Historia de un amor no correspondido
Wilson Oliver tenía un sueño: llegar a la Primera División de su país, Uruguay. Lo consiguió en Nacional, en 1986, rodeado de cracks, pero casi no lo disfrutó. “Fútbol y homosexualidad no se puede”, descubriría enseguida. La homofobia del ambiente lo llevó a recluirse; más de treinta años después, el ex futbolista habló con el periodista Andrés Burgo con un fin concreto: ayudar a que los jóvenes de la actualidad y del futuro no repitan su sufrimiento.
Por Andrés Burgo para Página/12
En épocas en las que la sociedad al fin rompe con algunas de sus fronteras invisibles más traumáticas (gracias, por ejemplo, al movimiento feminista “Ni una Menos” en Argentina y “Me too” en otros países, o a las ya cotidianas marchas por el orgullo gay), el fútbol todavía continúa enmohecido en sus tabúes machistas. En realidad, la homofobia es una mancha de petróleo que cubre casi todos los deportes, pero el fútbol es en particular un espacio tan retrógrado que, si el hombre de las cavernas reviviera, lo abrazaría como a uno de los suyos.
Rodeados por un ambiente en el que casi todos sus integrantes ejercen una práctica discriminatoria, sean o no conscientes de ello (jugadores que en los campos de juego les gritan “putos” a sus rivales, dirigentes en los despachos, hinchas en las tribunas y periodistas en los estudios que no reconocen el cambio de época), los futbolistas (y deportistas) homosexuales no pueden salir a contar su verdad. El silencio, aunque sea injusto, les resulta más cómodo. Quienes contaron públicamente sus casos, en actividad o ya retirados, son excepciones en todo el mundo. Todavía, por ejemplo, no lo hizo ningún futbolista argentino (ni de casi ningún país del resto de América). Pero una voz se suma desde el otro lado del Río de la Plata.
Después de varios meses de analizar la propuesta para realizar esta entrevista, y de un “hablemos más tarde” al que le continuaba un “tal vez la semana que viene” o “cuando vaya de vacaciones a Uruguay hablamos”, Wilson Oliver al fin escribe en su WhatsApp: “Llamame ahora”. Su número de teléfono tiene el prefijo de España (vive en Barcelona), pero hasta mediados de la semana pasada estaba de visita en Uruguay, su país de nacimiento, en coincidencia con los carnavales.
Aunque en Internet no haya rastros de su carrera, como si se tratara de un futbolista fantasmagórico, Oliver jugó en la Primera División de uno los dos grandes clubes uruguayos, Nacional de Montevideo, en 1986. Acaso sea una síntesis de su pasado en las canchas: se sentía tan mal que prefería pasar desapercibido. Como dirá en medio de la charla telefónica con Enganche, “fútbol y homosexualidad no se puede”.
“Llegué de un pueblo del interior de Uruguay a Montevideo con 18 añitos –reconstruye Wilson–. Tenía todo listo para arreglar con Danubio, pero un representante de Nacional me dijo que hiciera una prueba en su club. La hice y, de 300 jóvenes, nos eligieron a ocho. Tenía edad de Cuarta División y quedé en el Parque Central (el estadio de Nacional). Me alimentaron, me dieron un kinesiólogo, me ayudaron con los estudios. Y en 1986 debuté en la Primera. Nacional tenía un equipazo. Jugaban (Jorge) Cardaccio, (Santiago) Ostolaza, (Yubert) Lemos, Juan Ramón Carrasco, (Mauricio) Silvera, Tony Gómez, (José Luis) Pintos Saldanha y muchos otros. El arquero era (Mario) Alles, todavía no estaba (Jorge) Seré, pero era la base de jugadores que dos años después saldría campeón de América y del mundo”.
