien resguarda el nombre de su padre –integrante de la Prefectura durante el terrorismo de Estado— hasta tanto no encuentre las pruebas que necesita.

Hubo otras situaciones, como la de Nancy Morales: su investigación avanzó cuando decidió acompañar a una víctima de su padre a buscar justicia.

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Lo dice la Justicia

Cada una de las historias podría empezar con un había una vez, conectado con una noticia: el día de la detención de sus progenitores.

En la historia de Nicolás, la detención de sus abuelos abrió las primeras preguntas. Con Alejandra Éboli apareció la revolución familiar que volvió a despabilar una herida ya abierta de niña. Y en el caso de Analía Kalinec, pasados ya los primeros años de negación con su padre detenido en Marcos Paz, el anuncio de la elevación a juicio oral y la sentencia lograron quitarle a ella, como hija, el peso de tener que poner a su padre, sola y en nombre propio, en el lugar de la condena. “Para mí no es un dato menor que mi papá aún esté preso. Eso también. Ahí hubo un juicio, hubo una sentencia, está con sentencia firme. Eso me permite no tener el peso de desconfiar de él en términos personales: no lo digo yo, lo está diciendo la Justicia. Y eso está bueno”.

Si no hay justicia…

El fallo con el que la Corte Suprema benefició al represor Luis Muiña con el 2×1 funcionó como catalizador para que emergieran discursos de hijos e hijas que no querían más a sus padres genocidas en las calles.

Mariana Dopazo, la ex hija de Miguel Osvaldo Etchecolatz, se enteró por los medios de la decisión de los supremos y recuerda todavía el sacudón. “El 2×1 fue, para mí, la última valla, el último límite que yo podía tolerar en el silencio en el que siempre me vi compelida a vivir por la potencia de ese apellido”, explica a El Cohete a la Luna.

“Cuando la justicia se convirtió en injusticia, no quedó mucho más que protegiese a los sujetos. No tenía que ver con protegerme a mí —yo ya me había armado a mí misma—, pero significaba actualizar la atrocidad de que los genocidas se pudieran rozar con sus víctimas, con los sobrevivientes o con las familias”.

Una nota publicada en la revista Anfibia, donde Mariana contaba que había salido el 10 de mayo del año pasado entre la multitud para marchar contra su padre genocida, causó conmoción. También hizo saber a otras hijas que no estaban solas.

Liliana Furió había contactado a Analía un año antes, después de encontrar el testimonio reproducido por el libro Hijos de los ’70. Desde entonces no dejaban de hablar ni de pensar qué podían hacer con sus historias. Al leer la nota de Mariana, Analía agarró el teléfono y llamó: “Lili, somos tres”.

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Foto: Federico Cosso para Revista Anfibia

Juntarse

La primera reunión fue en la casa de Liliana. Eran cinco mujeres y un hombre que se habían ido conectando por las redes. El grupo originario decidió que su primera marcha sería la de Ni Una Menos, de junio del año pasado. Mandaron a imprimir una bandera con el nombre “Historias desobedientes”. Tomaban la denominación de una página de Facebook en la que Analía volcaba algunos textos que había ido escribiendo después de la muerte de su madre, el año anterior. Historias desobedientes y con faltas de ortografía.

A la marcha le siguió un grupo de WhatsApp que se agrandaba día a día y una convocatoria a una reunión amplia. ¿La fecha? El 18 de junio: Día del Padre.

Las reuniones fueron catárticas. Todavía lo siguen siendo. Más del 90 por ciento de quienes participan son mujeres, cuenta con orgullo Liliana.

¿Cómo explicás eso?

—Hay un enfrentamiento político, pero también hay una naturalización de algunas partes de las luchas horrorosas entre los machos, que me disculpen. En cambio, para las mujeres no hay vuelta atrás. Es algo absolutamente inadmisible.


En estos diez meses hubo gente que se sumó, otra que se alejó. Con el tiempo quedaron conformados dos grupos. Por un lado, se armó “Historias desobedientes. Hijas, hijos y familiares de genocidas por la memoria, la verdad y la justicia”, que integran Analía, Liliana y Laura como hijas e incluyó a nietos como Nicolás y Jimena. Por otro, “Hijxs y Ex Hijxs de Genocidas”, del que participan Mariana y Alejandra Eboli.