Rodeado de cracks, apellidos que resultan familiares para los futboleros rioplatenses de más de 40 años, Wilson encontró su oportunidad con una de las camisetas más emblemáticas del fútbol sudamericano y en un estadio histórico, el Centenario. “Yo era número 10 y jugué en las últimas fechas del campeonato de 1986 porque Carrasco, que era conflictivo, tuvo una pelea y le dieron como ocho partidos de suspensión. Le llevábamos una ventaja importante al segundo, que era Peñarol, y me subieron a mí. El primer partido fue contra Defensor. Ganamos 1 a 0 con un gol de Silvera después de un centro mío. Me sirvió para quedar en el plantel de Primera, pero en el segundo partido, una noche contra Wanderers, me hice un esguince en el tobillo y no pude terminar. Me infiltraron, pero el equipo empezó a perder puntos y Peñarol, que no había jugado la primera fecha no sé por qué motivo, se acercaba. Entonces, no fue más el momento para los gurises”.
Oliver quedó en medio de una situación insólita: antes de que comenzara aquel campeonato de 1986, los dos clubes grandes habían sido sancionados porque tenían deudas y decidieron, en represalia, no jugar la primera fecha. Pero mientras a Nacional le tocaba jornada libre, Peñarol perdió los puntos por no presentarse. El conflicto económico se resolvió antes de la segunda fecha pero, como a Nacional le quedaría por disputar un partido más que a su máximo rival en el resto de la temporada, los dirigentes acordaron que si Peñarol terminaba el torneo con uno o dos puntos menos que Nacional, se jugaría una final. Y la ley de Murphy se cumplió: Nacional sumó 35 y Peñarol, 34. “En la final volvió Carrasco y yo estuve en el banco de suplentes –dice Oliver–. No entré. Terminamos 0 a 0, pero Silvera erró en la definición por penales y perdimos el título. Peñarol también tenía un equipazo. Al año siguiente salió campeón de América y en Nacional vino una etapa de cambios. Llegó Pinocho (Ernesto) Vargas y a los juveniles nos dieron a préstamo a otros clubes”.
Mientras Nacional comenzaba una reestructuración que en 1988 lo llevaría a lo más alto de América, tras la final que le ganaría a Newell’s, y del mundo, con el triunfo ante el PSV Eindhoven en Tokio, Oliver arrancaba un camino asfixiante, como si cada paso que diera le quitara oxígeno. Lo deportivo sería lo de menos. Dentro y fuera de la cancha lo esperaban, agazapados, rivales más difíciles que el Barcelona de Lionel Messi: un ambiente conservador, una sociedad ignorante, el tabú anquilosado de la homosexualidad en el fútbol.
“Descubrí que ser un jugador al que reconocieran en todos lados era una cagada –dice–. No podía hacer mi vida, era un estrés grande. Para esa época viajar a Buenos Aires se convirtió en mi escape. Había tanta gente que pensé que no me verían. Iba a las discotecas, Bunker, Amerika, Line y Contramano, y (en el fútbol) comenzaba a comentarse la historia. Todavía tengo los recortes de diarios que decían que me querían contratar Danubio, Cerro y otros clubes, pero de repente nadie quiso agarrar la pata caliente. Decidí que jugar en Primera era no hacer mi vida, y acordé que me dieran a préstamo al Tanque Sisley, que estaba en Segunda, y que era una filial de Nacional. Me sentía perseguido”.
Pero ocultarse de la vidriera de Nacional, correrse del eje central del fútbol uruguayo, y comenzar a jugar en algunos de los clubes más pequeños de Montevideo, tampoco sería una solución. “Los dirigentes del Tanque Sisley me estafaron. Venía del Interior, mi viejo era hombre de campo, yo no sabía nada de contratos, no me pagaron lo acordado y después de unos meses me fui a Villa Española, un club más de barrio (también participante en el Ascenso). Ahí me cuidaron un poco más y me fue bien. Salí siete veces elegido entre los mejores del torneo. Igual la presión que sentía era terrible, porque era doble. Tenía que rendir dentro de la cancha y aprender a fingir un personaje que no era. Todo eso era imposible, te terminan destruyendo”.
–Los reproches del ambiente, ¿eran en la cara, personalmente?
–No, nunca. Eran todos susurros a espaldas mías. Un día estábamos comiendo un asado en la concentración de Villa Española, y pasó uno al fondo y gritó ‘Oliver se la come’. Todos se quedaron en silencio. Nadie dijo nada. Y en la cancha pasaba lo mismo. La hinchada de Villa Española me defendía, pero las de los otros equipos se la agarraban conmigo. Yo venía de Primera División, sabían que era gay y la forma de presionarme para que rindiera menos era ésa, cantándome en contra. Todo eso te genera mucha tensión.
–¿Y no podías hablarlo con nadie en tus clubes? ¿Algún compañero, algún dirigente?
–No, con nadie. Imposible. Recién salíamos de la dictadura, además. Si en 2005, ya en el siglo XXI, el técnico de la selección nacional, el imbécil de (Jorge) Fossati, dijo una barbaridad (“no citaría a un futbolista gay porque sería un transgresor entre hombres”), imaginate lo que era antes. Yo era un chiquilín, y eran otros tiempos, el cien por ciento se manejaba de esa manera. Ahora tenés un 70% que sigue así, pero ya hay un 30% que abrió la cabeza, que sabe que eso es un disparate, y por suerte son los jóvenes. Es una historia extrañísima que la gente haya inventado que los heterosexuales son mejores que los homosexuales. Y que te griten ‘maricón’, ‘tragasable’, ‘te la comés’, todo eso, es un insulto, te hace mal, no es gratuito. Es como si a los periodistas se les negara trabajar con anteojos. O sea que tendrías que hacer tu vida con anteojos, pero sin que nadie te viera, y que cuando llegaras a la redacción o al canal te los tendrías que sacar y esconderlos, aunque no veas nada. Mientras que un tipo que se acuesta con cinco mujeres sea un crack y una mujer que se acuesta con cinco tipos sea una atorranta, estamos mal.
Incomprendido, aislado y sin paz en el fútbol grande ni en el chico de su país, Wilson Oliver decidió irse de Uruguay. “Cuánto más lejos pudiera jugar, mejor, y me fui al Portuguesa, de Venezuela. Yo quería hacer mi vida, pasar desapercibido, juntar plata para abandonar el fútbol y estudiar una carrera. Y después también jugué en Guatemala, pero en Centroamérica el ambiente era súper machista, así que estábamos en la misma. Allá estaba con mi pareja, que me hizo dar cuenta, tomar consciencia, de lo que pasaba, que mi vida no podía ser así. Además, me di cuenta de que, si me iba a China, también me iban a romper las pelotas con la homosexualidad. Fútbol y homosexualidad no se puede. Así que me dije ‘basta de fútbol’. Estuve dos años afuera y volví a Villa Española, y después terminé jugando en el Interior de mi país, sin llamar la atención. Me retiré joven, a los 26 o 27 años, y no quise saber nada más. El entorno te destruye, te hace sentir una porquería”.
Para Wilson, una vez terminado el fútbol, comenzó otra etapa, una mucho más distendida, sin tanto prejuicio alrededor: estudió la carrera de Diseño Gráfico, trabajó 12 años en el Ministerio de Cultura de Uruguay y desde hace un tiempo vive en Barcelona. “El fútbol sigue siendo mi pasión y el mayor exponente es el Barça. No sólo me enamoró la ciudad, también el Barca. Su sistema de sacar gente de la cantera, Ronaldinho, Guardiola y por supuesto Messi. Lo sigo todos los fines de semana”.
En 2005, Oliver le dio una entrevista a una revista de la comunidad gay de Barcelona. Estaba enojado porque, días atrás, Fossati había dicho que no convocaría a futbolistas homosexuales para las Eliminatorias. El ex jugador de Nacional quiso salirle al cruce, pero la experiencia no fue buena: “Hablé para esa revista de mierda, fui el primer jugador de elite que dijo ‘soy gay’, pero no me gustó como publicaron la nota, no fue bien tratada, y encima tuvo repercusión mundial. Salí en todos los noticieros, quedé en la palestra, se burlaron de mis padres, les pegaron a mis tíos. Por eso también la resistencia a hablar contigo”.