“Uno no se junta desde nada bueno porque tampoco se puede hacer nada mejor con ese horror que existió”, dice Mariana. “A lo mejor otros colectivos se juntan para cambiar las cosas, pero ni las muertes, ni las vejaciones, ni las desapariciones, ni ese deshilván que hicieron con las filiaciones en todo espectro posible se puede cambiar. No son colectivos que se han unido para hacer algo mejor, me parece que lo que sí se denuncia es el repudio más absoluto”.

¿Hijxs o ex hijxs?

En 2005 Rita anunció que quería cambiarse el apellido manchado con sangre. Ya no quería ser la hija del represor Valentín Milton Pretti, Saracho, que había operado en varios centros clandestinos del Circuito Camps en la provincia de Buenos Aires. La justicia le dio la razón a fines de 2006, el mismo año en que los juicios empezaron a moverse.

Mariana se enteró del precedente de Rita mientras redactaba el escrito para pedirle a la Justicia la autorización para ya no portar más el apellido Etchecolatz. “En este sentido, apelar a la ley como último eslabón tenía que ver con no permitirle nunca más ser mi padre”, cuenta Mariana.

Pero la decisión de Mariana o Rita no necesariamente es la que prevalece entre los hijos de genocidas. Algunos ven en ese apellido un campo desde donde dar la batalla. “Yo me posiciono como su hija”, explica Analía. “Y como su hija, le digo: ‘Papá, dame la cara y explícame qué hiciste; mírame a los ojos y decime qué sabés, no seas cobarde’. Yo me habilito desde ese lugar porque lo siento mi padre con todo el dolor que eso me implica”.

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Ser testigo

Pablo Verna se dio cuenta de que podía aportar luz para identificar a los responsables de la última instancia del exterminio. Su padre, el médico Julio Verna, le confesó haber inyectado a prisioneros que iban a ser arrojados en los vuelos de la muerte. Se presentó ante la Secretaría de Derechos Humanos para radicar la denuncia y se comunicó con una querella. Pero hay algo que le impide testificar contra su progenitor: los artículos 178 y 242 del Código Procesal Penal. Junto a otras integrantes de Historias Desobedientes presentó a finales del año pasado un proyecto de ley para que eso cambie.

En el pasado, al menos dos hijos pudieron aportar su testimonio como prueba de los crímenes de sus padres: Vanina Falco en el juicio por la apropiación de su hermano, Juan Cabandié, y Luis Quijano, hijo de un torturador ya fallecido de La Perla.

El retorno

A Nicolás lo invitó su padre a un asado a la casa de su abuelo. Quería que festejaran que a su abuelo paterno — también genocida— lo habían separado del juicio por cuestiones de salud y volvía a casa. Declinó la invitación.

Según el Servicio Penitenciario Federal (SPF), los represores presos son 234. El resto está en sus casas… o por volver a ellas.

“Me da pánico”, confiesa Analía. “No me lo quiero ni imaginar. Tiene 65 años, pero a este paso este gobierno le va a dar la domiciliaria”.

Liliana ya atraviesa esa realidad con su padre, Paulino Furió, condenado a prisión perpetua. “Nosotras somos para ellos las mayores traidoras”, dice. “Esas libertades domiciliarias que dan son atroces. Con este verso de que es pasado y son viejitos… Ojalá me equivoque y no pase nada, porque no tienen escrúpulos”.

Qué hacer con la historia

Este 24 de marzo, los hijos y las hijas de los genocidas van a ir a la Plaza. En algunos casos por primera vez, sacudiéndose la vergüenza de un apellido cruzado por el horror y el silencio.

“Uno se siente paria. A mí no me daba la cara para ir con un organismo de derechos humanos y decir de quién era hija. Había un rechazo instalado socialmente, porque las voces que se venían pronunciando eran las que apañaban y convalidaban el accionar de los genocidas. Hacerlo solita era un trabajo doloroso”, dice Analía.

“Me parece que es importante que este 24 estemos ahí con la bandera como un emergente social, y decir que nosotros estamos del lado de la memoria, la verdad y la justicia”.

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Foto: Federico Cosso para Revista Anfibia

*Por Luciana Bertoia, Agustina Frontera y Alejandra Dandan para El cohete a la luna.

Palabras claves: Dictadura Cívico-Militar, Lesa Humanidad

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