Además de Oliver, futbolistas que hayan contado su homosexualidad son muy pocos. El caso más célebre es el del inglés Justin Fashanu, el delantero que en 1981 pasó al Nottingham Forest dirigido por Brian Clough, entonces vigente bicampeón de Europa (había ganado en 1978-79 y 1979-80). Según dijo el excéntrico entrenador en su autobiografía, al descubrir las preferencias sexuales de Fashanu encaró al jugador: “¿Adónde vas si querés comprar pan?”, le preguntó Clough, a lo que el delantero le respondió: “A una panadería”. “¿Y carne?”, insistió el entrenador. “A una carnicería”, dijo Fashanu. “¿Y entonces por qué vas a esos bares de maricones?”, remató Clough, y poco después le prohibió entrenarse con el resto del equipo. El delantero comenzó entonces un declive deportivo hasta que en 1990, en una entrevista con The Sun, se declaró homosexual. Pero lejos de tranquilizarse, su vida siguió siendo un tormento y se suicidó en 1998.
Después hay un puñado de casos aislados, como el inglés Liam Davis, actual futbolista de los torneos de Ascenso de su país; el alemán Thomas Hitzlsperger, que participó en el Mundial 2006 y en varios equipos de la Premier League (y que anunció su homosexualidad una vez retirado, en 2014); y el estadounidense Robbie Rodgers, que jugó en la selección de su país y, al comunicar que era gay, en 2013, también anunció que dejaba el fútbol, hastiado del ambiente, y con solo 25 años. En los últimos días, además, se hizo conocido el paraguayo Gabriel Caballero, de Rubio Ñu de Luque, un club de una liga regional de su país, un caso del que Oliver dijo no estar al tanto, aunque sí de muchos compañeros que se mantuvieron ocultos.
“Hay jugadores a los que les montan un circo y lo mantienen –recuerda–. Estas locuras de hablar con la prensa, ni de casualidad, porque eso significaría pagar el precio. Por eso hasta hoy, siglo 21, no hay jugadores que te digan que en aquella época hacían doble vida. Es obvio que yo no era el único, pero no me interesa hablar de otra gente. Los obligaban a inventar una familia y una película. En todo equipo hay un 30 por ciento que son gays o bisexuales”.
–¿Y ahora tenés relación con el fútbol?
–No, yo me quemé. Si alguien busca mi pasado, lo primero que sale es que fui un futbolista gay, y alguien podrá pensar que soy un degenerado. Por supuesto que jamás le puse la mano a nadie en el vestuario, no me he acostado con nadie. Mi fin era llegar a Primera y vivir del fútbol, nada más, y no hace falta aclararlo. Dentro de poco me voy a jubilar y me gustaría volver a Uruguay. El fútbol me podría aprovechar, pero no lo puedo transmitir porque al padre que busque en Internet le saldrá aquella nota y dirá ‘este es un maricón’. Y bueno, es parte de mi historia.
–¿Y ahora por qué decidiste hablar?
–Porque sé que puedo ayudar a un montón de chavales. Si hay psicólogos en el fútbol, tiene que haber una persona que sepa asesorarlos, a darles la posibilidad de liberarlos de esa doble presión, la de jugar y enfrentar un ambiente hostil. Se debe trabajar en eso, en integrarlos. Hay chicos que pierden su sueño de jugar al fútbol.
Es curioso como los técnicos y los jugadores utilizan la frase “y… Fulanito es un diferente” para elogiar a los más talentosos. Pero es mentira que el fútbol abrace a los diferentes. Muchas veces los expulsan. Les pasó a Wilson Oliver y a decenas de futbolistas por ahora anónimos que, tarde o temprano, ya saldrán a contar sus casos de amores no correspondidos.
*Por Andrés Burgo para Página/12